miércoles

#1

Estoy de una insoportable ociocidad.

Recuerdos de habitación

Me preocupan un poco los días en casa. No duermo, no como, no esto o lo otro. Llevo varias noches saliendo a la calle para distraerme, si quiera; caígo en la cuenta de que todas las esquinas o bancas del parte me recuerdan algo, imaginado, inventado, olvidado. Algo. No es ningún consuelo darme cuenta de los motivos que me llevan a recordar, a sumirme en ese desvelo de sombras.

viernes

Octavio Paz en el baño

Heme aquí, de vuelta al blog, por una sola cuestión —agradable.
Hace unos días —en casa de Nora (nombre ficticio)—fui al baño como toda persona común, al entrar vi colocados en un pequeño estante varios libros, entre los cuales hallé El laberinto de la soledad de Octavio Paz. No pensé que Nora gustara de la lectura y menos en el baño. Así que mientras realizaba mi acto de cagar me puse a leer Dialéctica de la soledad.
Esto me hace recordar —ahora que escribo— las veces en que Nora y yo salíamos a caminar por la avenida y gustábamos de sentarnos bajo la sombra de un árbol enorme. Ella pensaba en la vida, en su vida y el tiempo que transcurría sin la menor lástima hacia nosotros. Me dijo, recuerdo, que todo “esto” debía terminar, algún día tiene que terminar. Yo, como de costumbre, no tomé enserio su sentencia. Jamás tomo algo con responsabilidad —lo sabe cualquier hijo de vecina.
En la circunstancia que ahora intento recordad la sorpresa en el baño, nada tiene de simpática. En todo caso creo haber dejado ya el gusto por escribir lo que ha sucedido. Nora dice que ya no tengo voluntad, y le creo. Cuando le dije a Nora que me había sorprendido al ver los libros en el baño, ella me dijo: son para pensar un poco la mierda en común.

martes

J.M. Coetzee

A, Sandra

Conozco a Coetzee a través de Mario Alberto Bautista. Había escuchado hablar de él (el autor) las veces que leí en Fractal; cuando estudié en la universidad y algunas otras ocasiones, en tertulias de cantina.
No termino de leer Foe (1986) y no pude evitar transcribir algunos fragmentos de la novela. Me parece que Foe tiende al lector uno de los temas más importantes dentro de la literatura: el lenguaje; además —como en la mayoría de las novelas que he leído— los posibles cuentos que, basados en relecturas, pueden emerger. Por decir algo, hablar al respecto de los doce cuentos que integran La muerte de Artemio Cruz (1962); no es que yo afirmé que así sea: como todo lo que digo ya está dicho. Fue el propio Carlos Fuentes al ser entrevistado por Mempo Guiardinelli.
Por otra parte, siempre me ha cautivado la música y si recordamos un fragmento de los párrafos citados: Mientras […] tengamos la música en común tal vez […] no haga falta ningún otro lenguaje. Cada vez que pienso en ésta sentencia recuerdo a Lacan, pero yo soy menos que indicado para hablar de los conceptos Lacanianos acerca del lenguaje. Me gusta pensar en la música como único factor que determine la comunicación entre las personas —por supuesto, sería completamente racista con ciertos géneros musicales.
No creo mía la idea de que la mujer sea Jazz y el hombre blues, sin embargo la he venido pensando desde hace tiempo, cuando me puse a escuchar Miles Davis en casa de mis padres y el silencio de afuera se escuchaba. Y tal vez, por qué no decirlo, se deba a mi poca vicisitud como músico; aunque en términos lo mío era otro asunto, cómo decirlo, agresivo. Y puede deberse igualmente, a Armanda. El personaje dentro de la novela que escribió Herman Hesse. De cualquier forma, la música ha representado, por no decirlo exageradamente, la mitad de mi vida. Cuando leo escucho música.
Fadanelli —personaje de la literatura mexicana contemporánea que me desagrada y sin embargo sigo por ser uno de mis más atrayentes alter egos— dice que para escribir se necesita únicamente ritmo. Música finalmente. Me pregunto qué libro me ha sido más sonoro, supongo que aún no lo descubro.
No puedo evitar destruir la emoción —de quien no ha leído el libro que me recomendó Mario Alberto—y he aquí la parte final del texto:
“Y cuando el viejo bajara de la carreta para estirarse (ahora las cosas empezaban a ir más de prisa) y, mirando hacia donde había estado la bomba de agua que los soldados habían volado para que no quedara nada en pie, se lamentara —<<¿Cómo vamos a conseguir agua?>>—, entonces él, Michael K, sacaría una cucharilla del bolsillo, una cucharilla y un rollo grueso de cordel. Retiraría los escombros de la boca del pozo, doblaría el mango de la cucharilla formando un bucle y le ataría el cordel, la haría descender por el pozo hacia la profundidad de la tierra y, cuando la recogiera, habría agua en el cuenco de la cucharilla; y así, diría, se puede vivir.”
Valga al final de esto que he dicho una anécdota. Yo regalé el mismo libro que me fue recomendado, a una amiga. Hace unos días hablamos y ella me dijo: es muy triste; a veces quisiera meterme al libro y darle un abrazo a K.
Iros por el camino, yo me despido.

Foe

J. M. Coetzee

¿Qué son esos parpadeos contra los que la única defensa posible sería una vigilia tan constante como inhumana? ¿No serán tal vez las grietas e intersticios por los cuales otra voz, otras voces hablan a nuestras vidas? ¿Con qué derecho les cerramos nuestros oídos? (32)

>>—las leyes se dictan con un único propósito —me dijo—: para mantenernos a raya a nosotros mismos cuando nuestros deseos se vuelven inmoderados. Mientras nuestros deseos sean moderados no nos hace falta ninguna ley. (38)

…llegará un momento en que todos aquellos recuerdos que murieron bajo la férula de Crusoe se reavivarán en su interior, y con ellos se abrirá paso a la evidencia de que vivir en silencio es vivir como las ballenas, esos enormes castillos de carne que flotan a leguas de distancia unas de otras, o como las arañas, que se sientan solas en el corazón de esa tela que constituye para ellas todo su mundo.
[…]
Y por medio del oído Viernes aún puede hacer suya toda esa riqueza almacenada en forma de historias, y aprender de ese modo que el mundo, a diferencia de lo que la isla parecía enseñarle, no es un lugar tan yermo ni tan silencioso. ¿No cree usted que sea ese el significado oculto de la palabra historia: un lugar donde se almacenan los recuerdos? (60-61)

>>”¡Qué destino tan cruel el de quien pasa por la vida sin ser besado! (81)

En ese sentido podríamos decir que la lengua pertenece al mundo de la representación, mientras que el corazón pertenece al mundo de lo esencial.
>>”Y sin embargo, no es el corazón sino los miembros dotados para la representación los que nos elevan por encima de las bestias: los dedos con los que tocamos el clave (sic) o la flauta, o la lengua con la que bromeamos, mentimos y seducimos. Faltos de los miembros de la representación, ¿qué otra cosa pueden hacer las bestias cuando se aburren sino echarse a dormir? (85-86)

>>Pensé: Cierto, no estoy conversando con Viernes, pero ¿no es como si estuviera haciéndolo? ¿Qué es la conversación sino una forma musical en la que los dos interlocutores atacan alternativamente el mismo estribillo? ¿Qué importa cuál sea el estribillo de nuestra conversación o la melodía que interpretemos? […] ¿No se parecen, acaso, la conversación y la música al amor? ¿Quién puede asegurar que lo que ocurre entre dos amantes —no me refiero a cuando conversan, sino cuando hacen el amor— sea algo tangible y real? Y, sin embargo, ¿acaso no es cierto que algo ocurre entre ellos, y que de cada nuevo encuentro salen frescos y curados por algún tipo de soledad? Mientras […] tengamos la música en común tal vez […] no haga falta ningún otro lenguaje. (96)

Pero en ciertos momentos hay cosas más importantes que los libros. (100)

…después de la muerte, tal vez no nos encontremos entre coros de ángeles, sino en un lugar completamente vulgar, una casa de baños, por ejemplo, en una tarde calurosa, con arañas sesteando por los rincones; al principio nos parecerá como cualquier otro domingo en el campo; solo más tarde nos percataremos de que hemos entrado a la eternidad. (114)

¿Acaso nos ama nuestra sombra por el mero hecho de no separarse nunca de nosotros? (115)

Es usted como uno de esos famosos libertinos, contra los que las mujeres se arman de valor, pero contra quienes, llegado el momento, se sienten inermes, pues su propia leyenda es el arma más eficaz del seductor. (120)

lunes

El plagiador

Cuando escribí el cuento “Los arrayanes”, pensé varios días en cómo debía escribirlo; la aceptación fue buena, al menos considerable. Dos o tres amigos dijeron haber leído el texto y haberles gustado. De hecho dijeron: “Tiene mucha influencia Rulfiana, ¿no crees?”. No sabía si decir la verdad; la cual era que sí, o decir nada. Pero caí en la cuenta de que —con dos tragos de cerveza más— estábamos hablando de Rulfo. Me dijo aquel amigo: “Es el único cuento, hasta ahora, que te leo y me gusta. La estructura es buena, tiene tema; ¿el caciquismo, no? Además tu final es bueno”. Con tantos halagos era de esperarse mi rechazo hacia lo que había escrito y que antes de publicarlo, me parecía honestamente rescatable.

Cuando conversaba con María Luisa, ella siempre decía que menospreciaba mi trabajo. Me pregunto si era cierto, o sencillamente optaba por lo mejor. Una vez me preguntaron —en uno de esos talleres de poesía— si había escrito algo. Dije que sí, y listo. Nunca me he sentido orgulloso con mis textos, no hasta ahora. Supongo que no tiene importancia, cuál debiera ser. "¿Será que los nuevos íconos se preguntan si es bueno o malo lo que escriben?" La respuesta para pocos es no, no lo piensan. "¡Saber qué quieren los pinche lectores! ¡Saber, hay tanto pendejo escribiendo!", decía una vez un compañero de clase.

“Los arrayanes”, sí, ciertamente tienen muchísima influencia de Juan Rulfo. Fue escrito para el personaje Pedro Páramo de la novela que lleva su nombre. De modo indirecto para Rulfo, por supuesto. Además, por aquel tiempo aún vivía mi abuelo y yo quería escribir algo de lo que nos platicó, a mí y a unos tíos, después de la pizca de maíz. Todos nos reunimos en el corredor de la casa y mi abuelo frente a nosotros, sentado en la butaca. Mandó traer algunas cervezas y en el calor de la tarde y la plática se refirió a “su tiempo”, de cuando él trabajaba en las fincas. De cómo, después de pizcar maíz, los jornaleros se iban directo a la casa principal de la finca y allí el cacique les tendía mesas repletas de comida y licor. Las mujeres servían la comida, lavaban los trastos, molían el maíz para hacer pozol. El dueño de la finca contrataba a un cohetero y éste se encargaba de lanzar los cohetes mientras la banda de músicos —la mayoría campesinos que simulaban el ritmo y dejaban la afinación para otro día— tocaban. El jolgorio, como dijo mi abuelo, avanzaba hasta la noche; la mayoría terminaban borrachos, abrazados y dándose cariño. Los menos ebrios buscaban el monte y tal como si el viento pasara lamiendo las hojas caídas de la caña, se movían de un lado para otro. Mi abuelo era capataz. Así fue la plática. Puede decirse que injustamente robé el cuento a mi abuelo. Será por eso que después sentí mucho desprecio hacia mi trabajo. Otro motivo por el cual fue escrito es Lucia de León. Una mujer de ancas ¡bien! presentables. Me gustaba su color moreno, su piel rumiante, su calor rojo de brasa aún no humeante. Pero de ella sólo puedo decir lo ya escrito. Ahora, tiempo tiene que no releo el cuento, no así de dar pasos cerca de la novela de Rulfo. A mitad de la licenciatura uno de mis profesores me pregunto: “a ver, usted, dígame por qué escribe poesía”. De no haber ocultado la respuesta me hubiera visto en un embrollo del cual no iba a salir para nada librado. Así que no supe responder, sin embargo, por azar de la vida yo releía “Pedro Páramo”, y respondí: “No lo sé, siempre que quiero desatar mis demonios leo ‘Pedro Páramo´”. El profesor estuvo a punto de citarme cantidades de estudios acerca de la novela; de mi “buen gusto” habló; de lo ‘tremendamente poético que es libro’, etcétera. Mi verdadera respuesta de aquella pregunta es esta: por masoquista y endemoniado. De vez en cuando, y me refiero a este fin de semana pasado y otros días atrás, pensé en escribir —no sé si ya lo he dicho— un cuento pero nomás no sale: se llamará "Rompecabeza". Estará dedicado a dos de mis mejores amigos. Se sabe pues que yo no escribo nada, la historia. El cuento ya fue dicho mucho antes de que hubiera pensado en él; a ellos, mis amigos, les deberé el copyright.

viernes

Porque conversando me odio más

Ayer tuve una plática, de ésta surgió la siguiente pregunta: ¿por qué tengo que responder a las preguntas? ¿Por qué tener la necesidad de responder a las preguntas? La plática fue más o menos así: Hablamos de algunos autores que nos atraen; si alguno de los dos individuos decía u opinaba algo acerca del autor “x” tenía que fundamentar lo dicho. Creo que yo únicamente dije o proferí una vez la pregunta, ¿por qué? Me pareció prudente hacerla porque no entendí un carajo de lo que me estaban comunicando. Después, la respuesta fue o la supuesta respuesta fue, ejemplos y ejemplos y ejemplos y ejemplos, y, jamás pude ubicar la respuesta. Por un momento pensé en la osadía de volver a preguntar, sin embargo, reprimí toda acción de duda por lo que ustedes ya pueden imaginar. Entonces me tocó hablar. Hablé del hombre civilizado. Cuando supuse que se entendía el término se deja venir la horrible cuestión, ¿por qué?, más bien; fundamenta por qué dices esto del hombre civilizado. Lo simpático del asunto es la sensación de risa que me vino a la mente. Quise reír y no lo hice. Hable poco para “fundamentar” mi “hombre civilizado”. A cada palabra mía era una cuestión más. Me aburrí terriblemente; preocupante debido a la buena compañía: una cerveza y los cigarros. Hablamos más, es decir, ejemplos más y mientras sucedía la tarde sobre las tejas de aquel lugar, sentí la necesidad de abrir las puertas y salir a caminar. Inmediatamente después de esta sensación me pregunté, ¿por qué tenía que responder a las preguntas? Me decía, con toda la humildad posible, si hablamos de aquél quiere decir que nos entendemos. Yo digo Milan Kundera, y, si me dijeran: claro, Milan Kundera: La insoportable levedad del ser, comprendería que estamos en la misma sintonía. Entonces por qué la necesidad de especificar, digamos; si dijera —una vez más—, Milan cree en la casualidad; ¿tendría que fundamentar lo dicho? Supongo que existe la gran contradicción y sí tendría que. Ustedes ya sabrán para donde va mi conversación, ¿cierto? Recuerdo una ocasión en que, conversando con dos amigos y un tercero —quien no recuerdo casi nada de él, excepto que estaba con nosotros tres—: hablábamos de libros, licores y revistas; una que otra vez de problemas personales. El tercero en diálogo decía, oh sí Kant, oh sí Cioran, etcéra. Yo no sé si comprendía realmente lo que se planteaba, al parecer sus aseveraciones no hacían pensar que sí, todo un intelectual; nosotros intelectuales y poco más que pendejos, de cualquier modo creo que El tercero se salva de este pendejismo. Ahora que lo veo de este modo, él era el único sensato. Pues hablamos y las preguntas en aquella charla eran tales como, ¿por qué decir de la Filosofía contemporánea y hacerla ver como parásita? Pensamos poco más de tres vasos de cerveza hasta la respuesta más lógica dada por El tercero: ¡ya no se piensa, creo yo! Injuriamos su respuesta por dos tragos más, al final la aceptamos. Me parece curioso que ninguno de nosotros exceptuando al “respondón”, dijera lo que se dijo. Quizás estábamos en la búsqueda de la respuesta mejor explicada, la más certera, la contundente, la que implica una duda más, etcétera. Desde ese día dejé de responder a lo que me preguntaban.

Considero aquí dos asuntos muy particulares. El primero: muy a mi interés converso con personas que me agradan, por demás está decir que las considero amistades o personas interesantes que, con posibilidad, podrían llegar a ser, si ellos lo permiten, mis amigos. La amistad —hasta donde la considero— es inmensamente prodigiosa e igualmente difícil de llegar a ese estado mutuo de aceptación, tolerancia y comprensión del uno para el otro. El segundo: hablo y callo. Cuando converso me explayo dos o tres líneas. Esto sucede con aquellas personas que no me provocan ni el mínimo para entablar una conversación. Y suele suceder que estas últimas personas son las que más cuestionan mis opiniones. Podrán desde aquí entender bien mi preocupación hacia las preguntas y lo mucho que las detesto. Decía pues que me expreso tres líneas a lo máximo y callo. Me suceden muchos pensamientos a la vez, en realidad, uno dentro de todos aquellos “malos pensamientos”, y le pongo atención a lo que pienso. Repito la cuestión para mí y comienzo a odiarme con un odio tan mutuo como si fuera el peor de mis enemigos.

jueves

De cómo llegué a cuentista

Un poco menos enfermo de ocio vuelvo a escribir. Hacía tiempo ya de haber dejado este “hábito” —si es que alguna vez lo tuve—, y puesto que ahora tengo la atención puesta en no menos de tres o cuatro asuntos, decidí, mejor, intentar relajarme a través del lenguaje. No dudo ni un momento en pensar que esto del lenguaje deja insatisfecho a más de una persona. Es tan difícil decir algo, por menos sugerente que sea. Ayer, por ejemplo, estuve dando vueltas alrededor de las librerías cercanas al centro. Sí, pensaba comprar algún ejemplar, de… filosofía. Me ha interesado la filosofía china desde hace mucho tiempo, sin embargo, no he tenido la osadía de adentrarme en ella. Nunca he sido bueno para cumplir mis propósitos, eso quiere decir que leer filosofía china era uno de ellos y uno más incumplido. Esto de andar proponiéndome leer, viajar, cambiar de vivienda, etcétera me frustra. Aun así he aprendido a vivir de ése o de otro modo. El resultado es el mismo, ¿no? Poco a poco me he dado cuenta de cuán complicado es convertir lo necesario e innecesario. Quiero decir, y tomo la impresión que tiene Pitol acerca del hombre civilizado, que mis actos no tengan que justificarse para alguien más. No es necesario: está admitido que no tienen la menor importancia y a pesar de esto, todo el tiempo vengo justificando los motivos por los cuales realizo tal y tal perjurio contra mi rol social. Ahora, si tomo en cuenta el hecho de justificarse ante la vida es peor aún. Vivir, en el concepto más amplio, es rechazar la libertar y cárcel. Ambas partes son opresoras, por supuesto, en diferentes medidas.

El primer libro que se me ocurrió comprar —mientras caminaba—, pensé: ¿por qué no algo de poesía? Hace tiempo que no leo poesía. Que no escribo poesía. Me pregunto si realmente escribí poesía una vez de aquellas, cuando el entusiasmo se desbordaba. No recuerdo quién me dijo eso de los “efluvios juveniles”. Bien pudo ser uno de ellos los que me motivaron un día a escribir poemas, o sus equivalentes. Y me olvidé de ellos así como vinieron. Nunca creí llegar a escribir un buen poema, o al menos uno no muy malo. Luego vino la relación de los libros que fui comprando de cuentos y eso me hizo desinteresarme por completo de la poesía, bueno, al menos de leer lo que exactamente es poemas. Es curioso; en mis inicios como lector nunca pensé en los cuentos, más en las novelas y libros de ensayos filosóficos. Incluso lo estrictamente poético quedó relegado. Mi emoción eran los estantes repletos de filosofía griega, las antologías del Maestro Gaos, de Ortega, de Schopenhauer, de Nietzsche. El marxismo incluso —en todo lo que los llamados marxistas pudieron abarcar— me interesó en algún momento; nunca así los cuentos o los poemas. Pasaron los años, quiero decir los libros y pronto me descubrí como el adolescente que escribía poemas para bajarles el calzón a mis compañeras de contaduría en el bachiller. Escribía cartas para que mis compañeros conquistaran a la “niña” que les gustaba. Escribía poemas a los 13 años, cuando me gustó por primera vez mi supuesto amor de secundaria. Yo no sabía qué era escribir un poema, y a lo más que pude haber llegado fue, tal vez, a decir que me parecía bonita o que tenía los ojos del color del valle; porque ella tenía los ojos verde esmeralda. Tiempo después, ya en el bachiller, me enteré de que se había casado. Ella no quiso seguir estudiando o no lo permitieron sus padres, no estoy seguro. Sin embargo, yo no me iba permitir dejar pasar el tiempo y no besarla jamás o tratar de conquistar esos ojitos verdes. Así que con nuevas estrategias de ataque y ya con más idea de qué era un poema —el bachiller sirvió de mucho para entender el proceso por el cual pasa un poema, tema para otra conversación—, me propuse buscar dónde trabajaba aquella mujer alta, delgada, cabello castaño claro y, repito, ojos verdes. La encontré en una de las tiendas del centro, allá en mi pueblo. Era encargada del departamento de lencería. Me vi obligado a acercarme sigilosamente y con las ganas que tenía. El resultado es obvio, fracasé al primer intento. Luego vino el segundo y el tercero. Ya para este último yo la acompañaba hasta su trabajo y la besaba en el autobús todo el tiempo. A estas alturas del partido —no es que se viejo o menos que adulto— me parece ridículo haber intentado escribirle poemas a mi amor de secundaria. Ella No sabía ni un picte de filosofía y yo hablaba —porque estaba emocionado de la “realidad del ser”—y hablaba todo el tiempo de Nietzsche, de Miguel Unamuno, de Caso, de Vasconcelos, de Reyes; y mi acompañante en el autobús terminaba diciendo que una de sus compañeras de trabajo se había comprado una tanga de vicki form. Me reía y disfrutaba de la posible imagen de su amiga con aquella tanga del catálogo primavera-verano. Cuando conocí a la susodicha compradora me infarté. Tenía un culo de “aquellos”. Estuve a punto de mandar al carajo a mi supuesta conquista —porque en mis pensamientos, al ver a la amiga, fueron de, No es mi novia, salgo con ella pero no es mi novia. ¿Ustedes qué suponen que sucedió?

Hubo entonces el tiempo que las lecturas de poesía aumentaron y la filosofía dejó de ser importante, sin embargo, no menos interesante. Creo haber tenido cierta iluminación y por eso desistí y dejé de leerla. No tenía caso seguir leyendo de ese modo absurdo, libro tras libro. Sabía que deseaba estudiar Filosofía, mas no sabía que terminaría por estudiar otra licenciatura similar, nada más. Ahora es menos creíble lo acontecido. Me veo a través de los libros que he comprado últimamente y diría que soy cuentista, por supuesto, así como fui poeta.

lunes

Tu muñeca



Poco a poco esto de postear se ha ido al caño. Y al carajo. Tiempo tengo (no de sobra) para escribir. Sin embargo, no lo hago. No tiene nada que ver con el fetiché de la página (mamada de quien inventó tal fetiché). Más bien creo que es por pereza, o por algo más que éso. Ya no me motiva el Amo de Caza. Lástima. Quizás, ahora sí, le llegó su final.

La "mera" verdá no creo que esto interese.

Estaba escuchando a Armando Palomas y de pronto salió la rolita "Tu muñeca". La rola es cantada por una vieja que no sé cómo se llama (si ustedes saben, avisen). Recordé cuando me tenía de aperrito a mi ex vieja. Ella estaba frente al closet. Como sea, gracias totales.

miércoles

Nada: qué hacer.