Conoces el mar —le pregunté—; y él dijo:
no, no conozco el mar.
Yo dije: es enorme, y
comencé a relatarle la historia de Mario, mientras su mejilla reposaba sobre
mis senos.
—Papá
y mamá no se querían…
—Eso
lo has dicho…
— Mamá
y papá no se querían,
— …
— y
en un arranque de desesperado orgullo decidieron viajar a la casa en la playa…
— ¿Dónde
quedas tú?, has dicho…
— He
dicho decidieron.
Mamá
llevaba puesto un sombrero horrible, ridículo, de paja (creo), y papá las gafas
de siempre; además de la típica vestimenta playera. Yo, como no decidía nada —aún—
me puse el traje de natación de la preparatoria, y en la maleta algunos
bikinis.
Literal,
viajamos dentro y fuera del coche. Mamá decía: “debemos hacer esto con más
frecuencia”, y papá respondía: “claro, debemos salir en familia. Disfrutar”. Y
yo en el asiento de atrás —pensando— debemos,
debemos, debemos: lo único que deberían hacer es pensionarme de por vida y
alejarse de inmediato el uno del otro. “Claro”, afirmaba, al ver los ojos
de mis padres a través del retrovisor.
Mamá
le pedía a papá detenerse. Yo —desde mi lugar— refunfuñaba de manera discreta.
Media hora después, mamá disculpándose: “lo siento, mi vejiga, ustedes saben”.
Papá prendía el coche y de nuevo a la carretera.
— ¿Tú
qué hacías cuando Gloria pedía estacionar el auto?, ¿cuántas veces dices que
frenaron?
— No
te lo he dicho.
— ¿Cuántas?
— No
lo sé. Sólo recuerdo haber visto a papá tragarse kilos y kilos de mentadas de
madre. Yo me dedicaba a escuchar música o leer a Walter Mosley.
Llegamos —al fin— al anochecer. La playa estaba
encendida por las fogatas, y los sonidos, en la oscuridad, parecían brotar de lo más profundo, como si
entre corrientes el mar olvidara, tal vez.
Mamá y papá se dispusieron a sacudir los muebles
y la cocina. Yo subí a mi recámara para dormir y despertar por la mañana.
Al bajar las escaleras el desayuno olía
familiar, incluso, un tercero merendaba en casa.
— Era
Mario, ¿no?
— Primero
saludé a mis padres y en seguida al desconocido. Mamá dijo: “el es Mario, amigo
nuestro, de la universidad”. Entonces pensé: de cincuenta años y de nombre Mario, puff. Papá se limitó a asentir
y bebió el resto de café…
— ¿Café?
— …
el resto de café servido en su taza. Mario dijo: “hola nena. Gloria y Andrés me
han hablado mucho te ti, ¿es cierto que eres una gran nadadora?”. Pensé: Mario, cincuenta años, estúpido, doble puff.
“Ellos exageran”, respondí. La mañana pasó sin problemas, mis padres y Mario se
acomodaron en el zaguán y se dispusieron a beber. Yo preferí dar una vuelta por
la playa dejando a los mayores
recordar sus tropiezos de comunistas ofendidos.
Recorrí la orilla del mar hasta llegar a las rocas,
donde unos bañistas se sorprendían por las olas. Allí me senté en una de las
piedras, esperé a que alguno de los hombres me viera, para —al final— darme
cuenta de que no les importaba.
Eso fue suficiente y decidí…
— ¿Esa
fue tu primera decisión?
— Sí,
decidí recogerme el cabello, levantar el busto y ajustarme el bikini a la
cintura; después me lancé y nadé un poco, sin arriesgarme a lo profundo.
Más tarde, recostada en la arena, me sentí estúpida
y lloré. No entendí, sino al regresar a casa, por qué había decidido gustarle a
cualquier hombre.
En el zaguán mamá y papá discutían, y Mario
intentaba calmarlos. Papá decía: “puta, eres una puta”; y mamá respondía: “qué
te crees, pendejo”; y Mario: “cálmense, por favor”. Yo no comprendía por qué
papá llamaba puta a mamá, aun ahora no lo comprendo… ahora que tú estás sobre
mis senos.
—
¿Fue Mario?
— Ambos
se habían hecho daño: el germen de la verdad terminó por arrebatarles el poco
respeto que se tenían, y todo lo real resultó cinismo.
Mamá lloraba y papá intentaba golpearla, Mario se
entrometía y terminaba por recibir el golpe. Después papá se disculpaba, y en
un instante volvía contra mi madre. Dos o tres veces logró su cometido y el
puño de mi padre tocó el rostro de Gloria. “Basta, basta”, decía mamá, y papá
insistía en mentarle la madre…
Mario, al verme parada frente a ellos, tomó con
fuerza a mi padre, haciéndolo caer de espaldas. En ese momento mamá se recluyó
en una de las esquinas del sofá que habían colocado en el zaguán para sentarse
y beber. Papá desde el suelo dijo: “¿Estás pendejo o qué?”, y Mario respondió:
“cálmate Andrés, ella está aquí, los está mirando”. Papá sólo enmudeció, como
otras veces enmudecía.
Yo quise correr y Mario me detuvo, él dijo: “quédate
con Gloria, iré a ver a
tu padre”, cuando éste se condujo a su habitación envuelto en miseria y
reclamos.
Mamá, desde el sofá, lloraba. Me dirigí hacia ella
con ternura caníbal y Gloria sólo pronunció mi nombre para dejarme sola.
De pronto apareció Mario en el umbral de la puerta:
“no quiere hablar con nadie”, dijo.
— ¿Fue Mario, cierto?
— Le
pedí quedarse a mi lado…
— ¿El
primero?
— Hablamos
toda la noche, hasta el amanecer. Papá y mamá habían llamado a Mario, ese era
el acuerdo: Mario el protector.
Después, por
la mañana, algo del sino del día anterior se encontraba entre mis piernas y mis
nalgas. Mario fue dulce y yo lo dejé ser, como si nadara.
— …
Madrugada del 31 de Octubre/ 2015
Fabián García Gómez