Marisa escuchó, parada frente a la
ventana, la voz de Boris. Por los cristales corrían las primeras gotas de
lluvia; empañados, con poca visibilidad, Marisa observaba la cafetería de la
esquina. Los meseros de los otros negocios colocaban lonas sobre sillas y
mesas. Pronto, en la avenida, se formó una corriente que dispersaba papel
periódico, plástico y colillas de cigarros. Desde la ventana, en el último piso
del edificio, Marisa, desnuda, frotaba sus pezones contra los cristales, como escribiendo
su nombre.
—¿Te
he dicho lo que pensaba ser de grande?
Del
otro lado de la avenida, exactamente en la parte media de todos los
establecimientos, un hombre, con aspecto de detective, se guarecía de la lluvia
bajo una sombrilla. Su talante robusto y sus extremidades hacían de él “casi”
el hombre perfecto. Su rostro, oculto por un pequeño sombrero, podía ser
imaginado en la mente de Marisa. Ésta lo describió a partir de los ojos y pensó
en ellos como el hombre a punto de disparar: con la mirada puesta en el
enemigo; una mirada inescrutable, firme, capaz de sostener las corrientes del
mar. Marisa se estremeció sólo de pensarlo junto a ella, cercana a sus brazos o
a sus latidos.
—Dicen
que el abuelo de mi abuelo participó en algún combate, aún nadie está seguro de
cuál. Mi padre habla de comunismo y lo demás de cualquier otra cosa.
Marisa
extendió las manos y las piernas, formando una equis. Su cuerpo evitaba el paso
de los rayos del sol a la habitación. Algunos rasgos de su piel se
transparentaban por la claridad y su cabello brillaba, misteriosamente, como en
un tablero de ajedrez. Pensaba en el hombre, y del contorno de sus senos le
brotaban erupciones diminutas. Toda ella se erizaba. No hacía frío y era extraño
que en esa parte del año lloviera, pero eso a Marisa no le importaba.
Dejó
caer su vista hacia donde el portero del edificio daba traspiés hasta llegar a
la acera. Recordó haber cruzado un par de palabras con él.
—Tiempo
sin verla, señorita. Al caballero tampoco lo he visto aparecer.
Marisa
pensó evadir el comentario, sin embargo, dijo:
—Ambos
hemos estado ocupados —y rió, echándose a correr rumbo a las escaleras.
Otro
día lo topó en la cara, a centímetros de su presencia.
—Perdone.
—Descuide.
Es culpa mía.
—El
caballero no está, pero me ha dejado las llaves, si las quiere.
—Las
quiero —dijo Marisa, abandonando la conversación.
La
habitación, exceptuando la ausencia de Boris, le pareció idéntica a cuando los
dos estaban solos. Ella se desvistió como acostumbraba hacerlo y dejó sobre el
piso todas las piezas que la cubrían. Abrió la ventana y se puso a fumar.
Pasado el tiempo, se recostó en el suelo, junto a sus prendas, tomó uno de los
libros que Boris había dejado a orillas de la cama y se dispuso a leer. Sus
piernas cruzadas, el aliento impertérrito y su contraste de color de labios le
daban el tono particular de las aves al levantar el vuelo y soltar las ramas.
Hojeó
el libro, leyó las partes que Boris había subrayado: “—Claro, claro —respondió
ella—. La mitad del juego…”, para decidir, después, abandonarse al murmullo del
viento.
—Yo
creo que mi abuelo se reserva algunos comentarios. No ha dicho, por ejemplo,
qué tipo de lecturas leía su abuelo. Eso es importante, como debes de saber,
porque así podría yo suponer a qué bando pertenecía.
Los
encuentros se habían espaciado. Marisa aclaró, desde el principio, que en algún
momento todo debía terminar. Boris comprendió y así dedujeron los
acontecimientos. A veces era Boris quien ocupaba la habitación, pensó, incluso,
en llevar a otra mujer, mas nunca lo hizo. Le tranquilizaba saber que, a esa
hora en que Boris se ocupaba de los estudios, Marisa trabajaba en la oficia,
absorbiendo impuestos o delegando obligaciones. De ese modo, Boris, limitaba su
tiempo a leer o fumar. Para cuando decidía volver a casa, estaba seguro de que
Marisa había llegado a la suya o había preferido tomar un café con un par de
amigas. Lo cual significaba para él, el cumplimiento ordinario de los ciclos.
Marisa
observó el cielo, los rayos del sol, aún tenues, le golpeaban el rostro. La
lluvia caía rítmicamente. “Es extraño que llueva en esta época del año”, pensó
decir, pero le pareció que la frase carecía del valor suficiente como para
romper el silencio. Boris, desde la cama, husmeaba la longitud del techo.
Marisa seguía con la vista el curso de las gotas sobre los cristales. Llovía y
los edificios se transparentaban y oscurecía por lapsos de realidad. A veces,
Marisa, alcanzaba a ver los vitrales de la iglesia que se encontraban al oeste
de la ciudad. Sin embargo, cuando la lluvia golpeaba directo a los cristales,
los ojos de Marisa se perdían instintivamente en el sopor de la nada, de lo
invisible, de los fantasmas que eran, al fin, otra realidad; entonces su cuerpo
se contraía y su desnudez le parecía tejida de muchas miradas.
Con
la espalda de Marisa como única ofrenda, se le escuchó decir:
—Quizás
tu abuelo no sepa la verdad.
Boris,
dejando a un lado la simetría del techo, respondió:
—Eso,
“quizás”, sea la verdad.
Con
el sonido tibio de los pies de Marisa, la lluvia y el silencio parecieron
agrietarse.
—Escucha
—dijo—, tal vez no vuelva.
—…
Marisa
se enfundó en la piel de oficinista que le correspondía, detrás de ella la
lluvia continuaba. Sus pasos hacia la puerta narraban, cada vez más, el tiempo
que había permanecido, desnuda, frente a la venta.
Julio 6, de 2017