miércoles

... aguamar

A Gilda


Parecía que el viento era mar y su cabello espuma mecida entre las rocas o sus hombros. Yo la veía de lejos, recostado al lado suyo, en el abrazo del muelle y el crujido de la madera. El musgo entraba a la corteza desparecida de las vigas que sostenían mi cuerpo y el suyo. Gilda rodeaba su cuello empuñando sus manos, y el mar que era viento, realizaba lo mismo apretando las patas de los cangrejos en la playa. El ocaso delineó los labios del aguamar, previo al romance de la noche. Yo la veía. No vendría la noche pronto. Acaso confundidos por el olor a sal, nuestros ojos se anegaron. Gilda dejó caer la manta que la cubría y la tarde igualó su cuerpo; desnudos los dos, en silencio, bronceados, confundidos el uno y el otro, penetrados sin luz por las sombras radiantes del aire. El aire escanciaba su piel y yo la veía desde el fondo de sus ojos, y sus ojos eran el mar, y el viento. Y yo era algo dentro de sus ojos, el óleo de unos labios que esperan lamer el aire amarillo, la línea amarilla que dibuja el pálpito del mar.

lunes

Las aves

¡Tú, ángel rubio de la noche,
ahora, mientras el sol descansa en las montañas, enciende
tu brillante tea de amor! ¡Ponte la radiante corona
y sonríe a nuestro lecho nocturno!

William Blake

¿Qué historia se debe contar, la mía, la de Andrés o la única, la de Claudia? Si decidiera contar sólo la historia de Claudia, ¿qué puedo y no debo decir? ¿Tengo derecho a mentir o explicar la verdad? ¿Tiene sentido para mí hablar de Claudia y la relación que nos une, incluyendo Andrés? Me pregunto si para Andrés existe lo que yo llegué a llamar Claudia. No lo creo, como tampoco creo que a él, como a Claudia le interese lo que ahora pretendo realizar. Bien, ¿cómo empezar lo que no se supo cómo inició y mucho menos tuvo final, o aquello que significa estos dos verbos? No tengo la menor idea, sin embargo comenzaré por el fin del principio.
Dos años antes de viajar a Francia, Andrés le pidió a Claudia que viajaran juntos, que allá terminarían los estudios de Artes plásticas. Claudia no siguió a Andrés, y dos meses después de haberse ido éste, ella abandonó el departamento que juntos rentaban. Claudia tocó a mi puerta ese mismo día —llevando como equipaje sus libros y una maleta llena de ropa— dando en punto la media noche. Así podría resumirse la historia y quedaría perfecta, sin embargo confieso que me inunda la tristeza, pensando que así de efímera fue la vida al lado de Claudia.

Abrí la puerta que daba al patio de la casa. Claudia sonrió —entendiendo esta sonrisa como saludo— sonreí también. Estaba vestida con una blusa corta y una falda grande. Su cabello suelto cubría parte de ambos hombros y, tanto su boca como sus ojos delataban, con gracia, los restos de lo que pudo haber sido llanto. Dejé que pasara a la pequeña sala. Claudia colocó las maletas al lado del sofá. Cerré la puerta y volteé a verla cuando, de piernas cruzadas, sentada sobre el mueble, observaba unos cuadros que pinté para adornar el lugar. Por el tiempo que debe llevar estas simples acciones —depositar las maletas en el suelo y sentarse—, ha de suponerse cuánto tardé en reaccionar y cerrar la puerta. Son tuyos, preguntó. Yo asentí para luego imitarla sentándome frente a ella, en un sillón. Son tuyos, repitió. Al ver que así debía comenzar la plática, respondí que sí, que eran míos y que únicamente los había pintado para adornar la sala. Mentí. Están bien, eso creo, infirió. Yo dudo que sean agradables a la vista, repliqué. Sabía que hablar de mis pinturas nos llevaría a una pérdida de tiempo, así que, convencido de ser siempre cauteloso, pregunté lo que realmente importaba, y eso era el por qué de su visita y del equipaje. Nunca hasta ese día supe que de cauteloso tenía lo mismo que de pintor. Claudia sin responder a mi pregunta, dijo que ahora le interesaba la obra de Fernando García Ponce. Luego preguntó dónde podía alojarse. Le dije que desde la ausencia de Jimena, la habitación que ocupaba quedó libre. Todo mundo pensó por mucho tiempo que Jimena y yo manteníamos relaciones. Sólo cuando mi compañera de hogar y su novia se presentaron ante los amigos de la universidad terminaron los rumores, aunque iniciaron otros y creo que más lascivos.

Geográficamente la ubiqué mencionándole el sitio de la recamara que ocuparía; la mía, la cocina, la pequeña biblioteca y el cuarto de estudio. Me ofrecí a subir el equipaje si ella lo necesitaba. Claudia asintió y después de dar un vistazo a su alrededor, recogió las maletas del suelo y subió para instalarse en lo que los siguientes dos años sería su habitación. Tardó poco en reclamar que yo no acostumbraba bañarme con agua tibia y que la habitación no tenía clima, reclamándome apoyada en el barandal de la escalera. Guardé silencio. Mi nueva inquilina subió a la recamara para acicalarse, y yo me dirigí a la cocina y preparé algo sencillo para comer, si acaso ella tenía hambre. Coloqué en la mesa los sándwiches preparados con queso y jamón, y una botella de vino con dos copas. Claudia bajó, a pesar del frío que supuestamente tendría, envuelta en un beibidol que transparentaba el color de su piel y las curvas de su cuerpo. Serví el vino. Claudia bebió la mitad del líquido y se disculpó por la actitud de unos minutos antes. Pregunté del frío. Esa noche Claudia y yo hicimos el amor.

Al amanecer desperté un ahora antes que Claudia, y para cuando ella bajó a tomar el desayuno, la mesa estaba puesta. Claudia bebió únicamente el jugo de naranja. Ambos permanecimos en silencio. Ella pensando en no sé qué y yo leyendo el periódico del día. Terminé de leer las noticias sobre una movilización ejidal en Oaxaca y no tuve más remedio que iniciar la conversación con una pregunta: por qué se había acostado conmigo. La respuesta fue: de algún modo tengo que pagar mi estancia aquí, Papi. Concluida la charla, y ahora con el piyama puesta, Claudia mencionó que saldría y que necesitaría mis llaves para hacerle un duplicado. Yo argüí que Jimena había dejado las suyas y podía tomarlas; el lugar donde estaban era la gaveta del buró.

Andrés llegó a México de un país revolucionario. El árbol genealógico de la familia Muñoz cuenta con una estirpe de revolucionarios. Desde el padre, el señor Francisco, hasta el tatarabuelo, Don Joaquín, que según la biografía dedicada en su nombre, fue el mejor insurgente, el más valiente, el más terco: Don Joaquín, quien en la batalla final asesinó a más de cien uniformados. Todos, o casi todos, los de ese país aceptaron esa mentira para no herir al viejo, ya que la verdad, la mentirita de verdad, como dijo Claudia alguna vez, es otra. El viejo Joaquín asesinó a sus camaradas pues la bomba que debía estallar en el cuartel enemigo, explotó en el suyo, arrasando con el batallón completo. El viejo quedó ciego, sordo y amnésico. Declararon ese día la victoria revolucionaria. El comando dirigido por el general Joel López, declaró que Don Joaquín estuvo de espía durante la revolución; y fue así como lo condecoraron como héroe de la patria.

Andrés supo desde infante la realidad de aquella historia, sin embargo jamás negó esa realidad falseada. Él ingresó a la licenciatura de Artes plásticas un año anterior al ingreso nuestro —el de Claudia y el mío. Estudió economía en la universidad de su país. El cambio se debió a una revuelta estudiantil que no tuvo mayor beneficio que la monopolización de la misma. Claudia conoció a Andrés cualquier día. Yo estaba enamorado de Claudia. Claudia se enamoró de Andrés. Vivieron juntos hasta el viaje a Francia. Tuve envidia y malicia. Andrés quiso a Claudia, eso es todo lo que puedo decir de él.

Claudia bajó de nuevo a la cocina para despedirse de mí. Yo enjugaba los trastes con una franela roja. Me besó en los labios y salió a la calle para volver tres días después. Pregunté, a su regreso, dónde había estado, con quién; Claudia sonrió diciendo que no importaba dónde o con quién, y que dejara de parecerme al marido celoso. Esa noche estuve trabajando en el estudio y Claudia preparó la cena. Cenamos crema de champiñones y pasta, un poco de vino y como postre la charla de los tres días de desaparecida. Al termino del postre hicimos el amor una vez más. Claudia me miraba. Sentí a Claudia ligera y suave, bebí el sudor de su cuerpo y mi lengua recorrió ávidamente sus labios, su lengua y su vagina.

Esa relación de pareja duró el tiempo necesario para acostumbrarme a su sexo y/o compañía. Años más tarde, en el coche, escuchando Prokofiev, detenido por el tráfico, recordé cuando Claudia y yo andábamos a pie el camino que va de la facultad a su casa. Había un parque ubicado a mitad del trayecto, lo recorrimos algunas veces; fue ahí donde la besé por primera vez. Me pregunto qué sentiría Claudia al saber que el nombre de aquel parque no es el mismo y que ha cambiado tanto como para ser irreconocible. Supongo que nostalgia. Claudia y yo nos quisimos; hoy estuve pensando qué quería decir Claudia cuando nuestros sexos terminaban y permanecíamos aún unidos y la música de Bach, o el jazz que tanto le gusta, se dejaba oír como murmullo entre las sábanas y su piel y su aliento y el semen, que crujía como charco dentro de su vagina, y Claudia decía que yo era predecible.

Los días o semanas que decidía no abandonar la casa, Claudia era amable y juguetona conmigo. Yo me dedicaba a la traducción de guías escolares —debo a eso el interés hacia la medicina y el que ahora ejerza dicha profesión—, que enviaba a la editorial de Andrés.

Decía: Claudia era amable y juguetona conmigo. Se pasaba horas preparando la comida, o armaba y desarmaba su caballete, colocándolo en esquinas o en medio de la casa. Ella pintó el cuerpo abierto de una mujer a media noche —quizás sea esa pintura la explicación a todo esto, esto que ahora intento. Cuando dejaba de pintar o cocinar, Claudia subía al estudio llevando consigo una botella de vino. Yo interrumpía la traducción del texto y brindaba con ella, hacía que Claudia me mirara y le agradecía el detalle, luego ella se sentaba en mis piernas y yo la abrazaba. Claudia asentía y nos besábamos. Algunas veces abría la puerta sin tocar, volteaba a verla y Claudia cubierta por una blusa larga me ofrecía la copa sin decir nada. Me besaba. Su cuerpo me era similar, como los cuadros que pinté cuando Claudia fue modelo para Andrés y para mí. Alzaba la blusa y entraba en ella, sintiéndome parte de ese vestuario.

Claudia pintaba, yo traducía. Fue la noche que decidió mostrarme el cuadro de aquella mujer desnuda, abierta a media noche cuando habló de Andrés y su relación. No vale la pena escribirla, ya han de saberla ustedes: Claudia llegó a mi casa, tocó la puerta y vivimos dos años juntos. La pintura escenificaba dos actos, el primero la desnudez de la mujer que remite a lo que Fernando García Ponce interiorizó en sus cuadros: la libertad. El segundo era la abertura que simbolizaba el deglutir de la noche, no el manto, sino la boca que lame la costra de la carne, la madre de todas las bocas, como decía Claudia.

Dos días antes de regresar Claudia a la ciudad de México, Andrés llamó a mi casa. Dejó un recado. (Andrés terminó la carrera de Artes plásticas). Yo deserté de la universidad y la editorial donde se publicaban mis traducciones se fue a la quiebra.

Estuve escuchando a Claudia toda la noche. Lloró. Gritó. Me abrazaba. La supe frágil mas no inocente. Hubiera mencionado la llamada de Andrés: no era necesario. Claudia se durmió entre mis brazos y yo repetía en mi mente las figuras de Claudia a media noche; ¿cómo sería, Claudia, en aquellas horas engullendo aves?

miércoles

Biombo

Conocí a Gilda en invierno. Mis padres al divorciarse decidieron que el primer año de separación lo pasaría al lado de mi madre. Julia —mi madre— eligió el estado de Sonora dentro de los otros cinco que le propusieron para desempeñarse como secretaria en una de las empresas que mi padre dirigía. Era invierno y era Gilda. Yo estaba por cursar el último año de secundaria. Gilda entró dos meses después de habernos instalado —Julia y yo— en el departamento que mi padre —Roberto— compró para nosotros en Sonora. La calle donde vivía daba a un parque poco frecuentado. Sus árboles estaban secos casi todo el tiempo; algunas personas, ancianos regularmente, impartían clases prácticas de Ajedrez bajo el quiosco frío del lugar. Los observadores, guiados por el movimiento de alguna pieza, parpadeaban o suspiraban en aprobación o desaprobación del juego. Acudí al parque una vez únicamente. Para Gilda era absurdo pasar el tiempo viendo cómo unos viejos movían piezas del Ajedrez sin tener secuencia de la misma, o por lo menos el porqué de la jugada. Podría pensarse lo mismo en cuanto a Julia y Roberto.

Mi madre era dulce y alegre conmigo, me complacía en todo. Se debe a esa complacencia el hecho de haberme quedado con ella hasta cuando decidí estudiar en el extranjero. Lo único que hacía era gastar, no recuerdo exactamente en qué; compraba lo que deseara, con frecuencia vino y cigarros. Debo a esto mi afición hacia el licor. Cuando le pedí a Julia me comprara un auto y se negó, abandoné la casa toda una semana. Julia pensó que sería un berrinche como los otros, sin embargo, marcó nuestra relación los últimos cuatro años que viví al lado suyo.

Gilda me llevó en su coche al departamento de mi madre. La semana que estuve en el cuarto que arrendaba Gilda poco a poco se ha ido diluyendo.

El lunes Gilda se levantó de la cama horas después de amanecer, yo había puesto el desayuno sobre la mesa para cuando ella despertara y tomáramos juntos el jugo y las frutas que serví. Gilda era parca. Habló poco. Nunca sentí tanta desesperación como en aquel desayuno. Intenté hablar, decir algo relevante, fue inútil. La respuesta a cualquier tema propuesto quedaba definido por un sí o no, rotundo. ¿Qué podía hacer un adolescente como lo era yo, ante una mujer como ella? Gilda estudiaba medicina en la universidad del estado. Dejó letras hispánicas porque decía estar enamorada de Javier, que estudió cardiología. Habló poco, ya dije. Terminó el jugo, se puso de pie frente a mí, dejando caer la bata que tenía puesta. Estuve enamorado de Gilda por lo menos un momento. Su cuerpo moreno, su sexo con el pequeño triángulo de bellos, sus pechos que cupieron en mis manos, con los pezones duros, palpitantes. La quise, estoy seguro. Le pedí me dejara acariciarla y no se negó. La besé. Era irremediable. Sus labios habrían paso a mi lengua sin haber correspondencia. Gilda colocó sus manos alrededor de mi pene, haciendo que me agitara. El semen llegó a sus muslos. Las manos de Gilda blanqueaban. Ella dijo que “esto” lo hacía con todos, o aquellos pretendientes de su cuerpo, para que de este modo comprendiéramos nuestro fracaso si deseábamos conquistarla.

Julia quería a Roberto pero Julia tenía coincidencias con Gilda. A Julia la vi desnuda muchas veces. La vi desnuda en la sala, en su recamara, en el baño. Aquel lunes que Gilda se desnudó, recordé a Julia porque sus cuerpos tenían la misma complexión. Tal vez Julia con el bello de su sexo más abundante. Quise a Julia. Las ocasiones que su desnudez me permitió tener una erección deseé estar dentro de su cuerpo. Quererla. Gilda me quiso, sus manos me quisieron. Julia se dejaba observar e incluso, las veces de la sala, recogía los objetos de la mesa de centro inclinando más de lo necesario su cadera. A mí me resultaba excitante verla, sentir en imágenes perversas sus nalgas penetradas por mi pene.

Gilda bajó del auto al ver a mi madre. Se gustaron. Yo bajé después de que ellas intercambiaron algunas palabras. Gilda se despidió con un beso en la mejilla.

Era tarde, el árbol frente a la ventana se movía sensualmente acogido por el ritmo del viento. Sus ramas hacían rechinar los cristales y sus hojas caían sobre el balcón, dejando una capa delgada de color seco. Yo veía el azul del cielo. Intentaba concentrarme en la figura desnuda de Gilda. Quería sentir la agitación que me provocó. Sin darme cuenta la ficción del amorío eterno fue proyectándose entre la venta y el cielo. El cuerpo de Gilda era mío. Ahora fueron sus pechos los que blanquearon. Julia entró a mi habitación cuando la palma de mi mano buscaba alguna tela del otro lado de la cama. No supe qué hacer ante la presencia de mi madre. Julia disipó mi entorpecimiento al recostarse al lado mío. Su cuerpo se hundió levemente sobre las sábanas. Le dije que estaba enamorado de Gilda. Mi madre dijo que era bella. No me preocupó estar desnudo, como Julia en la sala. Julia notó que mi pene no dejaba su erección y el semen rodeaba su piel con el punto blanco en el centro de su cabeza. Poco a poco fue desnudándose. Era Gilda y era invierno. Con los pezones de Julia palpitando, besé su cuello y su boca. Mi madre era delgada. Hallé su sexo con mi lengua, lo besé y algo en ella comenzó a agitarse, se movía igual que el árbol, y sus gemidos, como ramas, rechinaban en la ventana de mis ojos. Yo quería entrar en Julia. Aún con el semen cubriendo mi pene, fui sintiendo el calor de los labios de su vagina. El filo del cuchillo penetrando el aire suave de la boca. Julia gimió. Sostuve su aliento en mis labios y dejé vaciarme en ella, sintiendo cómo el líquido de ambos recorría los nervios de mi miembro y la cóncava figura de su sexo. Julia era humedad y la quería.

Gilda frecuentó a mi madre el resto de mi estancia en Sonora. Mantuve relaciones con Julia y vi cómo ellas fueron queriéndose. Roberto se ofreció a llevarme al aeropuerto cuando decidí estudiar letras hispánicas. Mi padre y mi madre devolvieron mi larga mirada al dar la vuelta y entrar a la sala de espera. Julia me quiso. Mi madre quiso a Gilda. Recuerdo la imagen de las ramas rechinando, y la figura de Gilda entre la ventana y el cielo.