martes

El niño


Estaba decidido a cambiar. Alojarse fuera de la ciudad, en algún departamento que le permitiera observar los espacios tan amplios del campo.
Tomó la rasuradora y comenzó a afeitarse. El lavabo parecía una tarántula y en el centro el abismo, con las patas tendidas al aire o sobre el mármol, en una plenitud de vía láctea casi histórica como la figura de la vida y de la muerte; así lo pensó.
Al terminar de acicalarse dirigió la vista hacia la ventana: el mundo, se dijo, y enseguida observó la habitación. Lo más parecido a una cama, el buró en metáfora de comedor y sobre éste algunos libros, un par de botellas, cigarros y el celular. Pensó en llamarla, dirigirse a ella con el poco valor que le quedaba, y si fuera necesario, emplear el ruego, las disculpas y el llanto: no lo vuelvo a hacer, diría, lo juro, diría, como si afirmara en verdad con devoción algo que no sabía cierto.
El olor del cuarto de hotel supuraba hedores románticos. Lo anterior es un oxímoron, caviló, antes de terminar la línea.
A punto de salir, de dejar inconcluso el relato, escuchó el ruido de los autos que transitaban la avenida. También oyó el ladrido de unos perros, a lo lejos. Se preguntó qué persiguen los perros en la noche, y de nuevo recordó su rostro cubierto por el cabello de ella, la charla antes de penetrarla y el juego de risas acompañado de tristezas. Ella recostada, a su lado, con el cuerpo desnudo y los brazos cruzados como si hubiera muerto. No juegues a morir, no lo soportaría, supuso haberle dicho, pero no dijo nada, sólo miraba el cuerpo tendido entre sábanas y pequeñas cicatrices que la noche anterior fueron besos.
Ignacio abrió la puerta, giró el rostro por última vez a donde se encontraba el aparato telefónico, sus ojos divisaron a través de los cristales una mirada penetrante, escrutadora. Era el final de todo, sin embargo, el camino hacia la infancia ya no le pertenecía.

Juegos verbales 22/03/16/ Fabián García


lunes

En la oscuridad


Fue la noche de inicio de primavera. Todas las casas de la vecindad, una por una, comenzaron a apagarse. La energía eléctrica cesó de pronto y las personas emergieron, como de un hormiguero, a través del umbral de las puertas.
Minutos después del apagón, vecinos y conocidos iniciaron pláticas de todo tipo:
            “No es la primera vez que nos dejan a oscuras”.
            “Se les está haciendo normal cortarnos la luz”.
            “¿Alguien llamó a la Comisión?”
            Sin embargo, no todos se exiliaron de la noche. Rubén y Natalia —matrimonio de pocos años— permanecieron ungidos a las sillas que rodeaban la mesa.
            Ella mantenía los codos sobre el mueble y con las manos apretaba su rostro, como si temiera ser descubierta aun en la sombra.
            Rubén, por su parte, dejó caer el peso de sus hombros al respaldo de la silla. Su mirada, incluso no vista por Natalia, no permitía objeción para lo que delataba: cierta tristeza amparada por el tiempo.
            La esposa permaneció en silencio hasta el momento en que el viento cruzó la puerta y se estableció entre las cuatro paredes de la casa, como un huésped esperado, anhelado para el diálogo.
            “Los vecinos platican, ¿por qué no salimos nosotros?”, dijo ella.
            A lo cual Rubén contestó: “No hace falta”.
            Natalia volvió a su postura, y de nuevo se sintió una mujer incomprendida. Sus gestos, aunque inútiles en la oscuridad, fueron imaginados por Rubén, y éste tuvo la necesidad de contar algo.
            Antes de escuchar, Natalia despojó de su rostro las manos, la humedad permaneció en sus mejillas, y Rubén relató aquella vez que juntos decidieron habitar este inmueble.
           
                       
Primera versión 21/03/16


sábado

El puerto


Dejé el periódico sobre el tablero del coche.
—¿Es necesario? —Pregunté.
—Lo es —respondió él.
Por la carretera transitaban pocos autos, además del nuestro. En realidad parecía desierta. Era de noche y las pequeñas luces de los faros, sencillamente, servían para nada. Casi me sentí ridícula después de haber preguntado lo que, obvio, necesitábamos él y yo.
            En el diario había visto el reportaje de un secuestro y dos asesinatos. Recuerdo haberlo comentado pero Ricardo asintió sin dar pie a una conversación.
—Esto está fuera de control —dije, y esperé una respuesta o algo, que no ocurrió.
            Sin música y en una camioneta familiar, decidí guardar silencio, hasta que Ricardo hablara de lo sucedido. Yo sabía que parte del viaje se debía a la inseguridad, a los miles de correos que llegaron a casa, con la intensión de molestarnos o hacernos daño.
            —Qué bueno que no tenemos hijos —le oí decir a Ricardo, una vez que conversaba con un amigo suyo, de su antiguo trabajo.
            Yo hubiera querido al menos uno, un hijo, quiero decir. Sin embargo, la vida se tornó difícil al año de habernos casado. Nuestras labores, él como periodista y yo como editora de prensa, impidieron el posible alumbramiento del “heredero”, como le gustaba llamar al imaginario descendiente.
Hubo un tiempo que dejé de saber de Ricardo. Decía: “debo viajar, elaborar un reportaje, fotografiar las zonas ocupadas por el narco”. Yo comprendía su entusiasmo, porque en aquellos años —los primeros de nuestro matrimonio— se dispersaban entre mi curiosidad por escribir un libro y su tenacidad a la hora de entrarle al toro por los cuernos. Entonces me dediqué a formar notas, pequeños ensayos, leer artículos; en general, todo aquello que suponía podría ayudarme para desarrollar mi trabajo como escritora. De alguna manera esto le agradó a Ricardo y me dejó ser, como yo a él.
Pero el tiempo aumentó y percibí en Ricardo una mirada inquieta, incluso, si existe este tipo de miradas, la llamaría mirada tangencial. De pronto hizo todo lo contrario a lo que estaba acostumbrado, o que yo estaba acostumbrada a ver en él. Su rostro comenzó a deteriorarse, sus ojos me daban la impresión de ocultarse bajo sombras y dudas, alguna inseguridad que no le conocía, y llegué a pensar que lo había perdido, en todos los términos que se puede perder a una persona.
En mi caso, desistí del libro —asunto que a Ricardo le enfadó y yo continué años más tarde— y me dediqué a revisar el comportamiento de mi esposo. Pensé: “está consumiendo drogas”, “las amenazas están matándolo”, y, “se acostó con otra mujer”. Por supuesto, en un estado como este, donde la impunidad “rifa” y todo está al alcance de las manos, cualquiera de los tres pensamientos que se me vinieron a la mente tendría que ser cierto, y es por ello que en el viaje al puerto esperé a que Ricardo se explicara.
Ahora que pienso en mis antiguas cavilaciones, veo con claridad lo equivocada que estaba.
Ricardo fijó el curso al puerto el día anterior a nuestra partida. Sólo comentó “la necesidad” de mudarnos. Yo objeté. Creo haberle dicho que era una tontería, que no estábamos preparados para una mudanza, que, en suma, el dinero no nos alcanzaría.
Ricardo, por su parte, escuchó calmado, aun cuando al verme no sabía si realmente me veía o sólo escuchaba mis palabras como si éstas me representaran en cuerpo y alma.
—¿Al puerto? Estás loco —reclamé.
—Será por un tiempo —dijo—, allá estaremos una temporada en la casa de mis padres.
—¿Tus padres? —Respondí.
Y Ricardo guardó silencio. No dijo más, no vi sino el ademán de quien ha tomado una decisión inobjetable.
A la mañana siguiente, sin tardanza, Ricardo tomó del buró y el closet sus pertenencias: un par de camisas y pantalones, además de libros de antropología y novela negra. ¿En qué situación se encontraría para haber olvidado los premios que su labor como periodista le otorgó? Hay que decirlo, también, a Ricardo poco le interesaron esos premios. Tal vez nada o todo le interesó, verdaderamente.
Vistas las cosas de tal manera, hice lo mismo con los objetos que más aprecio les tenía: blusas, faldas y demás, quedaron en el pasado. Lo único que llevé conmigo, tan exacto como que ahora estoy a punto de terminarlo, fueron los papeles dispersos que junté con dedicación para escribir mi libro. Dicho así suena muy pretensioso, cuando en verdad el libro lo escribió Ricardo, sin saberlo.
Pensándolo bien, Ricardo pudo tener la razón, es decir, al ocultarse o desaparecer —¿De qué? Todavía no lo sé—, pero evitó que a nuestra casa llegaran los mensajes anónimos y las ofensas, mezcladas con crueles advertencias y desfiguros. Sin embargo, y esto es lo importante, él ya no está.
En aquel tiempo que Ricardo se perdió en los viajes —¿O lo perdí?—, conocí a Moreno. Él es un hombre robusto, alto, de mirada silenciosa, algo tonto en cuanto a su forma de actuar pero nada que le afectara por completo. Tuve un par de conversaciones donde siempre salía a relucir el nombre de Ricardo y su distanciamiento de mi persona.
—¿Sabes por qué se aleja? —Preguntó Moreno.
—Es posible —argüí— sin saber con exactitud por qué respondía de ese modo.
En la tercera ocasión que nos vimos me acosté con él. No era el tipo de hombre que frecuentaría pero sus tonterías —infantiles o ridículas— me hacían reír, además, Ricardo no estaba y mi opinión sobre él y su actual estado me hacían sospechar de que estaba saliendo con otra. Esto es, a las claras, un pretexto para remediar mi acción, sin embargo, algo que no sé o no tengo en claro me permite expresarme con esta actitud: Ricardo estaba distante y yo me sentía vulnerable.
Esa tarde Moreno llamó al trabajo y yo accedí a su invitación. Sabía, desde un principio, que aquella tarde Moreno pretendía acostarse conmigo, es un instinto que no está a discusión lo que me llevó a suponerlo y comprobarlo.
La comida estuvo regular, hablamos francamente nada, él por su comportamiento y yo por no saber qué decir. Ricardo ya no fue tema de conversación, porque, como he dicho, sabía que Moreno me deseaba y quería acostarse conmigo. Así que preferí olvidar a Ricardo, o al menos dejarlo a un lado pues tenía la sensación de que al pensarlo o mencionarlo siquiera, todo se vendría cuesta abajo. Hacía meses que no me sentía alagada por nadie, y yo quería disfrutar de ese momento, sentirme deseada, querida, o sólo sentir que a alguien le importaba. Por ello Ricardo fue olvidado por instantes.
El departamento de Moreno era pequeño, tal y como lo imaginé. Si quisiera explicarme no sabría cómo mencionar lo que sucedió. Moreno no fue ni bueno ni malo, sólo un hombre al cual le habían permitido penetrar el cuerpo de una mujer vulnerable y sola.
Ricardo jamás supo de mi encuentro ocasional con su excompañero de trabajo, yo incluso jamás supe si Ricardo me fue infiel o no, aunque lo sospechara. Creo que la infidelidad de Ricardo tiene que ver con esos viajes, no es que él tuviera o no la oportunidad de estar con otras mujeres, sino la profundidad en el registro de su carácter: su voz, su cuerpo, sus ojos me decían que Ricardo había cambiado. La única vez que conversó conmigo, para contarme lo que había visto, dijo estas palabras: “nada tiene sentido”, y al terminar de decirlas subió a nuestra recámara para después informarme que nos iríamos al puerto, a la casa de sus padres.
Ricardo condujo toda la noche hasta el amanecer. Yo permanecí en silencio el resto del viaje. Una o dos veces hojeé de nuevo el periódico y vi en él lo que antes había leído: secuestro y asesinato.
Ricardo, con aire extraño, que parecía rejuvenecerlo y a la vez marcar aún más la ausencia de vida en su persona, dijo:
—En el puerto estaré más tranquilo, tú puedes volver cuando lo decidas.
Al medio día llegamos a la casa de sus padres, el señor y la señora me recibieron con el ánimo de quien extraña a un amigo o una hija.
Yo volví a casa meses después de haber desaparecido Ricardo.




Febrero 5  de 2016