Agrego un cuento de Marco Tulio Aguilera, otro más de Nicandro Juárez; fotografías de Jesús Hernández Flakkkkko, quien amablemente me permitió exponer trabajos suyos –a esto agrego que quise subir sólo una foto de alguna de las series expuestas en su blog, pero no supe cual elegir, así que decidí subir la serie completa, y por ende anticipando una disculpa si esto causara alguna molestia–; por último un poema de Ismael Tavarez.
martes
Editorial
Agrego un cuento de Marco Tulio Aguilera, otro más de Nicandro Juárez; fotografías de Jesús Hernández Flakkkkko, quien amablemente me permitió exponer trabajos suyos –a esto agrego que quise subir sólo una foto de alguna de las series expuestas en su blog, pero no supe cual elegir, así que decidí subir la serie completa, y por ende anticipando una disculpa si esto causara alguna molestia–; por último un poema de Ismael Tavarez.
Italo Calvino
El caballero inexistente fue publicado en noviembre de 1959 por la editorial Einaudi, de Turín. El primero de los textos que se incluyen en la presente Nota preliminar figuraba en la solapa de aquella edición, y la autoría es seguramente del propio Calvino; el segundo es una carta que dirigió Calvino al semanario Mondo Novo en respuesta a una reseña a la novela del critico Walter Pedullà.
Esta novela de Calvino viene a sumarse a El vizconde demediado y El barón rampante, culminando una trilogía de emblemáticas figuras, casi un árbol genealógico de antepasados del hombre contemporáneo. En esta ocasión, Calvino se ha internado más en los siglos y su novela se desarrolla entre los paladines de Carlomagno, en esa Edad Media ajena a cualquier verosimilitud histórica y geográfica, típica de los poemas caballerescos.
Pero el sabor de las invenciones calvinianas es más moderno que nunca. ¿Cuándo, si no hoy, en el corazón de las más abstractas civilizaciones de masas, donde la persona humana aparece tan a menudo difuminada tras la pantalla de las funciones, de las atribuciones y de los comportamientos preestablecidos, podría haberse dado vida a Agilulfo, el caballero inexistente? ¿Quién podría parecerse más a un guerrero encerrado e invisible en su armadura que los millones de hombres encerrados e invisibles en sus automóviles que desfilan interrumpidamente ante nuestros ojos? ¿Y el escudero Gurdulú, que está pero no sabe que está, acaso podría concebirse fuera de toda la literatura de hoy, empeñada en indagar la humanidad preconsciente, la existencia todavía indiferenciada del mundo de las cosas? Y –entre las apariciones que sirven de coro a los sucesos– ese grotesco wagneriano de los Caballeros del Grial ¿no posee también un sabor de actualidad, hoy, cuando tan de moda está el budismo zen?
Pero lo más importante es que El caballero inexistente se lee prescindiendo de todos los significados posibles, pasándolo en grande con las aventuras de Agilulfo y de Gurdulú, con la aguerrida amazona Bradamante y el joven Rambaldo, con el sombrío Turrismondo, con la maliciosa Priscila y con la plácida Sofronia. En plena sucesión de hallazgos bufonescos, de batallas y duelos y naufragios, no tardamos en descubrir el típico tono de Calvino, su activa moral y su irónica y melancólica reserva, su aspiración a una plenitud de vida, a una humanidad total.
Llevo varios meses viajando por los Estados Unidos, y sólo ahora, de vuelta en Nueva Cork, llega a mis manos algún recorte de periódico sobre mi última novela, El caballero inexistente, aparecida cuando ya me encontraba en Norteamérica. Así, leo con gran retraso un artículo firmado por Walter Pedullà, publicado en la edición del 31 de enero de tu periódico, con el título “La novela de un ex comunista”.
Un crítico está en su derecho de interpretar como le parezca la obra que sea, pero me siento en la obligación de advertir a tus lectores que la interpretación en clave alegórico-política de El caballero inexistente es completamente arbitraria, no se corresponde en absoluto con mis intenciones ni con mis sentimientos y desnaturaliza completamente la lectura del libro.
El caballero inexistente es una historia sobre los distintos grados de existencia del hombre, sobre las relaciones entre existencia y conciencia, entre sujeto y objeto, sobre nuestra posibilidad de realizarnos y de establecer contacto con las cosas; es una transfiguración de clave lírica de interpretaciones y conceptos que se repiten continuamente hoy en la investigación filosófica, antropológica, sociológica, histórica; lo escribí a la par que mi ensayo Il mare dell`oggettività(1), publicado en Il menabò, n.º 2, que puede constituir un equivalente teórico de lo que he pretendido expresar en la novela de forma fantástica. Pero ¿qué dientes tiene que ver la alegoría de los comunistas en todo esto?
Hasta ahora no he podido ver sino algunas de las reseñas publicadas, pero leo que también otros han visto en mi personaje llamado Agilulfo nada menos que a un ¡“funcionario de partido”! Me parece que semejantes interpretaciones de un texto que no ofrece la menor base para argumentaciones así son fruto del peligroso empeño de verlo todo en clave de política contingente.
En El caballero inexistente, como en mis dos anteriores novelas fantástico-morales o lírico-filosóficas, o como se las quiera llamar, no me he propuesto ninguna alegoría política, sino tan sólo estudiar y representar las condiciones del hombre de hoy, la forma de su “alienación”, las vías para la consecución de una humanidad total.
Pedullà afirma: “Los caballeros del Santo Grial son una grotesca alegoría de los comunistas”. Grotesca o, mejor dicho, del todo absurda es la interpretación de Pedullà. ¿Qué cabida puede tener en ese punto, en ese contexto, los comunistas? En ese punto, en el marco de las distintas ejemplificaciones de la relación entre individuo y mundo exterior, yo precisaba ejemplificar un tipo especial de relación: la mística, de comunión con el todo; y la explico, a lo mejor con demasiada claridad incluso, y enuncio mi postura contra esa actitud, en uno de los capítulos del libro que más defiendo desde el punto de vista “ideológico”. Pedullà, en cambio, ve allí a los comunistas y a Hungría. ¡Eso ya es obsesión pura y simple! Precisamente en el capítulo de los Caballeros del Grial ponía incluso, a modo de contraste, la ejemplificación de la toma de conciencia en el plano histórico: el pueblo de los curvaldos que cobra conciencia de existir cuando lucha por su libertad, siendo ésta la única “alegoría política” del libro, aunque tampoco es alegoría, en puridad, sino palmario ejemplo de los pueblos y de las clases que por medio de la lucha se realizan en el plano del Ser…
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Italo Calvino
Bajo las rojas murallas de París se alineaba el ejército de Francia. Carlomagno iba a pasar revista a los paladines. Llevaban allí mas de tres horas; hacía calor; era una tarde de comienzos del verano, algo cubierta, nubosa; dentro de las armaduras se hervía como en sartenes a fuego lento. No hay que descartar que alguno de aquella inmóvil fila de caballeros no hubiera perdido ya el sentido o se hubiera adormilado, pero la armadura los mantenía erguidos en la silla, todos de la misma manera. De pronto, tres toques de trompeta: las plumas de las cimeras se sobresaltaron en el aire inmóvil como ante una ráfaga de viento, y enmudeció de inmediato aquella especie de bramido marino que se había oído hasta entonces, y que era, está visto, un roncar de guerreros oscurecido por las golas metálicas de los yelmos. Y por fin helo aquí, lo descubrieron que avanzaba allá al fondo, Carlomagno, en un caballo que parecía mayor de lo natural, con la barba sobre el pecho, las manos en el pomo de la silla. Reina y guerrea, guerrea y reina, dale que dale, parecía algo aviejado, desde la última vez que lo habían visto aquellos guerreros.
Paraba el caballo ante cada oficial y se volvía a mirarlo de arriba abajo:
(...)
—Y vos ahí, con tan pulido atavío... —dijo Carlomagno, que cuanto más duraba la guerra menos respeto por la limpieza veía en los paladines.
—¡Yo soy —la voz llegaba metálica desde dentro del yelmo cerrado, como si no fuera una garganta, sino la propia chapa de la armadura que vibrase, y con un leve retumbar de eco— Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y Fez!
—Aaah... —dijo Carlomagno, y del labio inferior, algo salido, le brotó un pequeño trompeteo, como diciendo: “Si tuviera que acordarme del nombre de todos ¡estaría aviado!”. Pero de inmediato frunció el ceño—. ¿Y por qué no alzáis la celda y mostráis vuestro rostro?
El caballero no hizo ningún gesto; su diestra enguantada con una férrea y bien engrasada manopla apretó más fuerte el arzón, mientras que el otro brazo, que sostenía el escudo, pareció sacudido por un escalofrío.
—¡Os hablo a vos, paladín! —insistió Carlomagno—. ¿Cómo es que no mostráis la cara a vuestro rey?
La voz salió neta de la mentonera:
—Porque yo no existo, sire.
—¡Ésta sí que es buena! —exclamó el emperador—. ¡Ahora tenemos entre nuestras fuerzas un caballero que no existe! Dejadme ver.
Agilulfo pareció vacilar un momento, y después, con mano firme pero lenta, levantó la celada. El yelmo estaba vacío. Dentro de la armadura blanca de iridiscente cimera no había nadie.
—¡Vaya, vaya! ¡Lo que hay que ver! —dijo Carlomagno—. ¿Y cómo os la arregláis para prestar servicio, si no existís?
—¡Con fuerza de voluntad —dijo Agilulfo— y fe en nuestra santa causa!
—Claro, claro, muy bien dicho, así es como se cumple con el deber. Bueno, para ser alguien que no existe, sois estupendo.
Págs. 15, 17, 18.
Había una charca. Las ánades volaron a posarse allí a ras de agua y, ligeras, con las alas cerradas, escaparon nadando. El hombre, en la charca, se tiró al agua de barriga, levantó enormes salpicaduras, se agitó con ademanes descompuestos, intentó un nuevo “cuá, cuá” que acabó en un borboteo porque se estaba yendo al fondo otra vez, trató de nadar, volvió a hundirse.
—¿Es el guardián de las ánades ése? —preguntaron los guerreros a una campesinota que se acercaba con una caña en la mano.
—No, las ánades las guardo yo, son mías, él no tiene nada que ver, es Gurdulú... —dijo la campesinota.
—¿Y qué hacía con tus ánades?
—Oh, nada, de vez en cuando le da por ahí, se equivoca, cree ser él...
—¿Cree ser un ánade él?
—Cree ser él las ánades... Ya saben cómo es Gurdulú: no sé fija...
Págs. 34 – 35.
Capítulo IV
Todavía confuso era el estado de las cosas del mundo, en la Edad en que esta historia se desarrolla. No era raro toparse con nombres y pensamientos y formas e instituciones a los que no correspondía nada existente. Y por otra parte el mundo pululaba de objetos y facultades y personas que no tenían nombre ni distinción de los demás. Era una época en la que la voluntad y la obstinación de ser, de marcar una impronta, de rozarse con todo lo que es, no era usada enteramente, dado que muchos nada tenían que ver con ella —por miseria o ignorancia, o porque en cambio todo les salía bien lo mismo— y por lo tanto cierta cantidad se perdía en el vacío. También podía darse entonces que en determinado momento esa voluntad y conciencia de sí, tan diluida, se condensase, formase grumo, como el imperceptible pulvísculo acuoso se condensa en vedijas de nubes, y que este núcleo, por azar o por instinto, se topase con un nombre o un linaje vacantes, como entonces existían a menudo, con un grado del escalafón militar, con un conjunto de tareas que desplegar y de reglas establecidas, y, sobre todo, con una armadura vacía, que sin ella, con los tiempos que corrían, incluso un hombre que existe se arriesgaba a desaparecer, con que figurémonos uno que no existe... Así había empezado a operar Agilulfo de los Guildivernos y a granjearse gloria.
Pág. 41
Capítulo V
Gurdulú arrastra un muerto y piensa: “Te tiras unos pedos más hediondos que los míos, cadáver. No sé por qué todos te compadecen. ¿Qué te falta? Antes te movías, ahora tu movimiento pasa a los gusanos que alimentas. Te crecían uñas y cabellos; ahora chorrearás un alpechín que hará crecer más altas al sol las hierbas del prado. Te convertirás en hierba, luego en leche de las vacas que coman la hierba, sangre de niño que beba la leche, y así sucesivamente. ¿Ves cómo eres mejor para vivir tú que yo, cadáver?”.
Rambaldo arrastra un muerto y piensa: “Oh, muerto, yo corro y corro para llegar a esto como tú, a que me tiren por los talones. ¿Qué es esta furia que me empuja, esta manía de batallas y de amores, vista desde el punto del que me miran tus ojos muy abiertos, tu cabeza caída que golpea en las piedras? Lo pienso, oh muerto, me haces pensar en eso; pero ¿qué cambia? Nada. No hay más días que estos días antes de la tumba, para nosotros los vivos y también para vosotros los muertos. Que se me conceda no desperdiciarlos, no desperdiciar nada de lo que soy ni de lo que podría ser. Realizar acciones egregias para el ejército franco. Abrazar, abrazado, a la fiera Bradamante. Espero que hayas gastado tus días no peor, oh muerto. En cualquier caso, para ti los dados ya han agotado los números. Para mí aún giran en el cubilete. Y yo amo, oh muerto, mi ansia, y no tu paz”.
Pág. 59.
CALVINO, Italo. El caballero inexistente. Traducción de Esther Benítez. España. Ediciones Siruela. 1990.
Marco Tulio Aguilera
Fábula del mar en los ojos
Un hombre que era extranjero hasta de sí mismo se enamoró de una mujer extraña. Y se lo dijo. Pero ella era una mujer solitaria, indiferente, con pájaros en la cabeza. “Si me quieres”, le dijo, “yo no sé si pueda quererte.” “Y, ¿cómo podré convencerte de que me quieras?”, preguntó el hombre. “Yo no conozco el mar, dijo la mujer, no conozco el bosque ni la selva. Sueño con orquídeas desde que nací. No he ido más allá de los limites de mi jardín.”
En los ojos de la mujer había algo semejante a una tristeza serena, a un aburrimiento domesticado, a una desesperanza ya vieja y sin solución. Y, sin embargo, como quien trata de pescar ballenas en el manantial del traspatio, se atrevió a pedir: “Llévame a ver el mar.”
“De acuerdo”, dijo el hombre. “Empaca y nos vamos.”
“Pero quiero ir a pie y con una venda sobre los ojos.”
“No verás el camino.”
“Tú me guiarás.”
“Entonces no podrás ver el bosque y las selvas, no conocerás las orquídeas. No gozarás al contemplar por primera vez el mar.”
“Quizás sí pueda verlos y conocerlos a través de tus ojos.”
“Antes de quitarme la venda me describirás el mar. Luego, cuando yo lo vea con mis propios ojos, sabré si puedo amarte o no.”
Págs. 12-13.
AGUILERA, Marco Tulio. Cuentos para después de hacer el amor. México. Punto de lectura. 2003.
Nicandro Juárez
En aquel año la cosecha había sido abundante, las trojes estaban repletas y un tramo del corredor de la casa principal, brillaba color amarillo por las mazorcas que no cupieron en los costales de pergamino. Para cuando la pizca terminó se prepararon tinas llenas de comida, que para la hora de servirse, los jornaleros estaban hasta el hartazgo de alcohol y música; unos cuantos espigaron la carne servida en los platos, carne de unos cerdos que don Hilario había sacrificado para el festejo.
Jacinto brindó con todos los presentes, era el único vestido con otro color que no fuera el blanco percudido por la tierra canela de las milpas. La vestimenta de aquellos trabajadores, ya por el sudor o el mezcal derramado de sus bocas, les corría surcos cafés desde la barbilla hasta la parte en que se enfalda la camisa en los pantalones. El sol les curtió la piel arrugando las facciones de sus rostros, igual de áspera que la caña. Muy pocos resultaron con lastimaduras, sólo el puvac les picaba la espalda.
La música sonó al ritmo de tambora y, tal cual fueran un acorde, los cohetes marcaban el ritmo al tronar y golpearse los platillos. Aquellas fiestas duraban dos días completos.
>>Don Jacinto, vengase pá ca. Dijo Hilario, quien embadurnado por el alcohol, bailaba muy cerca, casi durmiendo sobre los senos de Hortensia Medina. Jacinto no respondió a las peticiones de su capataz y simplemente se dedicó a observar el panorama, para esa hora, noctívago de la hacienda.
>>Vengase pá ca. Repitió Hilario López.
Para la media noche del segundo día, el alcohol y la música a punto de finalizar, continuaron. Hilario no soportó el desvelo y decidió recostarse sobra las mazorcas tendidas en el corredor. La mayoría durmió en el suelo o en alguna banca. Hortensia, que vio a Hilario tendido, lo abofeteó con ternura. Los músicos, cansados también, decidieron retirarse llevando consigo sus instrumentos, uno más pesado que otro.
Los cohetes dejaron de escucharse desde la tarde del día anterior, debido a que don Jerónimo se había quemado las manos por su borrachera.
A las cinco de la mañana, todos ebrios se sacudieron el frío del alba caído en sus cuerpos con muecas de la boca. Hortensia, vencida por el sueño, amaneció recostada a lado de su marido; su falda arrejuntada y sus labios rojos, impávida su respiración, parecía que dormía felizmente.
Ella tenía el nombre cabal para un cuerpo hermoso.
Jacinto despertó al sentir el ligero y entibiado filo del viento. Menos ebrio que los otros, recogió el jorongo que utilizó para dormir, tirado a un lado suyo. La primera luz del día cruzó las hojas de los árboles y calentó el cenizo color de las tejas; los rostro de los jornaleros que pasaron la noche a plena sábana de luna, sintieron los rayos de luz como un desamor que el cielo les propiciaba.
Jacinto de pie frente al portal, a la izquierda de Hortensia, vio cómo ella arrejuntaba cada vez más su falda para guarecerse del frío que el piso exhalaba. La observó por un momento dándose cuenta de sus muslos finamente torneados y de sus nalgas morenas que se cubrían la una a la otra en esa espaciada soledad de su sexo.
Aunque los cohetes hubieran sido lanzados al aire otra vez, Hilario jamás hubiera despertado, seguiría manoteando los moscos que le rondaban la cara y roncando con mugidos que estremecerían a los mismos bueyes.
Aquella celebración, para el pueblo, tenía dos significados: la recoleta; el empleo durante un mes y una semana más de los hombres, y el servicio prestado por las mujeres en la cocina; una de ellas con menos reserva que las otras.
Cuando uno de los jornaleros, sentado junto a los otros bebía un poco de mezcal, con la sensación amarga de que todo tendría que seguir de la misma manera; algunas mujeres les recorría un escalofrío desde la punta de los pies hasta la cabeza, a muy pocas, ese escalofrío, después de haberles recorrido hasta los huesos pasando a través del tuétano, y ese congelado rumor de poros se situaba en algún espacio libre de sus cuerpos, inmediatamente, al sentirlo, envolvían las partes que el vestido no cubría con el rebozo que llevaban puesto al rededor del cuello; sus miradas eran cubiertas, incluso apretaban fuerte sus vientres impidiendo que el aire entre cortado les llegara a la garganta y suspiraran.
Jacinto envolvió con el jorongo el cuerpo de Hortensia, cargándola hasta su habitación. Al llegar a la cama él la depositó sobre ésta y antes de caer encima de las sábanas almidonadas, Hortensia acarició el rostro de Jacinto de tal manera que ya se sabía que ella iba a ser una de esas mujeres apretándose el vientre para no recordar.
Recostada sobre las sábanas, su cabello cubrió parte de sus hombros dejando que sus senos se hincharan por la salpicadura leve de viento que provocaba al mover la cabeza. Muy pronto la desnudez de Hortensia brillo en los ojos de Jacinto, más aún, el color canelo de sus pezones que duros torneaban al rededor de su tórax dos soles absolutamente morenos.
Ella bajó a beber de la boca de Jacinto depositando sus nalgas en las manos de él, hasta sentir el nado de su lengua en la levadura de una boca extraña, sintió cómo se abría y se desgranaba dentro de ella el fuego que le endureció el vientre.
Había caído la mañana en todo su esplendor sobre la hacienda, los jornaleros se despertaron recogiendo sus cuerpos con un temblor parecido al movimiento de los pinos al ser sacudidas sus ramas por el peso del viento.
Las esposas que permanecieron a lado de sus hombres rumiaban el aire esperando aclarar el sabor del día.
Jacinto y Hortensia dormían, ella de espalda a él, mientras afuera, en el corredor, las mesas eran colocadas en línea recta para ser servido el resto de comida y alcohol sobrantes de los dos días de celebración.
Hilario despertó con dolor en las costillas. Reunidos los jornaleros al rededor de las mesas, desayunaron con mucha hambre, interrumpían su masticar de carne para beber alcohol o para planear el arado de las tierras, especulando cuánto podría recolectarse en la siguiente cosecha. Las mujeres participaban únicamente para servir y sólo se les permitía hablar al momento de pasar más carne y más tortillas.
Martina fue quien a lado de su marido sintió el brote entre sus piernas de un aire congelado, pronto tocó su vientre apretándolo, pero ya el aire había llegado hasta su garganta, al ver salir por la puerta principal a Hortensia, que a la vez suspiró desde dentro observando el arado de la luz sobre el patio. Hilario, al verla, únicamente bebió un poco de mezcal que Francisco, el marido de Martina, le había servido.
Ismael Tavarez
XX
Ella dispone de arado
es surco
semilla
Riega sus labios Él
sobre esa llanura desolada
juntos apretujan floraciones y caricias
en la orografía del contacto
Copulan las nubes
en lo más fecundo de sus dedos
la estirpe de la lluvia
les cae por todo el cuerpo