miércoles

Editorial

Bienvenidos. Por pura y soterrada vanidad he decidido cambiar el “estilo” de este blog; antes con escritos de mi autoría, ahora con algunos fragmentos de alguna novela que haya leído. También agrego dos cuentos, una fotografía y un poema. Este es el primer blog, durante mi larga carrera blogaria, que ha sobrevivido más de un año, y me siento orgulloso. En esta ocasión les presento a Gioconda Belli, Juan Rulfo, Nicandro Juárez, y Jaime Sabines. A la vez una fotografía de mi autoría. Comienzo con fragmentos de: El infinito en la palma de la mano y finiquito con Adán y Eva poema numero X. Esto por la intención de que es algo “nuevo” de aquí en adelante; una especie de símbolo al despertar; y porque parte de la novela de Gioconda, en el capítulo 11 para ser específicos, describe la entrada de Adán y Eva al Mar, deforma similar a lo que hace Sabines. Sin más, les agradezco su lectura.

Bienvenidos de nuevo y feliz inicio de año. Un abrazo fuerte.

Gioconda Belli

El infinito en la palma de la mano

Capítulo 8


Eva despertó. No quería despertar del todo porque se había soñado de regreso en el Jardín y todavía su conciencia no distinguía con claridad la realidad de la imaginación, pero por la curiosidad de saber si las terribles cosas que recordaba habían sucedido o no, entreabrió los ojos. No vio nada. Los abrió tanto como pudo y tampoco logró ver. Pensó en los cuervos. El color de sus alas lo inundaba todo. Extendió las manos para tocar la densa oscuridad. Se sentó de golpe. Sus dedos se hundían en el aire negro y ciego. De nada le servían los ojos. Se tocó la cara para cerciorarse de que estaba despierta. Manoteó presa de pánico.

—¡Adán! ¡Adán! ¡¡¡Adán!!! —gritó.
Lo sintió moverse, despertar, gruñir. Luego un silencio y un grito.
—¿Dónde estás, Eva? ¿Dónde estás?
—¿No puedes verme?
—No. No veo nada. Sólo negrura.
—Creo que estamos muertos —gimió ella—. ¿Qué otra cosa puede ser esto?

Tanteó cerca de ella hasta sentirla. Él percibió sus dedos fríos. No podía entender que ella desapareciera. No poder verla. Un graznido le salió del pecho.

—No me gusta la muerte, Eva. Sácame de aquí.

Págs. 71, 72.



Capítulo 9


—Pero tú piensas que yo soy culpable de cuanto ha acontecido porque te di a comer la fruta del Árbol del Conocimiento. Podrías haberte negado a comerla.
—Es cierto. Pero ya una vez que tú la habías comido, yo no podía hacer otra cosa. Pensé que dejarías de existir. No quería quedarme solo. Si yo no hubiese comido de la fruta y el Otro te hubiese echado del Jardín, yo habría salido a buscarte.
A Eva se le llenaron los ojos de agua.
—Yo no dudé que comerías —dijo ella.
—Y ese día te vi como si nunca antes te hubiera conocido. Tu piel lucía tan suave y brillante. Y tú me miraste como si de pronto recordaras el sitio exacto donde existías dentro de mí antes de que el Otro nos separara.
—Tus piernas me impresionaron. Y tu pecho. Tan ancho. Sí que sentí deseo de estar allí dentro otra vez. Te he visto en sueños. Tienes cuerpo de árbol. Me proteges que el sol no me queme.

Pág. 79.


Capítulo 11

Caminaron hasta que las gaviotas y el olor a salitre les salieron al paso.
Ante sus ojos, insondable, apareció el enorme cuenco transparente y azul. El perro entró al agua sin miedo. Saltó ladrando sin cesar. El gato, indiferente, se echó sobre la arena a contemplarlo. Adán narró a Eva sus exploraciones. Quería llevarla a ver lo que él había visto. Entraron al agua. Ella avanzó con cautela. El esfuerzo que debía hacer para caminar en medio de la masa líquida la hizo sentir limitada, torpe.

—Ahora, Eva —dijo Adán cuando ya el agua les llegaba a la barbilla—. Ahora húndete, abre los brazos, empújate hacia el fondo.

Fue inútil. Por más que lo intentó, se lo impidió el ahogo en la nariz, en la boca, en la garganta y el agua empujándola hacia la superficie. Con brazos y piernas, desesperada, trató de salir hacia la playa. Se percató de que Adán la seguía, confuso y abochornado. Ya no era como antes, le dijo. El cuerpo no le respondía, no descendía más allá de unas brazadas y el agua entraba por todas partes y no podía respirar. El mar era para mirarlo, le dijo Eva, ya cuando regresaron a tierra firme y terminaron de reponerse del agua salda que tragaron. El intento los dejó maltrechos y descompuestos, sobre todo a Adán. Tanto había empeñado su palabra describiéndole el mundo submarino. Ahora dudaba de haberlo visto alguna vez. Sería un sueño como últimamente se le antojaba gran parte de su vida.

—Pero el mar no es sólo para mirarlo —dijo con certeza.

Eva se tendió en la playa y cerró los ojos. El sonido de las olas arañando la orilla sin descanso era como el ruido constante de la interrogantes que no cesaban de hacerse y deshacerse en su mente.

Poco tiempo después, él regresó. Se sentó a su lado.

—Mira que he traído algo para tu hambre —dijo.
Eran conchas, ásperas y ovaladas. Al abrirlas, estaban llenas de una sustancia densa, blanca y temblorosa que dejaba la boca limpia, como si el agua se hubiese hecho carne delicada y salobre. Sobre una roca, Adán las golpeaba con una piedra hasta que revelaban la fruta de su interior. Ostras, dijo él. Ostras, repitió ella, riendo.

—¿Cómo supiste que tenían algo dentro, que podíamos comerlas?
—Igual que sabía su nombre. Así mismo.

(...)

—Adán, ¿crees que los animales saben que son animales?
—Al menos no piensan que son algo distinto. No se confunden como nosotros.
—Además de animales, ¿qué crees que somos nosotros?
—Adán y Eva.
—No es una respuesta.
—Eva, Eva, nunca te cansarás de hacer preguntas.
—Si se me ocurren preguntas es porque hay respuestas. Y deberíamos saberlas. Comimos de la fruta, perdimos el Jardín y apenas sabemos algo más de lo que sabíamos.

Págs. 93, 94, 95


BELLI, Gioconda. El infinito en la palma de la mano. México. Seix Barral Premio Biblioteca Breve 2008.

Juan Rulfo

No oyes ladrar los perros


—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien. —No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.

La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante. La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.

El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
—¿Cómo te sientes?
—Mal.

Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.

Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.

—No veo ya por dónde voy —decía él. Pero nadie le contestaba.

E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.

—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien. Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean. Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame. Su voz se hizo quedita, apenas murmurada: —Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”

—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.

Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas. Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara. Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio? Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado. Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
Págs. 253 - 257.

RULFO, Juan. Pedro Páramo y El Llano en Llamas. México. Planeta, Edición definitiva. 2006.

Nicandro Juárez

Reticencia

Salí del baño envuelto hasta la cadera con una tolla, luego me la quite y comencé a sacudirme el cabello para secarlo, con los movimientos mojé mi ropa que estaba sobre la cama; desnudo y con la piel húmeda aún, recordé la llamada que le hice a Maribe una hora antes. En realidad no deseaba nada, incluso en que así hubiera sido, estuve a punto de decirle alguna estupidez para volver a verla. Lo único sano de toda la plática telefónica fue la contundente demostración de amor que el viento y la tarde, por interrupción de palabras, provocó en mí. ¿Me ama o me odia? No lo dudo, respondí. Y qué no dudaba, de cualquier forma no esperaba algo cierto dentro de todas mis verdades, son tantas vacilaciones y no creo que una de ellas tenga sentido o figure como algo extremadamente contundente para resolver mi vida. En todo caso había salido del baño pensando en ella y no quería demostrar que la necesitaba. Por lo tanto no debía preocuparme. Estaba por enjugarme los hombros cuando escuché la voz de Maribe afuera, en la calle. Qué haría un tipo como yo, desnudo y escuchando la voz de Maribe siempre tan sensual del otro lado de la pared del cuarto; y es que es algo de su voz lo que no deja salirme de su cuerpo. Tomé la tolla, la coloqué de nuevo sobre mi cadera y así salí a abrirle la puerta del patio. No es una buena forma de recibirte, le dije, y ella volteó el rostro que veía hacia la avenida para observarme. Reclinada sobre la pared, con las manos detrás de sus nalgas y su pierna izquierda cruzada con la derecha, estaba diáfana, como si al darse cuenta de mi vestimenta hubiera encogido su mirada en señal de ternura y devota pasión.

Pensé que no estabas en casa, imaginé que estarías con Roberto o Carlos en alguno de esos bares que frecuentas; no es que te diga alcohólico, pero eso no importa, o ¿sí?

>> No. No importa. Anda pasa. Perdona que te reciba de esta forma, pero acabo de bañarme.

Me di cuenta. Loco.

Cruzó la puerta y detrás de ella caminé hasta llegar al cuarto. Su espalda ha sido la parte más sutil de todo su cuerpo, después de su boca, por supuesto; y mientras caminaba quise acariciársela, de algún modo lo hice, mis ojos se llenaron de luz reflejada en ella como si el sol clavara sus colmillos intentando vampirizarla.

>> Pasa, está un poco desarreglado, anoche tomé unas cervezas y hoy no pude recoger el tiradero.

¿Sabes? Estoy loca.

>> Por qué

Le dije a Josué que era el cumpleaños de Matilde, para que cuidara de Georgina y así pudiera venir a verte.

>> Eso no es estar loca, todo lo contrario. Perdona, tengo que vestirme, no te incomoda si lo hago frente a ti, ¿cierto?

No, pero prefiero voltear la cara mientras lo haces.

Descolgué la toalla de mi cadera que para entonces ya no la necesitaba porque mi cuerpo se había secado. Me vestí pronto, no sin la intención de que me viera desnudo. Maribe de espaldas a mí, su pelo cayéndose a los lados y el rubor nada despreciable de su cuello, qué debía hacer, tal vez sólo abrazarla probablemente. En ningún instante giro la cabeza, ni siquiera por morbo absoluto y puro, únicamente extrajo de su bolso una caja de cigarros Benson & Hedges y de ella tomó uno con la intención de fumárselo. En tanto me vestía no dijo palabra alguna, no esperaba que lo hiciera como tampoco yo lo hubiera hecho. Dónde está tu encendedor, preguntó. No sé… sobre la mesa, junto a los libros, respondí. No lo encuentro. Tengo una caja de cerillos por aquí, deja la busco, agregué. El humo que expelía su boca, redondo como la redondez de su “o” labial, hizo que pensará aún más en la radicalidad del encuentro, más que menos, inesperado.

Qué sucederá con nosotros. Tú qué quieres. Creo que nos han visto juntos.

>> Estar contigo, supongo.

Al escucharme decir “supongo” esnifó toda palabra de aliento mío, sabía que no diría nada al respecto, es más, al esnifar declaró la total comprensión del aire que ambos respirábamos, un acto litúrgico que nos sumía en las espesas curvas del humo.

Queda demostrado qué siento por ti al haber venido, qué más puedo decir ahora. En cambio tú.

Yo no sabía decir nada, sólo veía su rostro, incluso el rostro que veía en mí a través del suyo; deforme, intranquilo y sobre todo, incierto.

>> Cómo te llaman, eh. Cómo te pronuncian en lo sonoro.

A qué vienen esas preguntas. De qué te sirven. Pero qué más da, tengo congelado el vientre y no puedo, no sé como calentármelo.

Hubiera confesado la verdad de que esas preguntas no son mías sino de un cuento de Saúl Ibargoyen llamado “una musa”, de no ser por la constante inspiración que Maribe obtuvo al escucharlas; no quise desanimarla y preferí que continuara hablando.

Creo que no deseo nada a cambio; mi matrimonio es un asco, tu eres un asco, sin embargo heme aquí, por lo tanto soy una aversión igual o peor…

Estuve escuchando poco más de diez minutos el desprecio que se tenía a sí misma; el ridículo que hacía al estar de pie frente a una mujer que lo único que esperaba era ser besada. Tomé uno de sus cigarros y ya los dos sentados sobre la cama, fumábamos al compás de saber que especie de viento sobre la azotea del cuarto. Un viento fino que arrastraba consigo el temblor de nuestros cuerpos sujetos a una soledad compartida. Lo que continuó después de haberme sentado a lado suyo no es cierto, ahora mismo inventaría que hablamos de su hija y el respeto que le tendría, o de mi ex esposa y lo dilatado del trámite que resultó dejarla, o tal vez algo mejor, de que su visita explícitamente era para hablar sin tocarla.

>>Hace días que pienso en ti, tengo una imagen tuya estructurada que varias veces, por su estructura tan compleja no cabe en mi memoria y expresamente necesito tu cuerpo para volver a dibujarla, por eso te hablé, pero ahora que estás es completamente diferente; fue la imagen de los dos aquella tarde en que nos vio Roberto agarrados de la mano, que realmente inició el proceso de este diario construir tu cuerpo junto al mío.

Maribe dejó caerse sobre la cama e igual su cabello se tendió sobre la almohada dejando sus senos al descubierto y algo más que incluso ella no percibió sino hasta retirarse de la habitación. Nos besamos.

Debo irme, es tarde y Josué sigue enviando mensajes, está molesto y es probable que sepa dónde estoy.

Recogió su bolso y se dispuso a salir; antes la besé y con mis manos rodeando su cadera la apreté hacia mí. Le besé el cuello, los hombros e intenté recorrer su espalda forzándola a voltearse, deteniendo cada intento con un No rotundo y absoluto. Probablemente deseaba tanto como yo volver a la imagen desnuda de los dos, sin embargo, invadida por la inseguridad no se permitió el verdadero deseo de su visita. Al salir del cuarto observé su columna llena de huesitos, como si escarbaran dentro de ella un lugar oculto que ya su cuerpo no permitiera encontrar.
No quise detenerla y así sin más rumor que el sonido de su bolso estrellándose contra su muslo derecho, dejó verse por última vez; dijo algo más al momento de cruzar la puerta de salida a la calle: sí, de este modo andamos por las tales vidas, pasando y repasando…Comprendí que no era el único que había leído a Saúl Ibargoyen y cerré la puerta.

Fotografía






El largo pelo azul, migrante





Fabián


Jaime Sabines


Adán y Eva, poema numero X


Fuimos al mar. ¡Qué miedo tuve y qué alegría! Es un enorme animal inquieto. Golpea y sopla, se enfurece, se calma, siempre asusta. Parece que nos mirara desde dentro, desde lo hondo, con muchos ojos, con ojos iguales a los que tenemos en el corazón para mirar de lejos o en la obscuridad.
En un principio nos tiró varias veces. Después Adán se enfureció y se puso a dar de puñetazos a las olas. A mí me dio risa, me quedé en la playa mirando. Adán no podía. Al rato salió cansado, húmedo, y no dijo nada, y se durmió.
Entonces me puse a oír el mar. Ya iba obscureciendo. Suena igual que la noche, con un vasto, infinito silencio, con una honda voz. Se extiende su sonido obscuro y nos penetra por todas partes. Es un sonido de agua espesa, de agua que quiere levantarse como un animal herido. De ahora en adelante viviremos a la orilla del mar. Aquí están a la misma altura el sol y el mar, a la misma profundidad las estrellas y los grandes peces.
Aprenderemos el mar, Él también tiene sus montañas y sus vastas llanuras, sus pájaros, sus minerales, y su vegetación unánime y difícil. Aprenderemos sus cambios, sus estaciones, su permanencia en el mundo como una enorme raíz, la raíz del árbol de agua que aprieta la tierra, el árbol inmenso que se extiende en el espacio hasta siempre.
El mar es bueno y terrible como mi padre. Yo le quiero decir padre mar. Padre mar, sostenme, engéndrame de nuevo en tu corazón. Hazme incorruptible, receptora del mundo, purificadora a pesar.
Pág. 18.

SABINES, Jaime. Adán y Eva, Tarumba, Diario Semanario y Poemas en Prosa. México. Joaquín Mortiz. 2001.

sábado

..



Al final reconocí tu olor al volver la vista hacia atrás y descubrir tu espalda desnuda. Era tarde y la noche caía sobre ti como un lienzo que escocía a tus hombros. Hacía tiempo que no te veía y, como si quisiera no verte te vi cuando ya cruzabas el pórtico de la casa de Carlos. Él realizó una reunión de amistades. María, Valeria, Susana y tú fueron las únicas invitadas, mujeres. Ha Carlos le agradaba la idea de ser sólo dos hombres y ustedes juntas, siempre las ha amado y deseado. Llegué tarde, muy noche. Susana tenía sujeta la copa de vino en la mano izquierda, casi caída, cuando entré y al momento en que ella saludó todos saludaron uno a uno. Siéntate Manuelito, dijo Susana y me senté. Luego rodeó mi cuello con sus brazos y por menos de un minuto me besó sin que deseara besarla. Su olor era amargo, llena en la piel de vino. Carlos tomó la botella que se hallaba en el centro de la mesa, la que estaba en la sala y la llevó hasta el balcón para seguir bebiendo. Él ya estaba tomado, mucho, supongo. Era Valeria quien lo esperaba mientras tú tal vez dormías en el cuarto de arriba donde varias veces nos acostamos. Tomé la copa de vino que me sirvió Susana y lo bebí. María estaba contigo, durmiendo, tal vez. No la vi al entrar y no la vi sino después de que tu te ibas. Carlos y Valeria comenzaron a besarse mientras que Susi, la mujer más fina de todas ustedes, reía sin yo saber por qué. Pasó media hora y pensé en ti. Pensaba en por qué no habías llegado a la reunión. Pensé en María también, y como si ella, María, me dejara sin pensar en ti, dediqué los últimos sorbos de mi copa en recordar cuando me acosté con ella. Ambos éramos adolescentes.
Tú supiste de la relación hasta después de haber terminado nuestro noviazgo. Carlos subió con Valeria a la recamara de arriba y ya no supe más de ellos. Tuve que cuidar por dos horas a Susana que de tan ebria no podía estar de pie. Quiso quitarse el vestido negro que llevaba puesto. Quieres ver mi cuerpo, Manuelito, decía. Intentó poner un disco en el estereo sin lograrlo, consolándose diciendo que al fin la música no importaba si era su cuerpo el que debía escucharse. No logró desnudarse y no le impedí que no lo hiciera. Quería verla. Talvez quería estar con ella y tomarla por detrás como había imaginado antes. El cuerpo de Susana no es del todo bello, únicamente su cadera es hermosa y sus senos pequeños. La mitad de su cuerpo desnudo y muy ebria, no seducía a nadie, excepto a mí que poco a poco fui acabando la botella de vino restante. Susana se acercó ya sin calzones al sofá donde la esperaba, fue bajando poco a poco hasta engullir completamente mi verga. Yo sentí su calor. Su olor.
Y sus nalgas golpearon por poco tiempo mis muslos. Sus nalgas abiertas puestas en mis manos. No terminé. Susana se recostó a lado mío media desnuda con un pulso acelerado sin sentido o ritmo. Luego se quedó dormida y fue entonces que necesite de ti. No duré mucho tiempo despierto. Ya casi dormido te reconocí. Ibas del brazo de María, creo, pero algo le dijiste y fue tu cuerpo el primero en cruzar el pórtico, mientras María y yo seguíamos tu olor a espalda desnuda, como en aquellas noches.


pd: gracias a quienes han leído este blog. Feliz Año Nuevo, o Navidad.

martes

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A Rodolfo Girón.
Por la hermandad.

Ayer recordé, hermano, cómo veías el amor que hablaban los sapos en las cantinas. Tu ardor de mirar en el doncel del labio el beso dado y la furia del tigre entristecido por no furiar con hembras. Pude oler, como tú olías, el amargo pétalo que rondaba el vaso ya engullida la tristeza. ¡Ah! Cómo duelen esos pétalos caídos dentro del más bien pequeño corazón del hombre. Espinas y zarpas heridas. Amarga y dócil tallo de rosa. Hermano, estos octubres se parecen al abril tuyo en que el dios del pan nos abrazaba, cuando el vino sobaba nuestras penas y el cantar de la madrugada decía pocas veces la verdad de nuestro entierro. ¡Ah! Hermano, cuánta sal separa estos versos de nuestras copas. Si muero, si morimos amor... ¡Que peste más arrugada esos versos dolidos por no leerse con llanto! Allá en tu más fiel tela de agua hueles a cántaro llorón y he aquí que consumida mi lengua y mi agua te leo y escucho tristemente dolido, como un tigre que no sabe furiar con hembras.