lunes

Los elefantes no van al cielo

Salimos de la casa el domingo por la tarde. Allá quedaron: Jimena, Raúl, Eduardo y Emiliana. Esta última la más bella. Dimos algunas vueltas alrededor del parque mientras Ramiro intentaba controlar su ira. ¿Qué pasó?, no lo sé.

Emiliana —recuerdo—, junto a mí, desnuda. Su cabello tendido sobre la almohada, sus senos besados por mi lengua y ese montoncito de vellos en su centro, parecían aún más desnudos que su cuerpo despojado por la sábanas. Ella fumaba.
Escuché el sonido de la puerta al cerrarse; salí de la cama desnudo; Raúl a lado de Jimena, Eduardo bebía cerveza.

Emiliana apareció unos segundos después con el cigarro entre los dedos y una bata en la mano derecha. Reclinó su cuerpo sobre el marco de la puerta. Noté que Eduardo daba sorbos a su cerveza y, como si fuera la mirilla de un picaporte, sus ojos brevemente pasaban lista al beibidol transparente de Emiliana. Lo noté y no importó. Quise preguntar qué había sucedido, pero callé. Me puse la bata. Al abrir la puerta para ir por Ramiro, Emiliana me vio y sonrío. Cerré y la plática continuó; imagino que Raúl prosiguió con el recuento de saxofonistas y Jimena, escéptica, continuaría observando el partido de fútbol, sin verlo realmente.

Eduardo y Emiliana no hicieron nada. Emiliana —supongo— entró al cuarto. Terminó el cigarro y tomó el libro que está sobre el buró y leyó la página 221, donde subrayé la línea dieciséis. Eduardo extrajo una cerveza más, la bebió y así, hasta quedar completamente ebrio.
Ramiro fumaba sentado sobre una de las bancas del parque. Me vio y bajó la cabeza. Fue al momento de sentarme, cuando reaccioné y me di cuenta de que no llevaba ropa interior puesta. Me invitó un cigarro y me uní a la cadena larga de smog citadino. Ramiro conversaba solo. Veía la gente dar vueltas rodeando el quiosco como elefantes, tomando la cola del de adelante. “Eso es filosofía”, dijo Ramiro al ver lo que los demás hacían. Pensé en los novios que se besaban como si desearan con vehemencia atrapar la lengua del otro. Pensé en Ramiro solo. En la ropa interior que seguía sobre la alfombra del cuarto. En el vientre de Emiliana y su coñito felpudo. Sin embargo, no valía la pena pensar. De algún modo Ramiro pensaba por los dos y así, lo único en que debía pensar era en la ropa interior que me faltaba.

Vimos a una pareja de policías —mujer y hombre—; vimos cómo él la veía y ella se dejaba ver. Ella es fea, él igual. “No habría mucha diferencia en acostarse con ese culo sabiendo que el amante está igual de jodido que el otro, pero así es esto de las relaciones interpersonales, terminó diciendo Ramiro, en tanto que el humo del cigarro le brotaba de la boca, como cada una de sus palabras. De pronto sentí que estaba hablando solo y que Emiliana ocupaba todo el espacio de cualquier razonamiento. Desperté de esa microsiesta al notar que una anciana, sentada frente a mí, no quitaba la vista de mi entre pierna. “Te están viendo las bolas”, me dije, y en un afán mucho más peligroso que beber como bebe Eduardo o piensa Raúl, o uno de los ataques esquizofrénicos de Jimena, expuse aún más el miembro que erectábase entre mis piernas, levantando un poco la bata. Ramiro reía porque al parecer la anciana no le asustó mi temeraria acción, y en cambio puso sus ojos directamente en mis bolas y mi verga; quise reír pero no pude. Me excité. Pensé que en unos sesenta años más Emiliana estaría como la anciana. Me excité todavía más porque a los ochenta y cuarto, seguiría cogiendo con Emiliana.

Era marzo y en la colonia festejaban al Santo de la iglesia. Los más jóvenes, interesados en alagar y festejar, no al Santo sino a la virgen, cruzaban el brazo por la cintura de la hembra y ésta, tal como el agua a la hoja, dejábase humedecer la cadera con los pequeños pellizcos que el macho le propinaba.
Todos giraban como el carrusel; incluso Ramiro llegó a nombrar a las personas allí reunidas, según el animal al que se parecían. “Ramiro es de cavilaciones abstractas”, me dijo Jimena aquella vez que la besé en la exposición de pintura de Clotilde, amiga suya. Nunca supe a qué se refería Jimena con eso de pensamientos abstractos; a veces, como ese día en el parque, creía entender.
Ramiro dice: “¿Ves aquel de camisa tejana y vieja a toda madre?, seguro le gusta cargar con la yunta”. “Aquel otro, ¿lo ves?, Señor Pingüino”. “Y aquel más —señalando con el dedo—, seguro tiene el pito de pato y a su vieja le encanta la verga de burro”. “Ah que culos”, me dije. Pasaron algunos minutos. Treinta. De todo lo dicho por Ramiro, inferí qué clase de Buitre soy, y él que tipo de elefante. Fue entonces cuando decidimos dar vueltas en circulo por el parque.
Nadie, excepto la anciana, se percató de que andaba en bata y sin calzones. Ramiro fumaba y me convidaba uno de sus cigarros cada vez que el suyo terminaba. Si uno se pone a pensar, una feria es el lugar más adecuado para andar sin calzones y con bata. Él fumaba. A veces imitaba algún movimiento del que pasaba junto a mí. Los más fáciles son aquellos que llevan por nombre: tristeza. Uno anda como diciéndole a todos que “ya me cargo la chingada”. Y son los más fáciles puesto que en la cadena de elefantes tienden a la alineación. Existen otros como los pasos alegres, pero esos los hacen los Señores Pingüino, o los pito de pato. Imité los que pude, a razón de que Ramiro es master para eso. Los pasos de Ramiro son como los de una corriente abierta, esa fue mi conclusión.

La tarde se ceñía a los cerros y algo como la baba de caracol entumecía aún más los pasos de los transeúntes. Las seis de la tarde, Ramiro solo, y un hombre con bata que es un Buitre a la vez, daban a la feria lo que la copa al vino. Pensé en si Emiliana llegaría a verse sexy a los sesenta años y si tendría la voluntad suficiente como para no aborrecerla, llena de pedos y con olores a orín. ¿Emiliana seguirá desnuda?, dije. Tiempo después me enteraría de que tanto Jimena como Emiliana eran mujeres completamente desnudas. Sin levedad o peso. Pensé, Raúl está hartando a Jimena. Jimena para deshacerse del hostigamiento coloca en el estéreo Prokofiev y baila. El partido terminó y Eduardo llora desconsoladamente, desconociendo por completo las reglas del fútbol. Emiliana termina el libro y relee la línea dieciséis de la página 221 que subrayé.
De algún modo todos los que allí estuvimos reunidos sabemos lo que significa. Cada uno según le corresponda y le entienda al dictamen terrestre de la baba de caracol y las vueltas en círculo a las seis de la tarde en cualquier parque de feria. En todo caso al ser Buitre, creo estar más cerca del cielo que todos los demás.

Ramiro tomó asiento una vez dado el recorrido a la feria no menos de veintiún veces. Fumamos una vez más pero la anciana se había ido ya. Creo haberme puesto triste y alienado. Ramiro de nuevo conversaba para sí mismo. Pasaron unos minutos más y la tarde ya era noche y la noche embarazó de oscuridad las calles. Sentí que la gente rumiaba.
“¿Regresarás a la casa de Emiliana?”, preguntó Ramiro. Asentí. Fumé hasta acabar el cigarro y me hundí en una de esas cavilaciones que no tienen ningún sentido. No recuerdo qué fue exactamente lo pensado, sin embargo, al final del entuerto, vi al otro lado de la calle a Jimena y a Emiliana. Raúl traía a Eduardo, literalmente, como águila. Emiliana caminó hacia donde nos encontrábamos, sus senos seguían pareciéndome desnudos, más desnudos que su cuerpo transparentado en ese beibidol de tono oscuro.
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*Mayo 2010

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