miércoles

Como si nadara


Conoces el mar —le pregunté—; y él dijo: no, no conozco el mar.
Yo dije: es enorme, y comencé a relatarle la historia de Mario, mientras su mejilla reposaba sobre mis senos.

            —Papá y mamá no se querían…
            —Eso lo has dicho…
    Mamá y papá no se querían,
   
    y en un arranque de desesperado orgullo decidieron viajar a la casa en la playa…
    ¿Dónde quedas tú?, has dicho…
    He dicho decidieron.
Mamá llevaba puesto un sombrero horrible, ridículo, de paja (creo), y papá las gafas de siempre; además de la típica vestimenta playera. Yo, como no decidía nada —aún— me puse el traje de natación de la preparatoria, y en la maleta algunos bikinis.
Literal, viajamos dentro y fuera del coche. Mamá decía: “debemos hacer esto con más frecuencia”, y papá respondía: “claro, debemos salir en familia. Disfrutar”. Y yo en el asiento de atrás —pensando— debemos, debemos, debemos: lo único que deberían hacer es pensionarme de por vida y alejarse de inmediato el uno del otro. “Claro”, afirmaba, al ver los ojos de mis padres a través del retrovisor.
Mamá le pedía a papá detenerse. Yo —desde mi lugar— refunfuñaba de manera discreta. Media hora después, mamá disculpándose: “lo siento, mi vejiga, ustedes saben”. Papá prendía el coche y de nuevo a la carretera.
    ¿Tú qué hacías cuando Gloria pedía estacionar el auto?, ¿cuántas veces dices que frenaron?
    No te lo he dicho.
    ¿Cuántas?
    No lo sé. Sólo recuerdo haber visto a papá tragarse kilos y kilos de mentadas de madre. Yo me dedicaba a escuchar música o leer a Walter Mosley.
Llegamos —al fin— al anochecer. La playa estaba encendida por las fogatas, y los sonidos, en la oscuridad,  parecían brotar de lo más profundo, como si entre corrientes el mar olvidara, tal vez.
      Mamá y papá se dispusieron a sacudir los muebles y la cocina. Yo subí a mi recámara para dormir y despertar por la mañana.
      Al bajar las escaleras el desayuno olía familiar, incluso, un tercero merendaba en casa.
    Era Mario, ¿no?
    Primero saludé a mis padres y en seguida al desconocido. Mamá dijo: “el es Mario, amigo nuestro, de la universidad”. Entonces pensé: de cincuenta años y de nombre Mario, puff. Papá se limitó a asentir y bebió el resto de café…
    ¿Café?
    … el resto de café servido en su taza. Mario dijo: “hola nena. Gloria y Andrés me han hablado mucho te ti, ¿es cierto que eres una gran nadadora?”. Pensé: Mario, cincuenta años, estúpido, doble puff. “Ellos exageran”, respondí. La mañana pasó sin problemas, mis padres y Mario se acomodaron en el zaguán y se dispusieron a beber. Yo preferí dar una vuelta por la playa dejando a los mayores recordar sus tropiezos de comunistas ofendidos.
Recorrí la orilla del mar hasta llegar a las rocas, donde unos bañistas se sorprendían por las olas. Allí me senté en una de las piedras, esperé a que alguno de los hombres me viera, para —al final— darme cuenta de que no les importaba.
Eso fue suficiente y decidí…
    ¿Esa fue tu primera decisión?
    Sí, decidí recogerme el cabello, levantar el busto y ajustarme el bikini a la cintura; después me lancé y nadé un poco, sin arriesgarme a lo profundo.
Más tarde, recostada en la arena, me sentí estúpida y lloré. No entendí, sino al regresar a casa, por qué había decidido gustarle a cualquier hombre.
En el zaguán mamá y papá discutían, y Mario intentaba calmarlos. Papá decía: “puta, eres una puta”; y mamá respondía: “qué te crees, pendejo”; y Mario: “cálmense, por favor”. Yo no comprendía por qué papá llamaba puta a mamá, aun ahora no lo comprendo… ahora que tú estás sobre mis senos.
            — ¿Fue Mario?
    Ambos se habían hecho daño: el germen de la verdad terminó por arrebatarles el poco respeto que se tenían, y todo lo real resultó cinismo.
Mamá lloraba y papá intentaba golpearla, Mario se entrometía y terminaba por recibir el golpe. Después papá se disculpaba, y en un instante volvía contra mi madre. Dos o tres veces logró su cometido y el puño de mi padre tocó el rostro de Gloria. “Basta, basta”, decía mamá, y papá insistía en mentarle la madre…
Mario, al verme parada frente a ellos, tomó con fuerza a mi padre, haciéndolo caer de espaldas. En ese momento mamá se recluyó en una de las esquinas del sofá que habían colocado en el zaguán para sentarse y beber. Papá desde el suelo dijo: “¿Estás pendejo o qué?”, y Mario respondió: “cálmate Andrés, ella está aquí, los está mirando”. Papá sólo enmudeció, como otras veces enmudecía.
Yo quise correr y Mario me detuvo, él dijo: “quédate con Gloria, iré a ver a tu padre”, cuando éste se condujo a su habitación envuelto en miseria y reclamos.  
Mamá, desde el sofá, lloraba. Me dirigí hacia ella con ternura caníbal y Gloria sólo pronunció mi nombre para dejarme sola.
De pronto apareció Mario en el umbral de la puerta: “no quiere hablar con nadie”, dijo.
— ¿Fue Mario, cierto?
    Le pedí quedarse a mi lado…
    ¿El primero?
    Hablamos toda la noche, hasta el amanecer. Papá y mamá habían llamado a Mario, ese era el acuerdo: Mario el protector.
Después,  por la mañana, algo del sino del día anterior se encontraba entre mis piernas y mis nalgas. Mario fue dulce y yo lo dejé ser, como si nadara.
   







Madrugada del 31 de Octubre/ 2015
Fabián García Gómez