lunes

Juego de niños

En la casa las hojas se apropian del patio, poco a poco consumen el espacio que rodeaba el jardín, incluso se han vuelto huéspedes de los rincones habitados por telarañas. Las hojas amarillas se detienen en el telar y se balancean, como péndulos, donde antes arañas dormían o cazaban presas pequeñas.
Bajo el árbol, las raíces brotaron sobre las piedras. Son raíces gruesas, cafés, viejas, que el tiempo permitió envejecer como los muros de esta casa.
El padre de mi padre señaló que el árbol debía crecer en medio, porque ahí daría sombra al patio y ahí mismo podría descansar el cuerpo, cuando la jornada terminara y el clima caluroso de la tarde no le permitiera estar dentro, hojeando los libros del abuelo de mi padre, un viejo que no ocultaba su rencor a los caudillos.
El árbol todavía se sostiene. El viento lo mece o equilibra y desde arriba se ven caer hojas amarillas, secas, como el sonido de un campanario que anuncia quién sabe qué.
Las hojas se mueven. Caen. Y se resguardan de otro viento que pueda levantarlas, erguirlas y edificar con ellas el espejismo de la semilla.
El padre de mi abuelo construyó esta casa y él se la heredó a mi abuelo, y mi abuelo a mi padre y mi padre la abandonó porque mi madre no fue otra.
Aquí, dijo el abuelo de mi padre, crecerá la familia. En ese tiempo la casa era muy pequeña. En ella vivían cuatro personas, y esperaban a una más: mi madre.
El árbol creció rápido. Este es un árbol que crece pronto, dijo mi padre, con la voz infantil, segura de todo.
Ahora la casa está vencida. Creció, es verdad, la familia y los muros. La abuela dio a luz a Marcela y la casa tuvo que ensancharse y también el campo se ensanchó. El árbol comenzó a dar sombra y mi padre y el abuelo y el abuelo de mi padre tomaban el descanso mientras el sol se ocultaba y platicaban de esto o de lo otro, con algunos gestos por parte del abuelo más grande.
El abuelo de mi padre falleció hace muchos años, apenas supo de Marcela, su nieta. Escuchó un par de meses el llanto de la niña y después murió.
Mi padre me contó que era niño y que no conocía la palabra muerte. Dijo haber visto el cuerpo de su abuelo tendido entre mantas, y ese día, allí mismo, escuchó, de la boca de su madre, la palabra. El bisbiseo de la palabra, dijo mi padre, le provocó un miedo similar a cuando caminaba solo por los cercos y en las piedras se escondían arañas o culebras.
El abuelo de mi padre llegó a estas tierras a curarse, eso había contado, eso contaba a todos los que le preguntaban: vine a curarme, decía.
Mi abuelo poco conoció de la abuela de mi padre, le dijeron que la enterraron en la otra casa, de donde fueron echados, y así aprendió a vivir con poco. Cuando la edad le fue suficiente tomó por mujer a una señora que no conocí, pero me decían que le dijera abuela cada vez que la visitábamos en su tumba.
Yo no sentía nada por esa mujer bajo tierra, pero mi padre sí.
En la casa se guardaba un retrato donde la abuela, sentada en una de las mecedoras de los portales, vigilaba el rastro de los niños, sus hijos, jugando.
En la fotografía, corrugada y enmohecida, la mirada de mi abuela destacaba ante el paisaje emotivo de los pilares de madera y las macetas colgadas de los clavos. Los colores de las flores se perdían al ver los ojos de mi abuela, siempre atenta, exiliada del mundo, sólo sustraída por los niños que jugaban a rodear el árbol, unidos por las manos.
Mi padre se arrodillaba, acariciaba el trozo de cruz y se santiguaba. Después me pedía que hiciera lo mismo. Pero mi acto estaba muy lejos del acto de mi padre, a quien parecía dolerle más ese montón de polvo y no los otros, donde mi abuelo veía hacia arriba con sus ojos huecos, y mi madre, a un lado, recostada en su propia tumba.
Yo comprendí al abuelo, porque yo no comprendía nada, cuando nos hizo prometerle que lo sepultáramos en una tumba aparte.
Mi padre pensó no hacerlo, pero mi madre enfermó al poco tiempo de caer enfermo el abuelo, entonces mi padre comprendió y sepultamos a Marcela y a su padre.
Ahora que los años han pasado y mi padre también ha muerto, la casa ha vuelto a su historia antes de nosotros, antes de nada. El recuerdo que conservo es el de esa mujer de la fotografía que dijeron era mi abuela, y vigilaba a mis padres mientras jugaban tomados de la mano, junto al árbol.


Comitán, julio 2016.


La cena

Mi padre observó alrededor de la mesa.
Del otro lado, frente a él, mi esposa servía el vino en las copas. Al tomar la mía levanté la mano ejecutando un ademán que la interrumpió.
Así que es cierto…
Lo es, dijo Claudia.
Mi madre, que hacía presencia desde el umbral de la cocina, preguntó.
¿Es cierto?
Lo es, repitió Claudia.
Respondí a todas las preguntas. ¿Desde cuándo?, ¿cómo te sientes?, seguramente Claudia ha de sentirse mejor, ¿cómo la van pasando?
Mi padre, con un gesto, más bien con un gruñido de bestia cansina, aplacó la interrogación.
Está bien, te comprendemos, dijo mi madre.
Claudia sirvió sobre las demás copas.
No estaría mal prevenir, dijo mi madre, tendrás que alejarte de ciertas personas.
No está mal prevenir, murmuré, absorto en el cristal que aferraba mi rostro, a veces familiar y otras, indescriptiblemente amorfo.
Claudia, sentada a mi lado, comenzó una plática insulsa.
Mi madre y Claudia discernían o escudriñaban el sabor que podría darle menos o más condimentos a la sopa de cebolla.
Mi padre, en silencio, daba pequeños tragos al vino.
¿Entonces es cierto?, repitió, más para sí mismo que para cuestionarme.
Las mujeres interrumpieron su charla, el mutismo explotó directo en mi cabeza.
Mi padre, francamente, no esperaba respuesta; tampoco mi madre o Claudia, pero era obvio que debía decir algo.
Así parece, afirmé, dejando a un lado la copa que tenía entre los dedos.
La sala se opacó y Claudia acudió al rescate.
Podemos darles la noticia, dijo, dirigiéndose a todos y en especial a mí.
No supe qué decir. Desde la esquina de la mesa mi madre observaba el panorama, sus manos mecánicamente acomodaban los platos y cubiertos, y su vista traicionaba la firmeza de su cuerpo.
Mi padre, en cambio, no se inmutó.
Su mirada tejía una telaraña donde la presa era yo.
¿Qué noticia? Acertó en decir.
Claudia, movida por la emoción, colocó una de sus manos sobre mi hombro y la otra empuñó una de las mías.
Deseé ocultarme, perderme, darme por satisfecho con una de las tarjetas que mi padre había estado enviando año tras año, después de aquel día que Claudia se fue por primera vez de la casa y mi padre y mi madre acudieron a mi llamado para verme y pedirle a Claudia que volviera a mi lado; y también para que mi padre reconociera que yo jamás cambiaría y de nueva cuenta las tarjetas de navidad hicieran su aparición durante los años de mi próspera ruina.
Giré el rostro hacia donde se hallaba mi padre.
Insatisfecho por no saber ocultar mi nerviosismo y desequilibrio, mi padre tomó el mando.
Dinos, Claudia, ¿cuál es la noticia?
Claudia trató de hallar mis ojos, mi mirada.
Seremos padres, dijo, con la voz tristemente envejecida.
Mi madre dejó el delantal sobre la mesa y abrazó a Claudia, tan fuerte, que pude escuchar el sollozo de ambas.
Mi padre, por su parte, articuló gestos, movimientos de sorpresa que me condujeron a una rabia huérfana, sin motivos.
Brindemos, dijo mi padre.
Todos, exceptuándome, bebieron sorbo a sorbo el vino.
Así que es cierto, dijo mi padre.

Lo es, afirmó Claudia.

sábado

Positivo


Esto no está fuera de lo común.
            Pasamos semanas esperando los resultados.
Julia y yo nos recostábamos sobre el sofá, pensado uno acerca del otro.
            Julia prendía el televisor, cambiaba los canales automáticamente.
            Tratas de volverme loco, le dije exaltado.
            Nada de eso, respondió, admirada por mi sobresalto.
            El lunes tendremos los resultados, comenté, más por decir algo que por estar en lo cierto.
            ¿El lunes? ¿Estás seguro?, replicó Julia.
            Será el lunes, respondí.
            Los días pasaron atravesando el lunes y los resultados no llegaron.
            Pronto comenzamos a roer la habitación. Julia a un lado de la cama, en el suelo, y yo desde la puerta con el cigarrillo en la mano.
            ¿Cuánto tiempo debemos esperar? ¿Hasta cuándo?, estalló Julia.
            Quise responder pero decir lunes no era opción.
            Por las noches, Julia se hacía la dormida. Sus ronquidos falsos despertaban mi falsa afición a la lectura.
            Leía el periódico, uno viejo, de quién sabe qué año. O tomaba alguno de los libros colocados en la repisa: se verán bien, dijo Julia, cuando se cambió a mi habitación.
            ¿Es que no piensan informarnos?, lloriqueaba Julia.
            Estoy harto, le dije.
            ¿De mí?, preguntó.
            De la espera, musité, cuando la sinceridad debió actuar y decir: sí, de ti.
            También yo lo estoy, decía Julia, acomodándose el cabello detrás de las orejas.
            De la cama al sofá y del sofá a los círculos en el cuarto, en eso se convirtió nuestras vidas.
            ¿Dos o cuatro semanas?, preguntó Julia, viendo a través de los cristales de la ventana.
            ¿Dos o cuatro semanas?, pensé. Tal vez han pasado meses, me dije.
            Tres, me parece, respondí con falso aplomo.
            Los resultados jamás vendrán, ¿no es cierto?
            Julia, no desesperes. Por favor.
            Estamos encerrados, pensaba. Cerrados por todas partes.
            Julia vigilaba la hendidura por donde se introduce el correo.
            ¿Algún día has de caer?, decía para sí, juntando las manos, estrangulándose los dedos.
            Anda, siéntate, le pedía, acercándome hacia su cuerpo.
            Cómo puedes estar tan tranquilo, me reprochaba.
            ¿Tranquilo?, decía para mis adentros. Esto es una locura, conjeturaba.
            Al final, Julia asentía a todas mis palabras y como si recapitulara cada una de ellas, giraba el rostro y juntos regresábamos al sofá.
            No puedo soportar más, decía siempre, incluso con la certeza de no estar hablando con verdad.
            Hazle como yo, ejemplificaba, lee o tómate el tiempo para pensar las cosas. Tú sabes que nunca saldremos, satirizaba.
            Julia, por supuesto, no compartía mi sátira y arremetía contra mí con el enfado que sus puños le permitían.
            Cálmate, saldremos de esto, exhalaba, defendiéndome de los golpes. Algunos atinados y otros estúpidamente inofensivos.
            Nada de esto es cierto, juraba Julia, sacudiéndose la manos.
            Claro que es cierto, los resultados vendrán, le decía.
            Entonces Julia se desnudaba. No hacía otra cosa que desnudarse al saber que los resultados eran verdaderos y algún día tendríamos que sopesarlo.
            Esto no está fuera de lo común, repetía.
            La desnudez de Julia se pronunciaba, como el silencio, en toda la habitación.
            Yo la observaba, desnudo también, esperando.
             Pronto comenzó a sentirse el mal olor, como la carne podrida en la esquina más remota de la nevera.

            

Todo está perdonado


Nuestro más sentido pésame, dijo María. Mi esposa.
Lo siento, dije, apoyando el rostro sobre el cabello de Claudia, al abrazarla.
            Después nos retiramos hacia unas bancas desocupadas.
            Las personas reunidas para despedir a Jorge lloraban o hablaban con el compañero de al lado.
            Buena gente el tal Jorge, dijo alguno.
            Excelente, respondió otro.
            María asomaba la vista sobre el féretro, discretamente. En ocasiones la mirada de ella y la de Claudia se topaban. Se miraban, en silencio, y dejaban caer un halo de nostalgia que les recorría todo el cuerpo.
            ¿Usted conocía bien a Jorge? Me preguntaron.
            Poco, respondí.
            Al lado mío alguien corpulento preguntaba si conocíamos “bien” a Jorge. “Poco”, fue mi respuesta.
            Lo que conocía de Jorge lo sabía por María. A simple vista era un hombre simpático que podía, sin tanto esfuerzo, pasar desapercibido.
            Alto, moreno, sin bigote, con la mirada extraviada, dijo María cuando le pregunté quién era Jorge. Es nadie, sentenció.
            María me tomó de la mano.
            Necesito un café, dijo.
            Ahora vuelvo, contesté.
            Como pude crucé el lugar. Había pocas personas pero incluso con tres el sitio se hubiera visto engentado.
            Serví el café en un vaso desechable, sin azúcar.
            De regreso a mi asiento me topé de frente con Claudia.
            ¿Qué hace ella aquí?, preguntó, cubriéndose la nariz y los labios con un pañuelo.
            Lo mismo que hago yo, dije, y continué mi paso hacia donde se encontraba María.
            María sorbió el café.
            No hace falta enojarse, pensé. Ahora no tiene sentido.
            Pronto amaneció.
            Espero no esté ella en el sepelio, enfatizó Claudia, cuando ya nos despedíamos.
            María no escuchó las palabras de Claudia. Ella, a distancia, como lo hizo al dar su pésame, observó el rostro de Claudia, tratando de hallar empatía.
            Ninguno de los dos, dije, alejando mis manos de las manos de Claudia.
            De vuelta a casa, María preguntó:
            ¿Por qué me odia tanto?
            No lo sé, respondí, aunque mi respuesta no era necesaria ni fue escuchada.
            Lo sabes todo, ¿verdad?, dijo de pronto María.
            Lo sé, me atreví a confesar.
            Y no haces nada, ¿no te molesta?, dijo María, golpeando, a la vez, el tablero del auto.
            No tengo por qué hacer algo, él está muerto, contesté, con irónica parsimonia.
            Deberías hacer algo. No puedes quedarte así…
            Él está muerto, la interrumpí.
            Lo está, lo sé. Eres un imbécil.
            María se llevó las manos al rostro. Lloró el resto del trayecto a casa.
            Al bajar del coche tomé por los hombros a María.
            Todo está perdonado, le dije, acercando su cuerpo al mío.
            Lo sé, lo sé. Él está muerto, musitó.

martes

El niño


Estaba decidido a cambiar. Alojarse fuera de la ciudad, en algún departamento que le permitiera observar los espacios tan amplios del campo.
Tomó la rasuradora y comenzó a afeitarse. El lavabo parecía una tarántula y en el centro el abismo, con las patas tendidas al aire o sobre el mármol, en una plenitud de vía láctea casi histórica como la figura de la vida y de la muerte; así lo pensó.
Al terminar de acicalarse dirigió la vista hacia la ventana: el mundo, se dijo, y enseguida observó la habitación. Lo más parecido a una cama, el buró en metáfora de comedor y sobre éste algunos libros, un par de botellas, cigarros y el celular. Pensó en llamarla, dirigirse a ella con el poco valor que le quedaba, y si fuera necesario, emplear el ruego, las disculpas y el llanto: no lo vuelvo a hacer, diría, lo juro, diría, como si afirmara en verdad con devoción algo que no sabía cierto.
El olor del cuarto de hotel supuraba hedores románticos. Lo anterior es un oxímoron, caviló, antes de terminar la línea.
A punto de salir, de dejar inconcluso el relato, escuchó el ruido de los autos que transitaban la avenida. También oyó el ladrido de unos perros, a lo lejos. Se preguntó qué persiguen los perros en la noche, y de nuevo recordó su rostro cubierto por el cabello de ella, la charla antes de penetrarla y el juego de risas acompañado de tristezas. Ella recostada, a su lado, con el cuerpo desnudo y los brazos cruzados como si hubiera muerto. No juegues a morir, no lo soportaría, supuso haberle dicho, pero no dijo nada, sólo miraba el cuerpo tendido entre sábanas y pequeñas cicatrices que la noche anterior fueron besos.
Ignacio abrió la puerta, giró el rostro por última vez a donde se encontraba el aparato telefónico, sus ojos divisaron a través de los cristales una mirada penetrante, escrutadora. Era el final de todo, sin embargo, el camino hacia la infancia ya no le pertenecía.

Juegos verbales 22/03/16/ Fabián García


lunes

En la oscuridad


Fue la noche de inicio de primavera. Todas las casas de la vecindad, una por una, comenzaron a apagarse. La energía eléctrica cesó de pronto y las personas emergieron, como de un hormiguero, a través del umbral de las puertas.
Minutos después del apagón, vecinos y conocidos iniciaron pláticas de todo tipo:
            “No es la primera vez que nos dejan a oscuras”.
            “Se les está haciendo normal cortarnos la luz”.
            “¿Alguien llamó a la Comisión?”
            Sin embargo, no todos se exiliaron de la noche. Rubén y Natalia —matrimonio de pocos años— permanecieron ungidos a las sillas que rodeaban la mesa.
            Ella mantenía los codos sobre el mueble y con las manos apretaba su rostro, como si temiera ser descubierta aun en la sombra.
            Rubén, por su parte, dejó caer el peso de sus hombros al respaldo de la silla. Su mirada, incluso no vista por Natalia, no permitía objeción para lo que delataba: cierta tristeza amparada por el tiempo.
            La esposa permaneció en silencio hasta el momento en que el viento cruzó la puerta y se estableció entre las cuatro paredes de la casa, como un huésped esperado, anhelado para el diálogo.
            “Los vecinos platican, ¿por qué no salimos nosotros?”, dijo ella.
            A lo cual Rubén contestó: “No hace falta”.
            Natalia volvió a su postura, y de nuevo se sintió una mujer incomprendida. Sus gestos, aunque inútiles en la oscuridad, fueron imaginados por Rubén, y éste tuvo la necesidad de contar algo.
            Antes de escuchar, Natalia despojó de su rostro las manos, la humedad permaneció en sus mejillas, y Rubén relató aquella vez que juntos decidieron habitar este inmueble.
           
                       
Primera versión 21/03/16


sábado

El puerto


Dejé el periódico sobre el tablero del coche.
—¿Es necesario? —Pregunté.
—Lo es —respondió él.
Por la carretera transitaban pocos autos, además del nuestro. En realidad parecía desierta. Era de noche y las pequeñas luces de los faros, sencillamente, servían para nada. Casi me sentí ridícula después de haber preguntado lo que, obvio, necesitábamos él y yo.
            En el diario había visto el reportaje de un secuestro y dos asesinatos. Recuerdo haberlo comentado pero Ricardo asintió sin dar pie a una conversación.
—Esto está fuera de control —dije, y esperé una respuesta o algo, que no ocurrió.
            Sin música y en una camioneta familiar, decidí guardar silencio, hasta que Ricardo hablara de lo sucedido. Yo sabía que parte del viaje se debía a la inseguridad, a los miles de correos que llegaron a casa, con la intensión de molestarnos o hacernos daño.
            —Qué bueno que no tenemos hijos —le oí decir a Ricardo, una vez que conversaba con un amigo suyo, de su antiguo trabajo.
            Yo hubiera querido al menos uno, un hijo, quiero decir. Sin embargo, la vida se tornó difícil al año de habernos casado. Nuestras labores, él como periodista y yo como editora de prensa, impidieron el posible alumbramiento del “heredero”, como le gustaba llamar al imaginario descendiente.
Hubo un tiempo que dejé de saber de Ricardo. Decía: “debo viajar, elaborar un reportaje, fotografiar las zonas ocupadas por el narco”. Yo comprendía su entusiasmo, porque en aquellos años —los primeros de nuestro matrimonio— se dispersaban entre mi curiosidad por escribir un libro y su tenacidad a la hora de entrarle al toro por los cuernos. Entonces me dediqué a formar notas, pequeños ensayos, leer artículos; en general, todo aquello que suponía podría ayudarme para desarrollar mi trabajo como escritora. De alguna manera esto le agradó a Ricardo y me dejó ser, como yo a él.
Pero el tiempo aumentó y percibí en Ricardo una mirada inquieta, incluso, si existe este tipo de miradas, la llamaría mirada tangencial. De pronto hizo todo lo contrario a lo que estaba acostumbrado, o que yo estaba acostumbrada a ver en él. Su rostro comenzó a deteriorarse, sus ojos me daban la impresión de ocultarse bajo sombras y dudas, alguna inseguridad que no le conocía, y llegué a pensar que lo había perdido, en todos los términos que se puede perder a una persona.
En mi caso, desistí del libro —asunto que a Ricardo le enfadó y yo continué años más tarde— y me dediqué a revisar el comportamiento de mi esposo. Pensé: “está consumiendo drogas”, “las amenazas están matándolo”, y, “se acostó con otra mujer”. Por supuesto, en un estado como este, donde la impunidad “rifa” y todo está al alcance de las manos, cualquiera de los tres pensamientos que se me vinieron a la mente tendría que ser cierto, y es por ello que en el viaje al puerto esperé a que Ricardo se explicara.
Ahora que pienso en mis antiguas cavilaciones, veo con claridad lo equivocada que estaba.
Ricardo fijó el curso al puerto el día anterior a nuestra partida. Sólo comentó “la necesidad” de mudarnos. Yo objeté. Creo haberle dicho que era una tontería, que no estábamos preparados para una mudanza, que, en suma, el dinero no nos alcanzaría.
Ricardo, por su parte, escuchó calmado, aun cuando al verme no sabía si realmente me veía o sólo escuchaba mis palabras como si éstas me representaran en cuerpo y alma.
—¿Al puerto? Estás loco —reclamé.
—Será por un tiempo —dijo—, allá estaremos una temporada en la casa de mis padres.
—¿Tus padres? —Respondí.
Y Ricardo guardó silencio. No dijo más, no vi sino el ademán de quien ha tomado una decisión inobjetable.
A la mañana siguiente, sin tardanza, Ricardo tomó del buró y el closet sus pertenencias: un par de camisas y pantalones, además de libros de antropología y novela negra. ¿En qué situación se encontraría para haber olvidado los premios que su labor como periodista le otorgó? Hay que decirlo, también, a Ricardo poco le interesaron esos premios. Tal vez nada o todo le interesó, verdaderamente.
Vistas las cosas de tal manera, hice lo mismo con los objetos que más aprecio les tenía: blusas, faldas y demás, quedaron en el pasado. Lo único que llevé conmigo, tan exacto como que ahora estoy a punto de terminarlo, fueron los papeles dispersos que junté con dedicación para escribir mi libro. Dicho así suena muy pretensioso, cuando en verdad el libro lo escribió Ricardo, sin saberlo.
Pensándolo bien, Ricardo pudo tener la razón, es decir, al ocultarse o desaparecer —¿De qué? Todavía no lo sé—, pero evitó que a nuestra casa llegaran los mensajes anónimos y las ofensas, mezcladas con crueles advertencias y desfiguros. Sin embargo, y esto es lo importante, él ya no está.
En aquel tiempo que Ricardo se perdió en los viajes —¿O lo perdí?—, conocí a Moreno. Él es un hombre robusto, alto, de mirada silenciosa, algo tonto en cuanto a su forma de actuar pero nada que le afectara por completo. Tuve un par de conversaciones donde siempre salía a relucir el nombre de Ricardo y su distanciamiento de mi persona.
—¿Sabes por qué se aleja? —Preguntó Moreno.
—Es posible —argüí— sin saber con exactitud por qué respondía de ese modo.
En la tercera ocasión que nos vimos me acosté con él. No era el tipo de hombre que frecuentaría pero sus tonterías —infantiles o ridículas— me hacían reír, además, Ricardo no estaba y mi opinión sobre él y su actual estado me hacían sospechar de que estaba saliendo con otra. Esto es, a las claras, un pretexto para remediar mi acción, sin embargo, algo que no sé o no tengo en claro me permite expresarme con esta actitud: Ricardo estaba distante y yo me sentía vulnerable.
Esa tarde Moreno llamó al trabajo y yo accedí a su invitación. Sabía, desde un principio, que aquella tarde Moreno pretendía acostarse conmigo, es un instinto que no está a discusión lo que me llevó a suponerlo y comprobarlo.
La comida estuvo regular, hablamos francamente nada, él por su comportamiento y yo por no saber qué decir. Ricardo ya no fue tema de conversación, porque, como he dicho, sabía que Moreno me deseaba y quería acostarse conmigo. Así que preferí olvidar a Ricardo, o al menos dejarlo a un lado pues tenía la sensación de que al pensarlo o mencionarlo siquiera, todo se vendría cuesta abajo. Hacía meses que no me sentía alagada por nadie, y yo quería disfrutar de ese momento, sentirme deseada, querida, o sólo sentir que a alguien le importaba. Por ello Ricardo fue olvidado por instantes.
El departamento de Moreno era pequeño, tal y como lo imaginé. Si quisiera explicarme no sabría cómo mencionar lo que sucedió. Moreno no fue ni bueno ni malo, sólo un hombre al cual le habían permitido penetrar el cuerpo de una mujer vulnerable y sola.
Ricardo jamás supo de mi encuentro ocasional con su excompañero de trabajo, yo incluso jamás supe si Ricardo me fue infiel o no, aunque lo sospechara. Creo que la infidelidad de Ricardo tiene que ver con esos viajes, no es que él tuviera o no la oportunidad de estar con otras mujeres, sino la profundidad en el registro de su carácter: su voz, su cuerpo, sus ojos me decían que Ricardo había cambiado. La única vez que conversó conmigo, para contarme lo que había visto, dijo estas palabras: “nada tiene sentido”, y al terminar de decirlas subió a nuestra recámara para después informarme que nos iríamos al puerto, a la casa de sus padres.
Ricardo condujo toda la noche hasta el amanecer. Yo permanecí en silencio el resto del viaje. Una o dos veces hojeé de nuevo el periódico y vi en él lo que antes había leído: secuestro y asesinato.
Ricardo, con aire extraño, que parecía rejuvenecerlo y a la vez marcar aún más la ausencia de vida en su persona, dijo:
—En el puerto estaré más tranquilo, tú puedes volver cuando lo decidas.
Al medio día llegamos a la casa de sus padres, el señor y la señora me recibieron con el ánimo de quien extraña a un amigo o una hija.
Yo volví a casa meses después de haber desaparecido Ricardo.




Febrero 5  de 2016

miércoles

Pintura para Laura


Para Irasema, por el retrato.



Como cualquier idiota, tengo esperanzas.
            Me paro frente al balcón y observo el parque que está a lado de la casa, la casa de Laura, donde ahora yo habito. El parque es una extensión plana en cuyo centro el asta sostiene la bandera a medio vuelo. Alrededor, el cuadro, quiero decir, no hay nada que pueda ser digno de resaltarse, excepto, quizá, el tejado en los techos y las palomas:
mierda volando, allá va una mierda volando,
diría Laura.
De hecho, el lenguaje de Laura es escaso: un sí, un no, un tal vez.
Laura, a veces, observa conmigo el parque. Ella detiene la vista al margen de los edificios y las sombras que proyectan por el ocaso, cuando al poniente el sol se manifiesta y es rojo el cielo, y la tarde ocupa la plaza, llenando de rojo el asfalto y las bancas, y los árboles.
Hoy, en cambio, veo el parque           
el parque es el héroe—, le digo a Laura, cuando se refiere a las palomas,
y estoy solo, mirándolo.
Laura está del otro lado de la sala, sentada en el mueble de su abuelo, el abuelo del retrato colgado por encima de la chimenea. Laura está viendo nada, pero /siento/ que observa algo.
Yo recuerdo sus ojos, los ojos de Laura, como su boca recuerdo, y recuerdo su nariz;
su expresión, la primera vez que la vi, y tomé su mano antes de besarla:
tomé sus manos y después su cintura:
me acerqué
poco
a
poco
y la besé sin saber si la besaba o estaba enamorándome de ella.
            Recuerdo a Laura, aunque ése no sea su nombre, ni esta su casa.
            Pero Laura sabía dulce y suave:
Laura cerró los ojos, lo recuerdo, porque yo no cerré los ojos, porque quería verla y sentirla con los ojos,
quería mirar cómo me besaban sus ojos sin mirarme,
saber a qué sabían sus ojos cerrados, y saber o sentir que era su cuerpo cerrado, junto al mío.
            La sala se estrecha por la chimenea:
una rústica demostración de falta de tacto. Una miniatura de algún edificio olvidado que, el abuelo de Laura, ha querido perpetuar.
            En los costados están los muebles y al centro el sofá. Yo recuerdo el sofá, y a Laura, y quisiera inmortalizar a ambos:
uno me recuerda a Laura, y Laura me recuerda a su carne:
algo como tibia
como piedra a punto de arder:
tengo el trasero muy grande, decía Laura, a la hora de verme, mientras la veía.
            De inmortalizarlo le pondría: El sofá de Laura.
            Y destacaría las piernas de Laura y sus ojos, y su boca;
el sofá, en plano secundario, y más bien sería la metáfora de algún recuerdo que
Laura
no haya querido contarme.
            Yo le he dicho a Laura: fíjate en lo que veas. Algo debemos llevarnos.
            Sin embargo, Laura no hace caso: disimula no escucharme, y sólo observa los cuadros:
Allá está tía Mati, dice. Y yo sólo leo en su decir la nostalgia que esta, su casa, le provoca.
            Anda. Vamos a llevarnos algo. Le repito.
            Pero Laura me mira, y yo interpreto su mirada:
Ey, chico, ven, hagámoslo otra vez…
Y me sorprendo una y otra vez en el sofá
—esto es imaginario, ¿y qué no lo es—,
sosteniendo a Laura entre mis manos, diciéndole su nombre, y ella diciendo:
no, no me llames así, llámame Laura. Y yo respondo:
sí, lo que tú digas… sí, lo que digas... Laura
Y ella: sí, así, sí, así, una vez más.
            Pero Laura está sola, sentada en la mecedora de su abuelo, y no conmigo, en el sofá.
 —Allá va una mierda volando —le digo.
—Cállate —me dice—, pendejo —y ya no pretendo ser gracioso.
            Si me he equivocado con el sí, no y tal vez, es porque Laura de vez en cuando dice pendejo. Sólo entonces no es Laura, y ella es
la chica del barrio,
la buenas tardes,
la mamacita.
            Pero ahora es Laura, y así la quiero, aunque ella —es decir ella-Laura— no quiera llevarse nada.
            —Mira —dice—, esa de aquel lado —señala a mi izquierda— es mamá.
            —Seguro —le digo.
            —Y aquel es mi padre.
            —Seguro —repito.
            Todo buen trabajo tiene horario, le he dicho. Pero Laura todavía se despereza.
            Si no nos llevamos nada, informa.
            Yo he visto a Laura, así, otras veces: y le digo, te quiero, y también le digo, está es nuestra casa, y me vuelvo al balcón y veo el parque.
            El parque es el héroe, me digo, mientras Laura sacude los muebles, y camina como si nada, y yo la inmortalizo, y llamo a la obra:
La casa de Laura.
Y Laura me besa, y respiro por su boca: sus labios
y detrás nuestro suena algo:
la puerta
y no nos arrepentimos del sueño, de nuestra casa
porque ella lo sabe, ella es Laura
y yo le digo Te quiero
y tiran la puerta y Laura dice mi nombre y vemos al abuelo (en el cuadro) que ha inmortalizado algún edificio de esta ciudad de mierda.





                                                                                  Enero 3 de 2016