miércoles

Carta a Bibiana

Me pregunto qué es de ti a estas horas. Nos han enseñado la virtud del adivino, y tanto como tú, yo pretendo encontrarte recordando los que hacíamos a estas horas de la tarde. Escuchamos siempre esta canción: Every time we say goodbye.



... aguamar

A Gilda


Parecía que el viento era mar y su cabello espuma mecida entre las rocas o sus hombros. Yo la veía de lejos, recostado al lado suyo, en el abrazo del muelle y el crujido de la madera. El musgo entraba a la corteza desparecida de las vigas que sostenían mi cuerpo y el suyo. Gilda rodeaba su cuello empuñando sus manos, y el mar que era viento, realizaba lo mismo apretando las patas de los cangrejos en la playa. El ocaso delineó los labios del aguamar, previo al romance de la noche. Yo la veía. No vendría la noche pronto. Acaso confundidos por el olor a sal, nuestros ojos se anegaron. Gilda dejó caer la manta que la cubría y la tarde igualó su cuerpo; desnudos los dos, en silencio, bronceados, confundidos el uno y el otro, penetrados sin luz por las sombras radiantes del aire. El aire escanciaba su piel y yo la veía desde el fondo de sus ojos, y sus ojos eran el mar, y el viento. Y yo era algo dentro de sus ojos, el óleo de unos labios que esperan lamer el aire amarillo, la línea amarilla que dibuja el pálpito del mar.

lunes

Las aves

¡Tú, ángel rubio de la noche,
ahora, mientras el sol descansa en las montañas, enciende
tu brillante tea de amor! ¡Ponte la radiante corona
y sonríe a nuestro lecho nocturno!

William Blake

¿Qué historia se debe contar, la mía, la de Andrés o la única, la de Claudia? Si decidiera contar sólo la historia de Claudia, ¿qué puedo y no debo decir? ¿Tengo derecho a mentir o explicar la verdad? ¿Tiene sentido para mí hablar de Claudia y la relación que nos une, incluyendo Andrés? Me pregunto si para Andrés existe lo que yo llegué a llamar Claudia. No lo creo, como tampoco creo que a él, como a Claudia le interese lo que ahora pretendo realizar. Bien, ¿cómo empezar lo que no se supo cómo inició y mucho menos tuvo final, o aquello que significa estos dos verbos? No tengo la menor idea, sin embargo comenzaré por el fin del principio.
Dos años antes de viajar a Francia, Andrés le pidió a Claudia que viajaran juntos, que allá terminarían los estudios de Artes plásticas. Claudia no siguió a Andrés, y dos meses después de haberse ido éste, ella abandonó el departamento que juntos rentaban. Claudia tocó a mi puerta ese mismo día —llevando como equipaje sus libros y una maleta llena de ropa— dando en punto la media noche. Así podría resumirse la historia y quedaría perfecta, sin embargo confieso que me inunda la tristeza, pensando que así de efímera fue la vida al lado de Claudia.

Abrí la puerta que daba al patio de la casa. Claudia sonrió —entendiendo esta sonrisa como saludo— sonreí también. Estaba vestida con una blusa corta y una falda grande. Su cabello suelto cubría parte de ambos hombros y, tanto su boca como sus ojos delataban, con gracia, los restos de lo que pudo haber sido llanto. Dejé que pasara a la pequeña sala. Claudia colocó las maletas al lado del sofá. Cerré la puerta y volteé a verla cuando, de piernas cruzadas, sentada sobre el mueble, observaba unos cuadros que pinté para adornar el lugar. Por el tiempo que debe llevar estas simples acciones —depositar las maletas en el suelo y sentarse—, ha de suponerse cuánto tardé en reaccionar y cerrar la puerta. Son tuyos, preguntó. Yo asentí para luego imitarla sentándome frente a ella, en un sillón. Son tuyos, repitió. Al ver que así debía comenzar la plática, respondí que sí, que eran míos y que únicamente los había pintado para adornar la sala. Mentí. Están bien, eso creo, infirió. Yo dudo que sean agradables a la vista, repliqué. Sabía que hablar de mis pinturas nos llevaría a una pérdida de tiempo, así que, convencido de ser siempre cauteloso, pregunté lo que realmente importaba, y eso era el por qué de su visita y del equipaje. Nunca hasta ese día supe que de cauteloso tenía lo mismo que de pintor. Claudia sin responder a mi pregunta, dijo que ahora le interesaba la obra de Fernando García Ponce. Luego preguntó dónde podía alojarse. Le dije que desde la ausencia de Jimena, la habitación que ocupaba quedó libre. Todo mundo pensó por mucho tiempo que Jimena y yo manteníamos relaciones. Sólo cuando mi compañera de hogar y su novia se presentaron ante los amigos de la universidad terminaron los rumores, aunque iniciaron otros y creo que más lascivos.

Geográficamente la ubiqué mencionándole el sitio de la recamara que ocuparía; la mía, la cocina, la pequeña biblioteca y el cuarto de estudio. Me ofrecí a subir el equipaje si ella lo necesitaba. Claudia asintió y después de dar un vistazo a su alrededor, recogió las maletas del suelo y subió para instalarse en lo que los siguientes dos años sería su habitación. Tardó poco en reclamar que yo no acostumbraba bañarme con agua tibia y que la habitación no tenía clima, reclamándome apoyada en el barandal de la escalera. Guardé silencio. Mi nueva inquilina subió a la recamara para acicalarse, y yo me dirigí a la cocina y preparé algo sencillo para comer, si acaso ella tenía hambre. Coloqué en la mesa los sándwiches preparados con queso y jamón, y una botella de vino con dos copas. Claudia bajó, a pesar del frío que supuestamente tendría, envuelta en un beibidol que transparentaba el color de su piel y las curvas de su cuerpo. Serví el vino. Claudia bebió la mitad del líquido y se disculpó por la actitud de unos minutos antes. Pregunté del frío. Esa noche Claudia y yo hicimos el amor.

Al amanecer desperté un ahora antes que Claudia, y para cuando ella bajó a tomar el desayuno, la mesa estaba puesta. Claudia bebió únicamente el jugo de naranja. Ambos permanecimos en silencio. Ella pensando en no sé qué y yo leyendo el periódico del día. Terminé de leer las noticias sobre una movilización ejidal en Oaxaca y no tuve más remedio que iniciar la conversación con una pregunta: por qué se había acostado conmigo. La respuesta fue: de algún modo tengo que pagar mi estancia aquí, Papi. Concluida la charla, y ahora con el piyama puesta, Claudia mencionó que saldría y que necesitaría mis llaves para hacerle un duplicado. Yo argüí que Jimena había dejado las suyas y podía tomarlas; el lugar donde estaban era la gaveta del buró.

Andrés llegó a México de un país revolucionario. El árbol genealógico de la familia Muñoz cuenta con una estirpe de revolucionarios. Desde el padre, el señor Francisco, hasta el tatarabuelo, Don Joaquín, que según la biografía dedicada en su nombre, fue el mejor insurgente, el más valiente, el más terco: Don Joaquín, quien en la batalla final asesinó a más de cien uniformados. Todos, o casi todos, los de ese país aceptaron esa mentira para no herir al viejo, ya que la verdad, la mentirita de verdad, como dijo Claudia alguna vez, es otra. El viejo Joaquín asesinó a sus camaradas pues la bomba que debía estallar en el cuartel enemigo, explotó en el suyo, arrasando con el batallón completo. El viejo quedó ciego, sordo y amnésico. Declararon ese día la victoria revolucionaria. El comando dirigido por el general Joel López, declaró que Don Joaquín estuvo de espía durante la revolución; y fue así como lo condecoraron como héroe de la patria.

Andrés supo desde infante la realidad de aquella historia, sin embargo jamás negó esa realidad falseada. Él ingresó a la licenciatura de Artes plásticas un año anterior al ingreso nuestro —el de Claudia y el mío. Estudió economía en la universidad de su país. El cambio se debió a una revuelta estudiantil que no tuvo mayor beneficio que la monopolización de la misma. Claudia conoció a Andrés cualquier día. Yo estaba enamorado de Claudia. Claudia se enamoró de Andrés. Vivieron juntos hasta el viaje a Francia. Tuve envidia y malicia. Andrés quiso a Claudia, eso es todo lo que puedo decir de él.

Claudia bajó de nuevo a la cocina para despedirse de mí. Yo enjugaba los trastes con una franela roja. Me besó en los labios y salió a la calle para volver tres días después. Pregunté, a su regreso, dónde había estado, con quién; Claudia sonrió diciendo que no importaba dónde o con quién, y que dejara de parecerme al marido celoso. Esa noche estuve trabajando en el estudio y Claudia preparó la cena. Cenamos crema de champiñones y pasta, un poco de vino y como postre la charla de los tres días de desaparecida. Al termino del postre hicimos el amor una vez más. Claudia me miraba. Sentí a Claudia ligera y suave, bebí el sudor de su cuerpo y mi lengua recorrió ávidamente sus labios, su lengua y su vagina.

Esa relación de pareja duró el tiempo necesario para acostumbrarme a su sexo y/o compañía. Años más tarde, en el coche, escuchando Prokofiev, detenido por el tráfico, recordé cuando Claudia y yo andábamos a pie el camino que va de la facultad a su casa. Había un parque ubicado a mitad del trayecto, lo recorrimos algunas veces; fue ahí donde la besé por primera vez. Me pregunto qué sentiría Claudia al saber que el nombre de aquel parque no es el mismo y que ha cambiado tanto como para ser irreconocible. Supongo que nostalgia. Claudia y yo nos quisimos; hoy estuve pensando qué quería decir Claudia cuando nuestros sexos terminaban y permanecíamos aún unidos y la música de Bach, o el jazz que tanto le gusta, se dejaba oír como murmullo entre las sábanas y su piel y su aliento y el semen, que crujía como charco dentro de su vagina, y Claudia decía que yo era predecible.

Los días o semanas que decidía no abandonar la casa, Claudia era amable y juguetona conmigo. Yo me dedicaba a la traducción de guías escolares —debo a eso el interés hacia la medicina y el que ahora ejerza dicha profesión—, que enviaba a la editorial de Andrés.

Decía: Claudia era amable y juguetona conmigo. Se pasaba horas preparando la comida, o armaba y desarmaba su caballete, colocándolo en esquinas o en medio de la casa. Ella pintó el cuerpo abierto de una mujer a media noche —quizás sea esa pintura la explicación a todo esto, esto que ahora intento. Cuando dejaba de pintar o cocinar, Claudia subía al estudio llevando consigo una botella de vino. Yo interrumpía la traducción del texto y brindaba con ella, hacía que Claudia me mirara y le agradecía el detalle, luego ella se sentaba en mis piernas y yo la abrazaba. Claudia asentía y nos besábamos. Algunas veces abría la puerta sin tocar, volteaba a verla y Claudia cubierta por una blusa larga me ofrecía la copa sin decir nada. Me besaba. Su cuerpo me era similar, como los cuadros que pinté cuando Claudia fue modelo para Andrés y para mí. Alzaba la blusa y entraba en ella, sintiéndome parte de ese vestuario.

Claudia pintaba, yo traducía. Fue la noche que decidió mostrarme el cuadro de aquella mujer desnuda, abierta a media noche cuando habló de Andrés y su relación. No vale la pena escribirla, ya han de saberla ustedes: Claudia llegó a mi casa, tocó la puerta y vivimos dos años juntos. La pintura escenificaba dos actos, el primero la desnudez de la mujer que remite a lo que Fernando García Ponce interiorizó en sus cuadros: la libertad. El segundo era la abertura que simbolizaba el deglutir de la noche, no el manto, sino la boca que lame la costra de la carne, la madre de todas las bocas, como decía Claudia.

Dos días antes de regresar Claudia a la ciudad de México, Andrés llamó a mi casa. Dejó un recado. (Andrés terminó la carrera de Artes plásticas). Yo deserté de la universidad y la editorial donde se publicaban mis traducciones se fue a la quiebra.

Estuve escuchando a Claudia toda la noche. Lloró. Gritó. Me abrazaba. La supe frágil mas no inocente. Hubiera mencionado la llamada de Andrés: no era necesario. Claudia se durmió entre mis brazos y yo repetía en mi mente las figuras de Claudia a media noche; ¿cómo sería, Claudia, en aquellas horas engullendo aves?

miércoles

Biombo

Conocí a Gilda en invierno. Mis padres al divorciarse decidieron que el primer año de separación lo pasaría al lado de mi madre. Julia —mi madre— eligió el estado de Sonora dentro de los otros cinco que le propusieron para desempeñarse como secretaria en una de las empresas que mi padre dirigía. Era invierno y era Gilda. Yo estaba por cursar el último año de secundaria. Gilda entró dos meses después de habernos instalado —Julia y yo— en el departamento que mi padre —Roberto— compró para nosotros en Sonora. La calle donde vivía daba a un parque poco frecuentado. Sus árboles estaban secos casi todo el tiempo; algunas personas, ancianos regularmente, impartían clases prácticas de Ajedrez bajo el quiosco frío del lugar. Los observadores, guiados por el movimiento de alguna pieza, parpadeaban o suspiraban en aprobación o desaprobación del juego. Acudí al parque una vez únicamente. Para Gilda era absurdo pasar el tiempo viendo cómo unos viejos movían piezas del Ajedrez sin tener secuencia de la misma, o por lo menos el porqué de la jugada. Podría pensarse lo mismo en cuanto a Julia y Roberto.

Mi madre era dulce y alegre conmigo, me complacía en todo. Se debe a esa complacencia el hecho de haberme quedado con ella hasta cuando decidí estudiar en el extranjero. Lo único que hacía era gastar, no recuerdo exactamente en qué; compraba lo que deseara, con frecuencia vino y cigarros. Debo a esto mi afición hacia el licor. Cuando le pedí a Julia me comprara un auto y se negó, abandoné la casa toda una semana. Julia pensó que sería un berrinche como los otros, sin embargo, marcó nuestra relación los últimos cuatro años que viví al lado suyo.

Gilda me llevó en su coche al departamento de mi madre. La semana que estuve en el cuarto que arrendaba Gilda poco a poco se ha ido diluyendo.

El lunes Gilda se levantó de la cama horas después de amanecer, yo había puesto el desayuno sobre la mesa para cuando ella despertara y tomáramos juntos el jugo y las frutas que serví. Gilda era parca. Habló poco. Nunca sentí tanta desesperación como en aquel desayuno. Intenté hablar, decir algo relevante, fue inútil. La respuesta a cualquier tema propuesto quedaba definido por un sí o no, rotundo. ¿Qué podía hacer un adolescente como lo era yo, ante una mujer como ella? Gilda estudiaba medicina en la universidad del estado. Dejó letras hispánicas porque decía estar enamorada de Javier, que estudió cardiología. Habló poco, ya dije. Terminó el jugo, se puso de pie frente a mí, dejando caer la bata que tenía puesta. Estuve enamorado de Gilda por lo menos un momento. Su cuerpo moreno, su sexo con el pequeño triángulo de bellos, sus pechos que cupieron en mis manos, con los pezones duros, palpitantes. La quise, estoy seguro. Le pedí me dejara acariciarla y no se negó. La besé. Era irremediable. Sus labios habrían paso a mi lengua sin haber correspondencia. Gilda colocó sus manos alrededor de mi pene, haciendo que me agitara. El semen llegó a sus muslos. Las manos de Gilda blanqueaban. Ella dijo que “esto” lo hacía con todos, o aquellos pretendientes de su cuerpo, para que de este modo comprendiéramos nuestro fracaso si deseábamos conquistarla.

Julia quería a Roberto pero Julia tenía coincidencias con Gilda. A Julia la vi desnuda muchas veces. La vi desnuda en la sala, en su recamara, en el baño. Aquel lunes que Gilda se desnudó, recordé a Julia porque sus cuerpos tenían la misma complexión. Tal vez Julia con el bello de su sexo más abundante. Quise a Julia. Las ocasiones que su desnudez me permitió tener una erección deseé estar dentro de su cuerpo. Quererla. Gilda me quiso, sus manos me quisieron. Julia se dejaba observar e incluso, las veces de la sala, recogía los objetos de la mesa de centro inclinando más de lo necesario su cadera. A mí me resultaba excitante verla, sentir en imágenes perversas sus nalgas penetradas por mi pene.

Gilda bajó del auto al ver a mi madre. Se gustaron. Yo bajé después de que ellas intercambiaron algunas palabras. Gilda se despidió con un beso en la mejilla.

Era tarde, el árbol frente a la ventana se movía sensualmente acogido por el ritmo del viento. Sus ramas hacían rechinar los cristales y sus hojas caían sobre el balcón, dejando una capa delgada de color seco. Yo veía el azul del cielo. Intentaba concentrarme en la figura desnuda de Gilda. Quería sentir la agitación que me provocó. Sin darme cuenta la ficción del amorío eterno fue proyectándose entre la venta y el cielo. El cuerpo de Gilda era mío. Ahora fueron sus pechos los que blanquearon. Julia entró a mi habitación cuando la palma de mi mano buscaba alguna tela del otro lado de la cama. No supe qué hacer ante la presencia de mi madre. Julia disipó mi entorpecimiento al recostarse al lado mío. Su cuerpo se hundió levemente sobre las sábanas. Le dije que estaba enamorado de Gilda. Mi madre dijo que era bella. No me preocupó estar desnudo, como Julia en la sala. Julia notó que mi pene no dejaba su erección y el semen rodeaba su piel con el punto blanco en el centro de su cabeza. Poco a poco fue desnudándose. Era Gilda y era invierno. Con los pezones de Julia palpitando, besé su cuello y su boca. Mi madre era delgada. Hallé su sexo con mi lengua, lo besé y algo en ella comenzó a agitarse, se movía igual que el árbol, y sus gemidos, como ramas, rechinaban en la ventana de mis ojos. Yo quería entrar en Julia. Aún con el semen cubriendo mi pene, fui sintiendo el calor de los labios de su vagina. El filo del cuchillo penetrando el aire suave de la boca. Julia gimió. Sostuve su aliento en mis labios y dejé vaciarme en ella, sintiendo cómo el líquido de ambos recorría los nervios de mi miembro y la cóncava figura de su sexo. Julia era humedad y la quería.

Gilda frecuentó a mi madre el resto de mi estancia en Sonora. Mantuve relaciones con Julia y vi cómo ellas fueron queriéndose. Roberto se ofreció a llevarme al aeropuerto cuando decidí estudiar letras hispánicas. Mi padre y mi madre devolvieron mi larga mirada al dar la vuelta y entrar a la sala de espera. Julia me quiso. Mi madre quiso a Gilda. Recuerdo la imagen de las ramas rechinando, y la figura de Gilda entre la ventana y el cielo.

Despedida

He aquí el primer post de Amo de Caza. Fue escrito un día domingo. ¿Cuántos domingos habrán pasado ya desde aquel Heme aquí construyendo.

He aquí una "carta de renuncia". Amo de Caza fue creado por una sola razón: el desahogo. Aquí se vertieron, entre calamidades y obsecesiones, la tolerancia a estas muy repetidas escenas de desanimo por parte mía. Para aquellos que saben de mí, no dudarán un sengundo en advertir que estoy pasando por un estado animico de lo peor. Supongan esto: el motivo de Amo de Caza, para ser, volvió. ¡Ah, aquellos días sobre la ciudad y su abrazadora oscuridad! ¡Las lámparas a medio prender, luciernagas, nada más! ¡El corredor del edificio donde vivía! Todo volvió. Más bien quisiera que esto que ahora escribo cumplira su misión de balsa, pero lo dudo. Soy tan incredulo que me manifiesto en contra.

Amo de Caza fue, es, será, el día domingo. Recuerdo, ahora, la tarde de ese día. Caminé por varias horas sobre la avenida central de Tuxtla, no podía, más bien, nunca pude conciliar el espacio abierto y el cerrado en mí. Gastón Bachelard entendería muy bien lo que digo, y no dudo que ustedes entiendan también ese concepto: el hombre es un ser entreabierto. Recorrí las calles por donde una vez transité a media noche. Vi la iglesía, el portal donde discutí sobre lo cierto de que estaban controladas mis emociones. Y no pude más que llegar y crear Amo de Caza. La ocasión y el lugar fueron pertinentes y escuché a Cecilia Bartoli: If you love. Aún ahora que la escucho me produce esa caída. Esa brutal caída de espanto. Soy claustrofóbico; aunque eso, también creo que lo saben. No tiene remedio seguir escribiendo esto, nada en realidad me es importante ahora. Hoy mismo me decía Pecha: no, no te pongas triste, ¡ah, porque te conozco y sé que terminarás muy mal! Y hablando, en estos momentos con Ana Lucía me cita una parte del libro Candido de Voltaire:

Todos los acaecimientos están encadenados en el mejor de los mundos posibles; porque [ve aquí la razon] si no te hubieran echado a puntillones del más hermoso de los castillos, por aquel ósculo que diste a la señorita Cunegunda; si no te hubira cogido la inquisisión; si no te hubiera fustigado después; si no hubieras viajado a pie por América; si no hubieras perdido los carneros que sacaste de aquel bienaventurado país, no regarías ahora las coles, ni comerías espárragos y alcachofas, ni las venderías en la ciduad de Costantinopla.

Y bien, dejo pues, Amo de Caza. Gracias a todos los que alguna vez se atrevieron a leer los textos porque al ustedes leerme yo perdí la vengüenza al publicar textos de muy mediana calidad. Un abrazo, el mejor de los deseos, mucha grata vibra, si es que puedo dar eso en este momento, y sobre todo, hasta pronto. ABRAZOS ENORMES, SALUD.

El Opus surrealista de Prokofiev

Hoy hace tres años este blog: amo de caza. Tenía preparado escribir algo más sensato que: HOY HACE TRES AÑOS ESTE BLOG, pero no. Ya no se me ocurre nada, por tal motivo sólo agradezco a los lectores, a los no muchos pero bienintencionados lectores del blog. Les dejo un abrazo enorme, con mucho afecto y mis mejores deseos para su bien. En ahora buena queridos amigos, desconocidos y de tales gremios.


Para Azul.
Ya tendrás tiempo de morir en vano, queridísima Azul. Hoy recordamos, donde quiera que estés, aquel viaje juntos. Descansa, por favor.




Roberto me envió, de manera oficial, la invitación para acudir al décimo aniversario del periódico, en el cual laboramos desde hace años. Durante el festejo se otorgarían “premios” a los autores de tres de los reportajes más “aventurados”; Roberto y yo participamos en uno de ellos.


Le pedí a Azul que me acompañara, ella condujo hasta Mazatán mientras yo le confesaba que la quería y que nuestra relación había terminado a causa de “malos entendidos”. Pero Azul era otra; el tiempo que estuve fuera de la ciudad para realizar el reportaje en compañía de Roberto, fue suficiente y cambió. Ahora ya no es la mujer dócil o maleable de antes, sino todo lo contrario.
— ¡No seas tonto, Manuel, y mejor háblame del reportaje que realizaron tú y Roberto!


Esas fueron sus palabras para dar quiebre a la plática que había preparado dos días atrás, cuando la invité a Mazatán. Al saber realmente el motivo de la invitación, frunció el entrecejo como aquellas veces que me negué a ir al pueblo donde vivían sus padres. Recuerdo que Azul deseaba, ansiosamente, que conociera a Joaquín y Alba, porque de ese modo nuestro noviazgo se “formalizaría”. Siempre antepuse mi trabajo. Azul criticaba los horarios y días de asueto del periódico; intentó en muchas ocasiones convérseme de viajar a Zapaluta a través de manipulaciones. Expuso, tal cual, el hecho de que sino me decidía a ponerle fecha al viaje, se iría del departamento.


— Está bien. Iremos un día de estos.


Sólo así, al decirle, “iremos un día de estos”, lograba apaciguar su coraje, y entonces Azul preparaba algo para cenar o simplemente dejábamos que el tiempo pasara mientras veíamos la repetición de los noticieros sentados en el sofá. Aquel año reanudé mi adicción al cigarro; yo fumaba y Azul se recostaba sobre mis piernas colocando su cabeza en una de ellas. Su posición “favortia” y la cual le ayudaba a soportar el sueño, era encogiéndose hasta llegar a la postura de un feto, sólo que con veintisiete años de estar en la placenta. Era, también, la imagen del feto pasada en décadas, una de las manifestaciones de descontrol por parte de Azul. Sólo soportando el peso de su cabeza y quizás de sus pensamientos sobre mi pierna, entendía, sin que me dijera una palabra, que me necesitaba y que por supuesto había un reclamo entre paréntesis.


Cuando la conocí intentaba averiguar qué le sucedía, cuestionaba el por qué de su silencio e incluso llegué a mimarla de forma tan ridícula, que el resultado fue el empeoramiento de las “cosas”. Yo no sabía que lo único que ella necesitaba era estar sola para entenderse a sí misma, de modo que la expresión de necesidad se convertía en una discusión donde el príncipe dejaba de serlo y sufría algo parecido a una zoomorfosis; una especie de ogro con cara de perro, panza de sapo, culo de marrano y pies y manos de lagartija, para el caso fueron patas. Así que con el paso de esas experiencias llegué a la conclusión solícita de sólo, como acto solemne, colocar cualquiera de mis brazos sobre su cuerpo y acariciarle con la mano su vientre o el declive de su cadera. Azul decía sentirse “chiquita” cuando la tocaba de esa manera.


Aún no entiendo por qué me excusaba a viajar, pretextando la llamada de Roberto. Decía que en cualquier momento él llamaría e iríamos a la frontera a realizar el reportaje de los migrantes. Yo sabía perfectamente que dicho reportaje no existía y que era poco verosímil en las intenciones de Roberto y las mías, confieso que la idea surgió una noche que Azul discutía conmigo por el mentado viaje. Le pedí, incluso, a mi compañero que me apoyara con la mentira, si acaso por casualidad Azul llegara a preguntárselo directamente. Azul permanecía enojada el resto de la noche, entonces le proponía una fecha irregular como puede ser un día de estos. Sin embargo, la discusión se encarecía cuando ella me solicitaba el día exacto. Fue así que algo tan sencillo como ir y presentarme ante sus padres, poco a poco tomaba rumbos inquisitorios y ya el viaje se derogaba y el asunto a discutir era la soledad en la que vivía a lado mío. Mencionaba una fecha que fuera inaccesible para ella, tal como los días que debía presentarse a laborar en la universidad o el mes que fijó para cursar el seminario de música en Puebla. Azul intentaba darme de puñetazos en el pecho, y al ver su intento fallido optaba por llorar. Así se dirigía a la recamara soltando maldiciones por doquier.


— ¡Eres un imbécil, Manuel!


Estoy seguro de que ella comprendía todo, yo no quería “formalizar nada”.


Preferí callar ante la negativa por parte suya.


Comencé balbuceando generalidades acerca del viaje a la frontera. Mencioné algunas ciudades que Roberto y yo visitamos para hacer más “elocuente” el reportaje, precaviendo alterar la realidad de modo que Azul no se diera cuenta de que al principio el trabajo que realizaría era una completa farsa. No me explicaba cómo es que Roberto decidió apoyarme en la mentira a tal punto que una madrugada telefoneó al departamento y así, sin más, dijo estar dispuesto a realizar el viaje para escribir el reportaje de los migrantes mexicanos: título que se le puso a la investigación. Al escuchar decir: “prepárate, en dos días nos vamos a la frontera”. Me pareció un disparate, sólo cuando estuve ya en el periódico noté que no era un disparate y que Roberto, por influencias, consiguió los viáticos necesarios para una estadía, por lo menos, de unos doce meses, viajando por los estados de la frontera y algunos de Estados Unidos. En un santiamén hice mis maletas y dejé una nota de despedida para Azul: “regreso en un par de meses”. Por supuesto yo no sabía que al regresar a la capital el departamento estaría desocupado y que debajo de aquella nota que no dejaba en claro absolutamente nada, encontraría dos palabras que más parecían un eufemismo: “no volveré”.


Azul y yo ya habíamos viajado a Mazatán otras veces, “cuando éramos novios”. La primera vez que me acompañó a uno de los tantos aniversarios del periódico, dijo haberle gustado el pueblo, la segunda vez le pareció aburrido, y esta última no sabía por qué exactamente aceptó la invitación.


Mazatán es un pueblo callado y su silencio parece llegar de los árboles. Al dar las seis de la tarde las campanas de la iglesia repican seis veces y la gente acumulada en el parque roe los últimos claros de luz que atraviesan entre las ramas de los abetos. Las conversaciones quedan pendientes y sólo los enamorados conjuran el parque buscando las bancas más alejadas del centro, y la oscuridad que empieza a caerles, los instala en una tenue declaración de afecto. El ocaso les permite darse besos y jugar a hacerse cosquillas con caricias relativas entre la inocencia y el morbo. Los días de lluvia en Mazatán son días secos, de hastío. Por las calles circulan corrientes de agua que desgastan las lajas del pavimento: se ve como el lugar más viejo y reumático. Sólo aquellos desesperados por el abandono del consuelo se rehúsan a permanecer en casa y vuelven al parque y se sientan en la banca húmeda donde ocurrió la cita del día anterior, y especulan el drama del cortejo si su “queridísima” estuviera allí, bajo la inclemencia. Estos personajes que no sólo existen en este pueblo pertenecen al ocio y son de los más conscientes en cuanto al tiempo. No soportan sentir las horas no pasar, porque el mutismo del reloj les causa graves infecciones a sus anémicas vidas de manecillas, como si estar conscientes los hiciera vivir dentro y fuera del tiempo, siendo los únicos miserables en los días de lluvia.


Quise reanudar la conversación sobre nosotros, Azul y yo, pero fue en vano. Azul frenó bruscamente y aparcó el coche a un lado de la cuneta de la carretera. Estuvo en silencio un momento, con el motor en marcha. Transcurrido el lapso sin decir nada, hizo un cambio de velocidad y continuó el recorrido. Los árboles de aquellas fechas lucían opacos y muy pocas veces pudimos ver cruzar los carriles de la autopista alguno que otro animal desaforado por el sol incesante. Yo aproveché esos segundos para observarla, después del tiempo de no verla me parecía divina portando ese vestido oscuro de escote pronunciado en la espalda. Para mí Azul siempre ha estado desnuda ante los ojos de cualquier hombre. Pensé en decirle esa “aseveración” que maquinaba lujuriosamente mientras extraía un cigarro más de la cajetilla. Pero no. Su silencio una vez más decía sin decir un nuevo eufemismo. Encendí el cigarrillo y me dispuse a fumar. Azul colocó en el estéreo el disco que le regaló un “amigo” del conservatorio de música. A ella le encantó el obsequio porque “simulaba las influencias surrealistas en la sinfonía de Prokofiev”, además de recalcar que era el disco inédito y que dado el caso lo estimaba aún más. A mí me pareció aburrido e intangible como “surrealista”: demasiado pretencioso el concepto en el cual lo tenía. Sin embargo es absurdo hablar de música con Azul. Permanecimos en silencio hasta dar por terminado el Opus de Prokofiev. Azul se percató de lo aburrido que estaba escuchando su música y optó por conversar dejando de fondo el sonido de unos violines que asemejaban nuestro silencio anterior. Me dijo que Roberto le había dicho la razón del reportaje, yo asentí porque no tenía sentido intentar convencerla de una verdad que no existía, aunque sentí rencor hacia Roberto. Me dijo también que ahora vivía en un departamento rentado por ella y una amiga suya. De pronto se asentó en la charla sobre música y yo preferí callar sin escucharla, hasta el punto en que confesó haber “viajado” con Roberto a Puebla el mes de junio de hace tres años. Por alguna razón que aún en este momento no comprendo, después de aquella confesión, simplemente extraje un cigarro más de la caja, como si el cigarro encarnizara mi desprecio hacia ellos, al no alterarme. O sólo como el estúpido vicio que me caracteriza desde que vivíamos juntos. No decía nada —el cigarro. Yo no lo confesé, sin embargo, en el viaje a la frontera le fui infiel un par de veces. Conocí a una mujer morena y me acosté con ella.


Cuando Azul habló sobre Roberto alejó su mano derecha del volante para tomar una de las mías en señal de… ¿justificación, consuelo?, nunca lo supe, era más un silogismo esa señal.


Al llegar a Mazatán el pueblo tenía un olor a húmedo y no era precisamente los meses de lluvia. Ya estaba por anochecer y sólo unos vagos recorrían las aceras del parque. Los barrenderos actuaban su labor sostenidos de unas escobas rubias y desdentadas. Uno de los semáforos nos hizo detener el coche y así fue como escuché que Don Eusebio ser iría al norte, “a probar suerte”. Azul escuchó lo mismo y por fin se decidió a preguntar el motivo del reportaje, aunque la mayor parte de la respuesta la sabía por los fines lucrativos de Roberto, dijo interesarle aún más mi respuesta. Yo parafraseé la última parte de lo que había escrito para el periódico y dije, sin que fueran mías aquellas palabras, que lo realizado era causa de las incertidumbre. Vivir así ridiculizaba cualquier virtud del hombre, pues no se hacía cargo de un bien o un mal y que el sino desnudaba el aspecto miserable…


Estuve a punto de terminar el parafraseo cuando llegó Roberto y lo vimos parado frente al coche, y aquella redundancia me pareció más absurda que el Opus surrealista de Prokofiev

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Julio 2010

martes

Los perdedores*

Una biografía es pura ficción.
F.
A Vero y todos los muertos que le siguieron.
Y. y, y, siempre fuimos los perdedores. El Miclo —quesque vio sangre por sangre y terminó hablando con el tono de ese, ese con el apá, ese con la concha, ese con el vato, ese por todas partes; más bien yo quería decirle el supermen con su ese grande; aclaro, no por puto sino por lo mamón que me resultaba el Miclo—: componiendo una rolita, sentado sobre la silla, acá en la esquina del burlesque: que es la metáfora de la casa.
Yo andaba —igual sentado— bebiendo unas frías, recordando cuando a la Flaka le dije (por que hay Flaka one and thin two): Hoy si entra pancho por Ditroit: la ciudad de las nalgas. Y ella muy singular me dijo que yes pero a puro pelo, es decir, sin globo para la fiesta. Yo la neta como decía Pancho Pantera: de a perrito hasta se me imagina un corazón.

Cogimos.

Me levanté de la silla y le digo al Miclo: Ey ese vamos por otras, ¿no? Él tomó su guitarra y boina en mano salimos, abriendo una puerta que daba a cualquier lugar; un puro vacío con calles completamente inundadas de polvo, que, por decirlo así, era polvo enamorado quevedescamente.
—Suena la rola: mira que la vida no es eterna, en cualquier momento nos olvida…

Tuve un hijo. A la Flaka one la embaracé, de amentiritas, pero la embaracé. Jugábamos al ratón que come el queso y se nos salió la vaca del establo corriendo a prisa.

—Suena la rola: somos sombras en tiempos perdidos…

Anduvimos corre y corre, uno detrás del otro, con el queso pegado al cuerpo; y pinche ratón nunca que se devoró la carne, nomás el puro tuétano. El puro ídem de arriba, o sea, las mentiras. Luego me topé con la carne mucho tiempo después. Un beso en la boca, y aquí la manzana pecando de amor. La fruta celeste. La flota peloponesa que acarició los muelles de un costal, que por más que flotó se quedó varado en cualquier parte de la oceanografía. Una pinche consola del rictus norteamericano, vida, dinero y matrimonio; el girar hacia arriba, la musa pues, la Ironmaiden. Pero igual inundaba de sal y perlitas de playa, con todo y la protesta de las huellas. Un barco aquí, otro allá y la mujer con el sol bronceándose malamente, como pensando que de cruz se va a llenar y es pura negrura la que sostiene. Pero finalmente negrura ebria.
Llegando a la esquina nos topamos al Tepocha; el morro solitario y con vieja más sola que él. Hablamos unos ratos, el tiempo, la parranda, pero nada, como persona estática decidió acompañarnos para comprar las frías. El fantasma cogido por otro fantasma que también cogió fantasmagóricamente. El Miclo, en tanto, componía una rola, mientras el Tepocha y yo hablábamos del tiempo alegórico en la obra de Julio, alias el Pancho Pantera.

Qué tal esta rolita: la morena tiene pelos y de ellos me engaño. De la rubia me cogí el plato y soy escoba que le hierve en los labios.

¡Qué pendejo eres, esa rola ya existe, se llama si nos dejan!

Y el Miclo que agacha la cabeza.

Le dije que compusiera liras, y el pendejo me acompañó con un lirismo: Estás pendejo pinche
Narco. El puro lirismo, ¿no?

En la otra esquina el fantasma apareció, y ya éramos cuatro andando por las frías, más telúricos que despiertos.

—Suena la rola: si no sabes que eres rata…

Nos contamos unas verdades, yo fui el más asechado. Bartolo que con los besos se aclara el cielo… que la Floriada me la ando refinando, que la Virgen me la tiré con todo y santo, pero la gloria estaba en que mi abuelo muerto me dijo: de cristal son los puros labios.

And thin two, que es el fantasma, insensata como siempre, habló para decir —susurrado— entre las ramas de una vulva llena de pelos, que Pancho Pantera está equivocado con su alegoría y debía cambiar al estilo bucólico. Pero hojas, apareciendo el Julio ni madres que dijo lo mismo.
—Suena la rola: ayer me dijo un ave que volara…— Y me quedé pensando en lo bucólico, y qué más bucólico que unas frías para amortiguar el puto presidencialismo del sol sobre una ciudad ajena, que más que dar luz, ciega la vista de cualquier Marín güero como nosotros. La pinche vida, dijo el Pancho Pantera.

A los tres pasos que me cojo a thin two y la uno ya venía sobre mi espalda, más o menos como la manzana, delante de mí, muy dentrito del hueso platónico. Yo quería ser spiderman, pero el cielo no se hizo para los elefantes.

—Suena la rola: que triste se nos va la vida…

Pues sí, ya éramos ocho de camino a las frías, que como relata Gorostiza, es un diálogo con la Parca, un nocturno. Los perdedores vaciados de vacío. Compramos la chela. Unas frías le dijimos a la tía, una ñora bien puta; con ella somos nueve; con el culo más sabroso que la frambuesa sin látigo, Pessoa lo diría de otra forma: si recuerdo al que fui, otro me veo… hasta mi recuerdo es nada.
Narco, vamos para el burdel,
me dijo el Miclo.
Ayuda con las frías, Tepocha, y tu Pnacho Pantera deja la mochila que ya del recuerdo nomás pesa. De regreso me quedé viendo los portales de la iglesia. Les dije a todos que éramos santos, más que Yesus. El Tipocha de la cruz y la mujer violada. Mat, la manzana, arrojó las chelas y con la mirada me despertó hacia una calle mucho más vacía que la nuestra. Los muelles de una ciudad con hotdoqueros y unas lámparas igual de sucias que la noche. El romance perfcto de paz y guerra, ciudad de ebrios que se cogen el alma, nomás por puro gusto de darle carne a la fría.


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*Cuento que debe leerse al estilo norteñero
*Febrero 2010

lunes

Los elefantes no van al cielo

Salimos de la casa el domingo por la tarde. Allá quedaron: Jimena, Raúl, Eduardo y Emiliana. Esta última la más bella. Dimos algunas vueltas alrededor del parque mientras Ramiro intentaba controlar su ira. ¿Qué pasó?, no lo sé.

Emiliana —recuerdo—, junto a mí, desnuda. Su cabello tendido sobre la almohada, sus senos besados por mi lengua y ese montoncito de vellos en su centro, parecían aún más desnudos que su cuerpo despojado por la sábanas. Ella fumaba.
Escuché el sonido de la puerta al cerrarse; salí de la cama desnudo; Raúl a lado de Jimena, Eduardo bebía cerveza.

Emiliana apareció unos segundos después con el cigarro entre los dedos y una bata en la mano derecha. Reclinó su cuerpo sobre el marco de la puerta. Noté que Eduardo daba sorbos a su cerveza y, como si fuera la mirilla de un picaporte, sus ojos brevemente pasaban lista al beibidol transparente de Emiliana. Lo noté y no importó. Quise preguntar qué había sucedido, pero callé. Me puse la bata. Al abrir la puerta para ir por Ramiro, Emiliana me vio y sonrío. Cerré y la plática continuó; imagino que Raúl prosiguió con el recuento de saxofonistas y Jimena, escéptica, continuaría observando el partido de fútbol, sin verlo realmente.

Eduardo y Emiliana no hicieron nada. Emiliana —supongo— entró al cuarto. Terminó el cigarro y tomó el libro que está sobre el buró y leyó la página 221, donde subrayé la línea dieciséis. Eduardo extrajo una cerveza más, la bebió y así, hasta quedar completamente ebrio.
Ramiro fumaba sentado sobre una de las bancas del parque. Me vio y bajó la cabeza. Fue al momento de sentarme, cuando reaccioné y me di cuenta de que no llevaba ropa interior puesta. Me invitó un cigarro y me uní a la cadena larga de smog citadino. Ramiro conversaba solo. Veía la gente dar vueltas rodeando el quiosco como elefantes, tomando la cola del de adelante. “Eso es filosofía”, dijo Ramiro al ver lo que los demás hacían. Pensé en los novios que se besaban como si desearan con vehemencia atrapar la lengua del otro. Pensé en Ramiro solo. En la ropa interior que seguía sobre la alfombra del cuarto. En el vientre de Emiliana y su coñito felpudo. Sin embargo, no valía la pena pensar. De algún modo Ramiro pensaba por los dos y así, lo único en que debía pensar era en la ropa interior que me faltaba.

Vimos a una pareja de policías —mujer y hombre—; vimos cómo él la veía y ella se dejaba ver. Ella es fea, él igual. “No habría mucha diferencia en acostarse con ese culo sabiendo que el amante está igual de jodido que el otro, pero así es esto de las relaciones interpersonales, terminó diciendo Ramiro, en tanto que el humo del cigarro le brotaba de la boca, como cada una de sus palabras. De pronto sentí que estaba hablando solo y que Emiliana ocupaba todo el espacio de cualquier razonamiento. Desperté de esa microsiesta al notar que una anciana, sentada frente a mí, no quitaba la vista de mi entre pierna. “Te están viendo las bolas”, me dije, y en un afán mucho más peligroso que beber como bebe Eduardo o piensa Raúl, o uno de los ataques esquizofrénicos de Jimena, expuse aún más el miembro que erectábase entre mis piernas, levantando un poco la bata. Ramiro reía porque al parecer la anciana no le asustó mi temeraria acción, y en cambio puso sus ojos directamente en mis bolas y mi verga; quise reír pero no pude. Me excité. Pensé que en unos sesenta años más Emiliana estaría como la anciana. Me excité todavía más porque a los ochenta y cuarto, seguiría cogiendo con Emiliana.

Era marzo y en la colonia festejaban al Santo de la iglesia. Los más jóvenes, interesados en alagar y festejar, no al Santo sino a la virgen, cruzaban el brazo por la cintura de la hembra y ésta, tal como el agua a la hoja, dejábase humedecer la cadera con los pequeños pellizcos que el macho le propinaba.
Todos giraban como el carrusel; incluso Ramiro llegó a nombrar a las personas allí reunidas, según el animal al que se parecían. “Ramiro es de cavilaciones abstractas”, me dijo Jimena aquella vez que la besé en la exposición de pintura de Clotilde, amiga suya. Nunca supe a qué se refería Jimena con eso de pensamientos abstractos; a veces, como ese día en el parque, creía entender.
Ramiro dice: “¿Ves aquel de camisa tejana y vieja a toda madre?, seguro le gusta cargar con la yunta”. “Aquel otro, ¿lo ves?, Señor Pingüino”. “Y aquel más —señalando con el dedo—, seguro tiene el pito de pato y a su vieja le encanta la verga de burro”. “Ah que culos”, me dije. Pasaron algunos minutos. Treinta. De todo lo dicho por Ramiro, inferí qué clase de Buitre soy, y él que tipo de elefante. Fue entonces cuando decidimos dar vueltas en circulo por el parque.
Nadie, excepto la anciana, se percató de que andaba en bata y sin calzones. Ramiro fumaba y me convidaba uno de sus cigarros cada vez que el suyo terminaba. Si uno se pone a pensar, una feria es el lugar más adecuado para andar sin calzones y con bata. Él fumaba. A veces imitaba algún movimiento del que pasaba junto a mí. Los más fáciles son aquellos que llevan por nombre: tristeza. Uno anda como diciéndole a todos que “ya me cargo la chingada”. Y son los más fáciles puesto que en la cadena de elefantes tienden a la alineación. Existen otros como los pasos alegres, pero esos los hacen los Señores Pingüino, o los pito de pato. Imité los que pude, a razón de que Ramiro es master para eso. Los pasos de Ramiro son como los de una corriente abierta, esa fue mi conclusión.

La tarde se ceñía a los cerros y algo como la baba de caracol entumecía aún más los pasos de los transeúntes. Las seis de la tarde, Ramiro solo, y un hombre con bata que es un Buitre a la vez, daban a la feria lo que la copa al vino. Pensé en si Emiliana llegaría a verse sexy a los sesenta años y si tendría la voluntad suficiente como para no aborrecerla, llena de pedos y con olores a orín. ¿Emiliana seguirá desnuda?, dije. Tiempo después me enteraría de que tanto Jimena como Emiliana eran mujeres completamente desnudas. Sin levedad o peso. Pensé, Raúl está hartando a Jimena. Jimena para deshacerse del hostigamiento coloca en el estéreo Prokofiev y baila. El partido terminó y Eduardo llora desconsoladamente, desconociendo por completo las reglas del fútbol. Emiliana termina el libro y relee la línea dieciséis de la página 221 que subrayé.
De algún modo todos los que allí estuvimos reunidos sabemos lo que significa. Cada uno según le corresponda y le entienda al dictamen terrestre de la baba de caracol y las vueltas en círculo a las seis de la tarde en cualquier parque de feria. En todo caso al ser Buitre, creo estar más cerca del cielo que todos los demás.

Ramiro tomó asiento una vez dado el recorrido a la feria no menos de veintiún veces. Fumamos una vez más pero la anciana se había ido ya. Creo haberme puesto triste y alienado. Ramiro de nuevo conversaba para sí mismo. Pasaron unos minutos más y la tarde ya era noche y la noche embarazó de oscuridad las calles. Sentí que la gente rumiaba.
“¿Regresarás a la casa de Emiliana?”, preguntó Ramiro. Asentí. Fumé hasta acabar el cigarro y me hundí en una de esas cavilaciones que no tienen ningún sentido. No recuerdo qué fue exactamente lo pensado, sin embargo, al final del entuerto, vi al otro lado de la calle a Jimena y a Emiliana. Raúl traía a Eduardo, literalmente, como águila. Emiliana caminó hacia donde nos encontrábamos, sus senos seguían pareciéndome desnudos, más desnudos que su cuerpo transparentado en ese beibidol de tono oscuro.
__________
*Mayo 2010

domingo

Tarde de blues con olor a violeta y sándalo derramado*

Don´t you know, honey,
Ain´t nobody ever gonna love you the way I try to do?


Janis Joplin

En el estéreo “Maybe” de Janis Joplin. A veces me pregunto si Valeria es lo que imaginé de ella. Aún recuerdo nuestras primeras visitas a los moteles del barrio, cada vez que le mencionaba algo sobre sexo, ella espasmódicamente me dictaba el cómo y dónde.
Siempre nos escondíamos y por el temor a ser descubiertos, bajábamos la voz estando dentro del cuarto, suponiendo que nadie nos oía, sin embargo, el olor nos delataba. Ambos llegábamos con un aroma fresco, lleno de vida: un sabor a primavera o a río, dejando que la corriente nos condujera, finalmente era cuestión de tiempo terminar. “Maybe Oh if I could pray and I try, dear, You might come back home, home to me”.

Recuerdo que me aproveché de ella cuanto pude, de algún modo Valeria también lo hizo conmigo. Cada vez que escapábamos se planeaba todo, primero la llamada, Josué te habla Valeria, decía mi madre y, dependiendo del tono ya sabía de qué se trataba. Si era rudo, de seguro un problema; Valeria estaba en un pleito casado con su Padre, en cambio, si el sonido era claro y pausado, lógico, nos esperaba la fiebre en cualquier motel. Eso nunca nos importó, más bien nos afligíamos por hallar los más feos, casi tugurios, en donde a penas y llegara un rastro de luz, eso nos excitaba mucho más. En realidad creo que teníamos pánico a vernos desnudos. Por mi parte nunca he tenido un cuerpo atlético, con kilos de sobra, de Valeria ni qué decir, cuerpo excelente, tallas finas, piel morena que brillaba como diamante, aunque dijera que no le gustaba, siempre se sintió incomoda consigo misma. “Piece of my Heart”.
En una ocasión nos quedamos toda la noche en un cuartucho, recuerdo que me fumé más de diez cigarros por la desesperación de no saber qué decirle. La veía y tantas cosas me tomaban por sorpresa como otras me tumbaban sin razón alguna. Trataba de acariciarle el cabello o besarle los senos, desnuda se parecía a la Eva de Adán, pecadora y dispuesta a ser conmovida por la serpiente, pero siempre fui torpe después del sexo. Mis manos se agitaban demás y mis piernas hervían en sudor frío, eso a ella le gustaba y quizá haya sido en parte un motivo más para casarse conmigo. “Who a, if I could ever hold your little hand”.
“Summertime”. Yo creo que jamás nos amamos tanto, a decir verdad, nos amamos lo necesario. La madre de Valeria mencionó muchas veces que para su hija era el tipo de hombre justo y además, necesario, “Child, the living´s easy Fish are jumping out”.
Valeria, del tipo de mujeres que no le faltaba nada, jugaba conmigo al novio desahuciado. Yo me hacía el moribundo y ella me daba de golpes para resucitarme, nos causaba risas, pero al final ella se tendía en llanto por saber que en algún momento así tendría que ser. Se vestía pronto y a tientas se arrinconaba en la esquina de la cama. Sus lágrimas le hilaban historias que jamás supe, hilvanando suertes. Una vez le pregunté de su antiguo novio y sin decirme nada me tiró al piso para darme un beso, luego una patada. No me hables de ese cabrón, dijo. Comprendí su actitud aunque nunca la asimilé, sabía que nuestro amor no se quebraría por nada, pero un tormento extraño me conmovía el alma, como de derrota. “Try (just a little bit harder)”.

Algunos días nos íbamos al campo, según, de picnic, la verdad, antes de llegar al sitio ideábamos la corrida entera. Valeria se acomodaría en tal posición, a veces, todo estaba tan planeado que se ideaba dos veces más, para desempeñar el acto que no tenía remedio. En un día de esos, con lluvia y cielo celeste, le propuse matrimonio. Yo tendría como veintitrés años, más o menos y Valeria como veintiuno. Estábamos desnudos cuando extraje el añillo de bodas de la bolsa del pantalón; el lago y el viento me acompañaron, tenía tanto miedo de que me dijera que sí, tanto que deseaba me dijera no y, así fue. Me abofeteó duro y de paso me recordó la madre. No. Definitivamente no, fueron sus palabras. “Try, try, try just a little bit harder So I can love, love, love you I tell myself, well I´m gonna try, yeah,”.
Me quedé impávido, sin decir nada. De regreso me dijo Te amo pero, no. Dentro de mí sentía que la muerte había dejado su rastro, podía oler lo podrido de mi ser, un rencor profundo, lleno de nauseas, hasta deseaba vomitarla también para que sintiera lo que yo. Durante dos semanas no me habló para nada, no me preocupé, quería aliviar mi pena, de hecho lo hice, bebí lo suficiente para no pensar, aunque cada trago me hacía lo contrario, miles de preguntas rebotándome. Para mí, Valeria era todo y nada, nuestro amor, suponía, acreditaba más de una respuesta. No dudaba de su llanto en la recámara, siempre pensé que lloraba de amor por mí. No sé.

A la tercera semana me llamó como a media noche, estaba llorando, su dolor me llegó tan pronto escuché mi nombre. Así que fui a verla. Al entrar a su casa, todas los objetos estaban desordenados, los muebles rotos, floreros, aparatos eléctricos, todo. Valeria peor, a ella se le partió el corazón en trozos, sus ojos rayaban entre colores claroscuros; muy dentro una mujer sumisa se arrodillaba ante el visitante. Aquel cuerpo, que desnudo parecía sol, no brillaba más que por la tristeza que la embargaba. Presupuse lo que había sucedido, sin embargo, me equivoqué.
En un mes nos casaríamos. Los preparativos para la boda fueron innecesarios, tanto la madre como el padre de Valeria y los míos, se deslindaron, así que decidimos hacerlo a nuestro modo. Mis compañeros de la universidad y los suyos nos acompañaron, Julián estuvo presente durante la fiesta, luego lo perdimos de vista. También nosotros nos ausentamos. Valeria y Yo decidimos tener nuestra luna de miel en los primeros moteles que frecuentábamos. Ahora que lo pienso, la amo más que ayer. En realidad no sé hasta dónde conduciremos, finalmente ella está cambiando de canción a cada rato y yo sigo pensando en lo ingratamente felices que seremos o tal vez no. “Cry Baby. Cry, baby, cry baby, cry baby Honey, welcome back home I know she told you, honey, I know she told you that she loved you much more than I Yeah, all I know is that she left you And you swear that you just don´ t know why.”
________
*Marzo 2008

lunes

Lunes

Seguramente, tanto ustedes como yo, hemos sentido ya esa pesadez de cuando la tarde cae, o el mundo parece abrirse en partes, e incluso, con el viento taladrando la corteza de los árboles, y de esta forma todo lo que se conoce como raíz está muriendo: simplemente no hacemos nada. Y es que realmente no se pretende, ni se quiere hacer nada. Mover un dedo sería en absoluto irracional; estamos desconectados. Pensar aun, es más estúpido que el propósito anterior de hacerlo. Sencillamente no existe nada en nosotros que nos haga mover, si quiera, el cabello con el suspiro. Los ojos se entumecen, se quiebra la vista, se nubla el entorno y la candelilla que alumbra el arco de la puerta, es, a golpe de luz y tiniebla, ridícula como enamoradiza noche. Sin embargo, va más allá de lo que quiero decir, por que, por supuesto, ustedes están más allá de lo que intento decir: no quiero escatimar palabras, pero definitivamente no serviría de nada escatimar o no; en la metáfora, el dedo pesa más que la voluntad, y en realidad así es. Uno está sentado, recostado; con las manos sosteniendo el rostro, y toda esa pesada carga que los gestos delatan; y puede pasar frente a nosotros la mismísima Hetaira, aquella que alguna vez nos acongojó, y lo que haríamos sería inmolar su retrato junto al del parque o la calle, o la galería expuesta de la tarde; por que sin duda no se haría nada, absolutamente nada, y es que, ante todo, se está en completa ausencia de sí mismo, más allá de una posible realidad, o por decirlo de otro modo: estamos más allá de lo que suponemos de manera consciente nos interesa, puesto que, realmente estamos desinteresados por completo de la vida.

sábado

X

Victima del arraigo sólo el silencio llama las cosas
Se incendia el pecho con la brasa
harapienta del cigarro
Se inunda la casa con la voz compungida
de los abetos
El lago en el baño corre a través
de prendas íntimas
La puerta sin saberlo se abre
y así se duele de tanta pena
de tan mala suerte de estar sola
El ruido tiene que aparecer
decirse a garganta magra
para que raspe
Debe salir deste lado de la lengua
o cruelmente todo seguirá
siendo calma

IX

Vuelvo como higuera a abrazar la fe
Desde dentro algo me dice
que levante los ojos
por lo menos una hora diaria
un día como estos
Pero como la higuera
atrapo el rostro del árbol
y la raíz cierra sus arterias
Una voz quejada se alza
Sólo el aleteo de los párpados
se confunde con el vuelo
amargo de los zanates

viernes

Apuntes para consultar la novela

Cuando nada haya que decir pediré que a mi tumba, como epitafio, se le escriba esto: Jamás quiso decepcionar o sentirse decepcionado. Amar o ser amado. Nunca le preocupó la salud –estaba inscrito en un régimen de alcohol. No adoptó cultura alguna; de nada le serviría al mundo o a la vida en su sí. Le valió madres el planeta. Mejor. Nada de grinpis. Salvemos a las focas, no tirar basura, en fin. No le interesó nada. De qué serviría si le hubiera interesado algo. No vale la pena ser manager, boxeador o torero, al final se es siempre la misma nada. Una absoluta soledad. Quiso ser cuervo, carpintero, mecánico, poeta, albañil, gendarme, revolucionario, cuentista, ensayista, doctor; los oficios más ávidos, era su lema.

Ahora bien: algunas notas se interrumpen y sé que algo quedó fuera del lugar, como si el lugar fuese el pensamiento y éste la palabra única, o la undécima. Siempre se me olvida escribir realmente lo que deseo, excepto en aquellos acercamientos. No sé decir lo que no se dice. Eso es todo.

Cuando baje la voz con filo a derrotar la palabra, haremos del vencimiento un ritual de paradojas; algo como decir pero sin sangre.

Cuando el ruido mute a silencio, vendrán las palmas a sacudir el hombro y seremos bienvenidos al bicho incestuoso del adorno.

Cuando la sombra sea cuerpo… cuando la sombra sea cuerpo… cuando la sombra sea cuerpo… cuando sea cuerpo la sombra… sea cuando la sombra cuerpo: llama tétrica del vientre: jaula y jauría.

Cuando… cuando algo suceda, si de verdad sucede, llegara el destierro y el levantamiento de los noctívagos, los hetaira del polvo, cuando sea que pase algo. La tierra regurgitará los huesos y la sangre. Los epitafios serán nupcias de vida. El mito que escribió el cuerpo antes de formarse palabra, despertará con canto estruendoso de los degollados. Un ancla en la idea que rompe el cuello.

lunes

VIII

Los nervios se me adhieren
al barro,

Oliverio Girondo

Y aquí descubro todo:
en la voz ungida al polvo.
En la hora y el título de mar
que estos días tienen, como si destilaran
fechas con los dientes de una sierra.
En la vereda del portón y la isla
crepuscular del picaporte, cada cual
consciente de no ser nada.
En la inocencia de la rama
y la premura del viento que de noche
descubre el labio de la hoja.
En la imagen transparente de las cartas y
su luz finísima de sombra que asecha.
En la vieja herencia de ser solemne
como el muro desdentado de la carne,
en ella más que en la tierra y la lengua.
Mas aquí qué ha de quedar
sino el grito. El grito y nada más.

VII

A, D.T por la canción.

Después –ya por la tarde– los que guían
van horadando el tiempo,
recogen la escafandra del sitio
y piel en mano juntan polvo y mármol.

Así es que nada queda;
la voz incendiada de la edad,
la sombra del gusano que persigue,
las mil veces traicionada herida
y el caparazón del ojo, son los únicos
sobre el camino.

Así se va el rastro, en el pulso
de la aguja que cose el cuerpo;
en los pasos que han sido andados,
en la boca que prorrumpió en el agua
cuando todo era siniestro mar ajeno,
en la nuca del mugido
que otros vistieron cuando el suelo
lloró carne magra: así se fue yendo.

Ahora, en el retrato de las calles
van siguiendo el pueblo en un sólo hombre;
así, viendo la soledad de los pájaros
que, inmarcesibles, decidieron andar
al lado de los huesos la desventura
de caer en nada.

domingo

Apuntes del autor para cuando celebra la caída

Estos días van a ser imaginados
por los dioses y los adolescentes que pedirán estos días
para ellos.
Y se borrarán los nombres y las fechas
y nuestros desatinos
y quedará la luz, bróder, la luz
y no otra cosa.

Sigfredo Ariel

>>¡Ah qué bonita la hora del ventarrón, el trac de los huesos! Allá cuando veíamos desde la loma juntarse el polvo a remolinos y la gente corría para sus casas; nosotros reímos al ver cómo las hojas eran tragadas por la nada, así mismo cuando el agua entra al cántaro. La tierra se mecía y unos ojos muy grandes pestañeaban haciendo olas en el aire; nos envalentonábamos e íbamos rumbo al viento, tras las cañadas. La gente decía que M. y yo estábamos locos, pero el deseo de perdernos nos guiaba, y así, todos sucios, con el lodo entre los muslos nos perdíamos igual que el viento, tras las cañadas, que ya para esa hora, era un tierno y sensible arrullo de chicharras.

¡Ah como extraño el ruido de los huesos a esa hora del ventarrón, cuando el trac hojeaba los rincones oscuros del cuerpo, y era amplia, larga la llama de saudades para protegernos!

…strange noise as of bones

sábado

Apuntes del autor, para morir en paz.

¡Desgañítate, oh puerta!
¡Grita, oh razón indómita!
Es el fuego que avanza,
todo lo quema a lo largo de la ruta, de nosotros hace
sombras,
todo lo hemos perdido, todo lo hemos perdido,
nada nos queda sino la ruta, la noche,
y esta sombra, que en lugar de destruir
la llama engendra.
Benjamín Fondane




Entiendo la miseria como el proceso en que el hombre adquiere algo más que su estado de desprecio. Hoy, por ejemplo, me levanté e hice lo mismo que todos los días, no hay otro sentido que ese de hacer lo mismo, con el sinsentido de no hacer nada. ¿Pero qué más se puede pedir? Hoy hice 25 años de estar aquí y me siento cada vez más lejos de la aspiración a ser. De hecho, no me reconozco en nada de lo que hago. En tanto la vida, aquella que cada vez admito como lejana, continúa su andar. Es probable que en alguna ocasión termine por suicida o loco, pero con todo derecho a la cordura. Ahora bien y este no era el tema –por que el hablar de mí, en tanto que me ponga como objeto directo, no significa nada y tengo que adornar para hacer que tenga, si quiera, algo de paradójico–: el hecho es el recuerdo.

D. sabe que me levanto tarde, incluso sabe que no me levanto solo. I. no sabe absolutamente ya nada de mí, incluso aquél Caballero Gótico y el de Dama Negra, aunque a mí me parecía mucho mejor Lefemme Black. E. resulta ser La Venus de las pieles. N. ¡Ah cómo extraño a N! Sobre todo ese manjar tristemente alegre de sus ojos –le escribí un cuento no hace mucho, pero allí, en la representación de su cuerpo y sus ojos, ella se llama Teresa. Pasó más de tres años para que alcanzara a comprender por qué me soportaba tanto, y de qué manera. Alguna ocasión llegué muy ebrio, ella me vio al abrir la puerta, sólo extendió los brazos y así me llené de su paz, me apreciaba. Yo la quise. ¡Ah, como eran sus ojos llenos de amargura al no comprender ni una pisca la obsesión mía de odiarme tanto! L. posiblemente esté ya casada o muy enamorada de alguien, a quien sin conocerlo, me aburre. Es enfermera yo… Admito que ahora su cuerpo es completamente moreno y aquel cuento de los Arrayanes, en la parte donde hablo de su sexo, fue escrito, exclusiva y definitivamente por ella. Además del ya muchas veces reconocido vientre que se hinchaba sin motivo, aunque el único, si existió, fue la estupidez de querer dar vida. Pero también fue triste. A ella le debo la caries de media luna que tengo en el pecho. La locura de pensar en una cierta realidad. La perene melancolía del retorno. La terrible sed de vincular su piel al color ébano de las tardes. Esa mujer sí que me sabe poner melancólico. C. bueno, de ella puedo decir que el decoro es una promesa incumplida y el encanto el uso diario del martillo contra el quinqué, en la metáfora tal de la oscuridad y la llama decorando su cuerpo. I. es como la noche, en toda la analogía que esto representa. A. ya no es nada, ni el mínimo desdén. L. la aspiración más lenta y podrida, pero aún así, el fenómeno tardío que el otoño en su hinchazón de hojas deja, el sonido claro de la amargura. T. el paso de lo común a lo muy común, no hay más. B. me recuerda mucho a las tardes frente a la catedral, mirando con desprecio a la gente y sintiendo la soledad a pulso y timbre de reloj. Debiera hablar más sobre ella, pero es un caso perdido. J. no existe, esa yo la inventé. C. me recuerda a la vez en que caí de la azotea viendo cómo se fregaba el culo la vecina gorda y dulzona de enfrente. La quise. – ahora hablo con una de ellas y me pongo el traje seductor del marino que fue al mar a cortar cactus del manglar. Abro un paréntesis. Buscaba una canción que denotara mi estado de ánimo y la hallé: In a sentimental Mood. ¡No es bella la metáfora del sonido y la rémora de pensamientos recorriendo cada nota! Cierro el paréntesis. Por último –y no es la última–, M. vivimos en la misma casa adornando los pies con pocas prendas y mucho motivo a desnudar la uña con la sangre. Y bien: todas ellas son el Jazz descontinuado ya del pecho y el mito. Mas, y lo sé, el Jazz de todos estos 25 años. Como podrán imaginar –y mi teoría lo dice–: soy como un blues sin terminar, o un SI bemol en alguna guitarra afanada por la tumba. El Jazz y el Blues. El día y la noche. La llama y el cíclope entre muslos. El ojo secreto del alma. Mas como dice Fondane:

nada nos queda sino la ruta, la noche,
y esta sombra, que en lugar de destruir
la llama engendra.


Así de natural es el paso desarraigado de día.

jueves

Apuntes para una novela que el autor no sabe que vivió

Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera:
sin la
idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado.
E.M.C


Sólo quiero decir algo, aunque desde el principio me doy por hipócrita porque no podré decir nada, tal vez un atisbo: a modo de mentir bien podría metaforizar.

Recuerdo muy esporádicamente aquella casa. El cuarto. La ventana. (Tengo una fijación errante por las ventanas y las puertas.) Aquí debería haber un paréntesis, porque ya desde ahora me siento incapaz de querer seguir con el plan propiamente dicho del texto. Sólo…

“Como recuerdo su cuerpo. El color ébano brillante de su rostro. Sin embargo debiera decir que no era únicamente su rostro, sino sus labios verticales los que me hacían recordarla cada noche, a trafago de imágenes y delirios. Debo a esa manía de pensar en su sexo mi mortal tendencia a los balcones, era irremediable, según lo sostengo.
Estaba a lado mío, yo fumando; ella no sé en qué sitio de su cuerpo habitaba, como si su cuerpo, en un acto heroico, le devolviera a mi vida la paz de no haberla conocido. Pero finalmente allí estaba, a lado mío, viendo, posiblemente, sus ideas pasar ante sus ojos mientras escuchaba Island in the sun. Aún no entiendo esa necesidad que la obstinaba tanto, de ser trágica. La veía como si no estuviera y el demonio de la incertidumbre plagaba alrededor. Incluso puedo afirmar que ella no estaba presente y si ella no estaba yo tampoco, porque la única forma de reconocerme, ante todo reconocer el espejo de lo que era la habitación, sin su presencia no podía si quiera imaginarlo. Es así pues que estábamos solos. No sé quién de los dos más solo. Por mi parte afirmo que estaba solo. Pero qué puedo decir de ella.”

“Aquí es donde debo decir ese algo, en presencia de nada, absolutamente nada. Cuando la vi sentada en la silla del balcón entendí por qué su distancia hacia los objetos: ella representaba el objeto más fiel de todos, aunque no alcanzo a definir cual de los dos, pero era puerta y ventana. Así entraba y salía de sí misma. Caminé hasta donde su mano me llamó, vimos cómo circulaba el tráfico desde el tercer piso y ella rió locamente cuando la lluvia, que no pensábamos llegaría, humedeció nuestros cuerpos que decoraba el anuncio del hotel. Más tarde, ya en la cama y desnudos, y ella vuelta hacia ningún lado sin estar consciente de sí, me pregunté si cuando reía estaba llorando. Quise preguntarle pero, dormía. Sólo así comprendo el por qué de su tentativa a no querer existir, porque el sueño la cobijaba de tal forma que, ella no podía ver sino a través de las siniestras horas en que no vivía. Por supuesto aquí está la mentira: nunca supo, jamás y jamás sabrá que tanto ella como yo, veíamos hacia un lugar, nuestra casa, porque ambos preferíamos vernos de tal modo a la unión inconexa que para entonces teníamos. Sólo interpretábamos la soledad en su más triste obra, la del hombre que fuma y la mujer que duerme."

miércoles

VI

Hace horas que danzo entre serpientes

Que bebo el agua destilada de los almanaques

Que retumbo como piedra en el pedestal de los carcomidos

Que inauguro las puertas y sólo la sal penetra
islotes de madera

Que dejo las prendas a cubrir los olores de la tierra

Que juego a deletrear los puntos de la carne

Que conjugo la hierba con el sepulcro

Que la clepsidra toma su calibre y dispara

Que la sangre me arde en la boca

Que a pulso de cuchillo corto la fiebre de los huesos

Que imanto el trono donde reposa el fuego

Que no quiere irse este manjar de erizo
y la lengua me llora

Que no tengo más riel que el infortunio de los cangrejos

V

Son las nueve de la noche,
el aire entra y sale de mi boca
el humo emana, y yo
sonrío ante la presencia vacía
Hace días que estoy así
al filo de la navaja
como queriendo agarrar el brillo
de la sangre,
engullido por la voz unánime
del mar ajeno
dueño solamente
del trozo de pan que los exhumados
dejaron en su andar nocturno
Hace días que el frío atiza
el corazón, y largas me parecen
las olas del polvo
Y los nombres se suceden
como ofrendas ante el yugo
de la vida
No contemplo más sed
que la de esos nombres,
acorralados en el pómulo de las venas,
que me llaman a beber el ansia
de los sepultureros,
mas el juego se repite
y la bocanada explota
y engendro el vino de los mares
y en llaga de las aguas
la muerte me resuena

martes

¿Soy insípida, Gordo?

Te destino
a ser ese espectáculo de ti misma en el que no puedes
dejar de reconocerte a ti misma, aunque sólo sea
como el fantasma de mi deseo al que tu cuerpo per-
mite encarnar.

J.G.P


No lo puedo creer; ayer por la noche Carlos me dejó plantada como una Violetta, pero a la menos décima potencia. Yo, o sea, yo, que con esmero y mucha meditación decidí comprarme el negligé que tanto le gustó. Sabe que voy a odiarlo por un tiempo. Se lo merece. Si sólo hubiera dejado un mensaje en la contestadota, o el recadito simple de: Mi amor, no podré llegar, te marco al rato. PERO NO. ¡Ash, eso me pasa por dadivosa! Mi amor, ¿no te gustaría modelarme el negligé que vimos en el centro? ¿Crees que me quede? Está muy chiquito. ¡Por eso! Y de pendeja que creo que me iba a quedar. Es cierto, atrapa el look, y el rojo le sienta fenomenal a mis pechos, pero no combina con el ahora color de mi cabello, me hace ver muy puta. Dicho esto bebiendo un Ice Cream con el popote en la boca, cruzada de piernas y el rostro de espanto. Las nalgas se me ven como caídas, o sea; es diferente cuando Carlos está detrás de mí y siento cómo se me ponen de duritas, y sin que él lo diga, sé que le encantan, como cuando hace a un lado el hilo que divide mis nalgas y lo coloca encima de una de ellas para penetrarme. Aunque debo ser honesta conmigo y decirme: Nena, tienes unas nalgas sorprendentes.
Esto lo sé porque varias veces en el parque, según mi encuesta, cinco de cada cinco hombres me ven el culo. No creo ser indiscreta cuando camino, o por la vestimenta una piruja, me dije un día. Así que quise comprobar si era fu o fa, o de plano mi personalidad no es la de una mujer audaz e inteligente.

Me puse lo acostumbrado: zapatillas de tacón número doce para levantar las muchas veces ya nombradas. Falda negra… bueno… mini pegadita a la piel, y debajo de ella, una tanga que se anuda a los extremos de la cadera. ¿De blusa, Mmm…? ¡Una de color violeta! Casi morada pero que combina muy bien con el color del calzado. El cabello castaño claro. Muy poco maquillaje. Bolso. Celular. Cigarros Capri o Alemanes. Collar sencillón. Pulsos. Aretes. El pulsito para el tobillo. Perfume Animale Temptation, y ya. Pero antes de salir me dije: Nena, ten valor y que la ignorancia no te deprima. Eso de la ignorancia, por si aquellos que me vieran no sospecharan ni tantito, que fuera de toda la escafandra, soy una mujer intelectual. No una Dama culta, porque yo sí terminé el Dinosaurio, sino algo más acá, como una Miss con La Comedia bajo el brazo.
De pronto sentí que el perfume llamaba más la atención de lo normal, y sin hacer caso a ese pequeño incidente, tomé el ascensor. Bajé los veinticinco pisos del hotel, porque yo vivo en una suite de hotel, hasta llegar al loby. Mientras el ascensor bajaba pensé en Carlos, en las veces que me siento sobre el sofá o frente a la ventana y fumo, viendo como la gente transita, y el aire entra a la suite acariciando las cortinas de las ventanas, y me sé como la mujer más triste y estúpida queriendo recordar cosas que ni siquiera sé si sucedieron.
Se abrió la puerta del ascensor, caminé unos pasos y el loby se llenó de mi olor e hizo que los presentes, contando con las ridículas hetairas de los abogaduchos me vieran. Escuché rumores entre la selva de plantas colocadas en las esquinas del lugar, sin embargo, sabía que venían de Ésas, y sin ataduras salí del hotel camino a la comprobación más tiquismiquis de mi vida, pero importante.

No había caminado ni dos cuadras cuando los ojos, que más bien garrapatas, de algún abogaducho que me seguía, se incrustaron en mi muy fiel trasero. A decir verdad no es trascendente, yo sé muy bien de lo calenturientos que son esos Conchas de la ley, y, por otra parte, no me horroriza saber que lo primero que ven es el culo, porque sé que de no hacerlo, Carlos seguramente ya no lo haría y eso significaría que, matemáticamente, en tantos me vean, Carlos me seguirá viendo y, sabido de que otros me desean, él también lo hará, sintiéndose orgulloso de tenerme. Y desde luego, a la inversa.
Caminé unas cuadras más hasta llegar a la esquina donde se encontraba una óptica para comprarme unos Future, lentes para protegerse los ojos de los rayos del sol, porque los míos los abandoné en la recepción del Only Princess. Entré a la óptica y en seguida una señorita media gorda corrió para atenderme. No la discrimino, ¡de verdad!, pero el top que llevaba puesto hacía que cierta golosinidad le hiciera el frente, como untándose a los pezones. Quiero unos Fiutur, o sea, unos Fu-tu-re. ¿¡Ah!? Unos lentes. ¿De cuáles? Unos fiutur, o sea: ef, iu, ti, iu, ar, i. FIUTUR. ¡Ah, sí! Y la señorita se quedó con cara de What? Pero dijo, Ahorita se los traigo. Me llevó unos lentes horribles que quise estrellarlos en su cabezota para que por ósmosis viera que no era la marca que había pedido. ¡Ash! Como podrán ustedes sospechar aparte de no conseguir los lentes, después de más de diez modelos equivocados, me gané un coraginón que por poco me hacía cancelar mi empresa.

Salí de la óptica bastante encabronada, pero para no hacerla de pedo me dije: Nena, fúmate un cigarrito y tranquilízate, para llevar acabo el fin que también ya conocen. Extraje un Capri del bolso. Lo encendí y así, fumando me dirigí al parque. Como estaba mucho muy molesta, repito, no me di cuenta de cuántas veces me veían los hombres que pasaban a mi lado o en sentido contrario por la avenida. Incluso pensé, cuando los ánimos se habían calmado, en regresar para percatarme de ellos y sus miradas. Terminé el cigarrillo, di vuelta a la derecha, entré al oxxo, compré una soda light y cruzando la avenida ya estaba sentada en una de las bancas del parque, ahora sí, alerta a cuantos me vieran. Di algunas vueltas alrededor del jardín y regresé al mismo lugar. Al principio me pareció una actitud muy fría la mía, pero nada más las primeras treinta y cinco miradas y ese pensamiento insensible desapareció de mi mente. Me encantaba cuando me veían caminar y el sonido de las zapatillas los alertaba, como con antenitas en la cabeza, y es obvio que no era esa la antena ni la cabeza que se les paraba, y a mí las zapatillas me hacía parar,... ¡ya saben! Me encantaba cuando alguno de los Don Juanes de por ahí la hacía de súper galán y así, con toda ley de ventaja, pasaba a lado mío tirando rostro. Yo los dejaba ser, aun cuando el pobre niño vende rosas andaba de aquí para allá, llevándome una rosa por parte de aquel o aquel caballero. Las recibí todas y como para que no me viera muy puta, cruzaba la pierna izquierda que estaba bajo la derecha encima de ésta y con la mano les tendía un saludo cuasicálido.

Convencida de mi proeza y ya pasadas las seis de la tarde, (anoto: por cada cinco hombres por minuto en seis horas, todos me vieron) decidí regresar al hotel. Quiero confesar que durante ese tiempo pensé, de nuevo, en Carlos. Y valentonada decía que el pendejo era él por no darse cuenta de nada. (Anoto: está comprobado; soy una mujer inteligente, según el cincuenta y cinco por ciento de los encuestados. Tuve que preguntar después de que me vieron el culo: ¿Señor, usted cree que soy una mujer inteligente? Y respondían: ¡Síiii, claaarooo! Y como no había otra pregunta en el cuestionario, colocaba una palomita debajo de ésta, la única, hasta el punto de llenar la libreta.)

De regreso me topé con algunos más que me veían pero que ya no tenían ninguna importancia para mí. Extraje otro cigarro, el número doce. Un tipo se acercó, extrajo su encendedor y se hizo el fuego. Le agradecí y se fue. (Entonces odié mucho más a Carlos por haberme dejado plantada la noche de ayer y quise que ese desconocido, al que se me olvidó preguntar su nombre, se llamara Javier y yo Julia, y que Carlos fuera amigo de Javier, como para llegar a la casa de él y después ir a la de Carlos, y estando allá, mientras me vieran yo les bailaría y me iría desnudando conforme ellos me miraran, hasta que al fin me sintiera penetrada por ambos; amada por Javier y deseada por Carlos. Ya cuando todo terminara, besaría a los dos en la boca, bajaría de la casa de Carlos subiéndome el cierre del pantalón, acomodándome el cabello y apretando mis pechos contra la blusa de color claro, y cuando abriera la puerta del carro, ver cómo desde la ventana ellos me verían, sintiendo entre mis piernas una vez más el húmedo calor de mi tanga empapada.)

No supe en qué momento, después de la tribulación de ideas, llegué al hotel. Sin embargo, no era la misma de la mañana que bajó emocionada oliendo a Animale Tempatiton, para demostrarme que era inteligente y bella, sino que muy al contrario; me sentí absurda, fea e ignorante, y así con desanimo subí a la suite. Abrí la puerta y frente a ella la ventana abierta, con el aire oleando las cortinas que rumiaban sobre los cristales. Arrojé las zapatillas que sólo estaban calzadas sin sujetar y corrí hacia la ventana para ver el transito de la gente que caminaba por el zócalo. Anudé mi cabello, desabroché los botones de la blusa, extraje otro cigarro y fumé sintiendo cómo el humo rozaba mi rostro mientras veía la ciudad. Después de una larga cavilación donde no encontré respuesta, ni olfateé una sola, decidí quitarme las otras prendas que tenía puestas; encorvé la espalda colocando la cabeza frente a la ventada y dejando en alto mi cadera, de tal modo fui bajando la falda desde la cintura hasta la apretada parte donde mis glúteos ahorcan el elástico, entonces sentí la mirada y una vez más la tela se ciñó a mis nalgas, porque alguien me veía: era Carlos.

IV

Mañana es martes,
las horas le seden a la oscuridad
espacio
El frío muerde los huesos
y así sigue sucediendo
Mi padre es huérfano
y así sigue sucediendo
Yo soy huérfano del dolor que siente
y así…
Mañana, mañana, mañana
ritual que envejece
No quiero sentir lo que siente
mi padre
Se pone de pie frente a la puerta
y sin lágrimas lo escucho llorar
rezándole a la tierra
Tengo la constante de que ya
no vuelva hacia la casa
Qué se hace cuando se es huérfano
Yo quisiera decirle que mañana
es martes
pero es tanta la soledad
que lo dejo vivir su muerte

III

Por la tarde llovió sobre el cántaro sucio
La luz se despidió con labios suaves
de los pinos
y el polvo se abrazó a la oscuridad
con dientes que le mordían hasta los muslos
Se hizo noche, antes el orgasmo.

Lo noche hace que los muros hablen
que se unten miel las palabras,
que la lámpara desabroche su corsé
y unos senos negros le aparezcan
La noche descuelga los mares
del asfalto,
entorpece el caudal de fríos
entre esquinas y el viento baja
a oler sus prendas

Los vecinos del viento andan su muerte
Escogen el ritual sin sombra,
se adhieren al tono de la seda
en los bares
y vuelven a la lluvia,
urgidos de sexo,
a lamer las fisuras de la acera

lunes

II

En qué tiempo dejará de escucharse
entre los huesos
dejará de engullir la savia hasta
que el latido sea un guiño
y ESTO se refiera sólo al acto
de presenciar la muerte

En qué tiempo, rémora, comerás
la hetaira y su nombre
llenarás la tinta con cálido
desdén de océano
y se alejará por fin el agua

En qué tiempo el silencio ocultará
su cámara de tortura,
que la ciudad se embriague
y permita entrar el sueño

Todo se resume a esto:
el incendio apagó la calma.

sábado

Carta de Brenda

Hola:

Buenas noches, finalmente ha llegado el año 2010, unas horas joven y quien sabe como vayan dandose las cosas.

Te escribo para hacerte saber mis buenos deseos para contigo, el año 2009 fue un año en el cual apenas supimos el uno del otro, solo se que sigues en la escuela, la musica ya no formar parte de ti, sigues leyendo y me mencionas autores que no he leido (eso es bueno porque asì busco incrementar mi conocimiento respecto a literatura) tienes un amor y la vida va.

No tengo bien claro desde cuando es que nos "conocemos", creo que fue algo espontaneo, comunicandonos con frecuencia por messenger en vez de foro del SN, siempre me pareciste distante, ausente, lejano, y lo sigues siendo porque pues vives lejos y tienes cosas que hacer y cuando conversamos no ahondamos mucho en la vida del uno y del otro.

Quizàs algun dìa nos conozcamos en persona y conversemos mucho sobre todo y nada a la vez. porque el año pasado la disponibilidad de tiempo y dinero para mi fue en absoluto la causante de que no llevase a cabo muchas cosas, soy una persona desorganizada, ultimamente la disciplina no es uno de mis fuertes, pero creo que nunca es tarde para empezar.

Fabiàn yo espero que el año que terminò haya traido para ti màs experiencia, màs sabidurìa, y que este que comienza que es un ciclo màs, las metas y proyectos a perseguir te sean plenos de satisfacciones y culminaciones, deseo para ti y tu familia un año de bienestar y tranquilidad, con mucha, muchisima salud.

Cuidate mucho y sonrie, que de vez en cuando no hace daño.

Feliz 2010

Brenda

Velorio

>>Buenas tardes, Juventino, ¿cómo te va?

>>¡Aquí, caminando! Rubén.

Cuando vuelva usted al camino viejo, se dará cuenta de la sequedad amarga del río. Las brechas que conducían a las milpas más bien lo guían a uno al cementerio. Se ha vuelto una laguna llena de tierra y de sed. Ya no verá aquel sendero que se juntaba con la orilla del río, y a las mujeres lavando en piedra lisa, la ropa de los peones. Ya no verá las atarrayas hurgar la marea baja, ni en meses de lluvia el camino dejado por el musgo entre raíces. El río es un fantasmas que rueda entre la grava, con una cantidad olvidada de peces que se adhieren al tiempo.

>>¿Caminando? ¿Se acuerda de las reuniones para celebrar al Santo de la capilla? Ya no se hacen... Íbamos a ruido de cohetes, por aquí mismo. ¿Se acuerda?

>>...

...aquí donde estamos usted y yo, las Magdalenas iban caminado a vuelo de enaguas, por eso caminábamos a paso lento, viendo cómo las nalgas les bailaban sin calzón en toda esa junta de telas.
Después cada uno tomaba se encamiba con una de ellas.

>>Allá, por donde viene Julia, ¿se acuerda?, se hacía la remolinera cuando los vientos cruzaban el agua.

>>¿Y, adónde va, Rubén? Que es que lo veo triste.

>>Espero a la Julia para irnos. Ya deberías saber qué es lo que se habla cuando te dan ganas de caminar, tú, que tanto acostumbras andar solo.

Ahora ve uno venir el frío desde allá arriba de los cerros, arrancado de la punta de los abetos. Y uno quisiera que ese frío hiciera temblar el cuerpo, sentir el fresco entrando por los huesos, pero hasta el frío tiene sed y no nos toca.
Ya verá que mientras es de día el viento baja en forma de polvareda y luego sube, y es como si los huesos anduvieran caminando sobre el silencio. Y usted no podrá caminar más, porque el camino se detiene y el tiempo se va en busca de más polvo.
Cuando llegue a medio día sentirá el olor profundo de las flores, pero, le digo. Ande lento, fijándose de todo, porque a veces dando el paso a uno le entran espinas, y ojalá fuera sólo eso.

>>...

Cuando la espina cruza el cuero del pie también se siente el quejido del cuerpo –si es que no escucha el de los demás– y querrá irse más aprisa, pero es inevitable y tendrá que andar así, como teniendo hambre.
Yo le digo que lleve algo con que hacer fuego, aunque según lo veo no creo que lo necesite. Se acostumbrará; y cuando pase verá la luz del otro polvo. Para ese entonces el sueño le vendrá bien, pero le aconsejo que no duerma, aunque si lo hace, procure guardar bien todo lo que lleve en mano o en el pensamiento; ya verá si no hace lo que le digo. Si se duerme pensando, escuchará el latido de la tierra, y la luz será mal augurio.
Pero le digo que mejor no duerma.
Si sabe andar bien, encontrará algunos conocidos a los cuales no les ha perdido el rostro y ellos le invitarán un trago, sin embargo, no habrá agua que le sacié su sed. Otra cosa, no beba mucho, de lo contrario juntará penas como cuando cazaba peces y se olvidará de las suyas, y si eso sucede, correrá el riesgo de querer salir y será peor que olvidar, porque entenderá que nunca tuvo memoria y querrá, por lo menos, morir.
Con los años aprenderá a inventar, llamará a este pueblo según crea necesario y hará lo que usted quiera, entendiendo que lo que haga no debe ser por mucho tiempo o terminará, como le he dicho, olvidando todo.
Yo he cultivado algunas flores que huelo y nunca crecen. Hago de cuenta que las riego con agua del río y veo cómo emergen de la tierra con los pétalos muy azules. A veces siento que me están diciendo algo que no quiero escuchar y veo el pueblo por todas partes. Prendidas las candelillas y sonando las campanas, pero tengo mucho miedo porque creo que soy vigilado. Usted no tenga miedo ya se acostumbrará y le será fácil seguir el sonido hueco de esos repiqueteos, como gotas gordas que la lluvia trae.

>>No es que esté triste, Juventino. Es que no me dejas en paz.


Corteza

Vuelto a los mismos días
abro el pecho que se cae de hastío
Se queja del sabor común
que tiene los oráculos
vistos en el espejo
de la piel y la boca
que nombran el polvo futuro
de la sombra que entra, fría,
al hervor de la memoria

Mi pecho está cansado de tanto
pedir tiempo,
una hora para el sabor licencioso
de la miseria, una sola.
Un espacio donde ocultar los rezagos
de las viejas tumbas, o una caja propia
donde pueda hacer mártir el desprecio

Mi pecho es un ardid de piernas
que bailan, y un trago por la noche.

Si dejara de volver ya hubiera
encontrado cruz con que persignarse
pero le llama el fuego, y todo lo que hace
es andar ciego despertando la mirada
del verdugo.