miércoles

De vuelta a casa



Los dos estaban bajo la sombra del pórtico. Inés, asombrada, me veía caminar hacia ellos; el hombre, a quien todavía no conocía, miraba mi aspecto pálido y el traje sastre, inservible. Detrás, en el fondo, como ocultándose, había un niño no mayor a los siete años. Éste corrió hacia las piernas de su padre. El hombre le tomó la cabeza con una mano, le acarició las orejas y dijo algo que no escuché. Al momento, el niño volvió a su rincón que, al acercarme un poco más a la casa, observé ya no como el refugio oscuro, sino el espacio lleno de luz donde el pequeño jugaba con coches y muñecos de plástico.
            —Pasa —dijo Inés, sin desconocerme.
            Mi mujer —o quien había dejado de ser mi mujer sin saberlo—, separó sus manos de la mano del hombre. Su rostro, el de Inés, parecía intacto; sólo unas líneas, imperceptibles a primera vista, le surcaban los párpados y alrededor de los labios.
            El hombre me vio pasar al lado suyo, su gesto fue de desagrado. Frunció el ceño e intentó tomar de nueva cuenta las manos de Inés.
            —No estorbaré —dije, al ocupar el centro de la sala.
            —La habitación —dijo Inés, descompuesta—, está vacía.
            El hombre observó el temple anónimo que le rodeaba a su esposa. Inés sintió los ojos de quien ahora era su marido y dijo, más compuesta que antes:
            —Nosotros usamos la habitación de abajo.
            —No estorbaré —repetí.
            El niño jugaba tratando de pasar desapercibido, pero su esfuerzo no convencía a nadie de los que estábamos en la sala.
            Inés me había dicho, en alguna ocasión, que su deseo más grande era tener un hijo: “mío y tuyo”, había dicho esa noche. Después Inés guardó silencio y corrió las sábanas para estar, los dos, completamente desnudos. Hacía calor y su cuerpo se durmió junto al mío, que no supe en qué momento dejó de pensar en el hijo que Inés deseaba.
            —Se llama Augusto —dijo Inés.
            —Como su padre —dijo el hombre, apresurado.
            Inés levantó la mano a la altura de sus caderas. El movimiento fue precedido por la mirada de su esposo. Inés bajo la mano, resignada.
            —Te llevaré a la habitación  —dijo Inés—, has de tener hambre —agregó.
            —No es necesario —dije.
            —Claro que no es necesario —dijo Augusto, el padre.
            —Esta casa es suya —arremetió Inés, con tierna brusquedad.
            —Lo era —sentenció el hombre—. ¿Cuánto tiempo te quedarás? —preguntó.
            —No estorbaré —dije, nuevamente.
            —Pues ya lo estás haciendo —dijo.
            Inés volvió la vista hacia donde el niño reparaba la llanta de uno de sus coches.
            —Comprende —dijo, al fin, Inés.
            —Comprendo —dije.
            —Después de lo sucedido —dijo el hombre, con un tono más amable—, todo cambió.
            —Así lo creo —dije, recordando a Inés con las manos en el rostro, el día que me tomaron preso.
            —Fueron tus ideas —dijo Augusto, abrazando a Inés.
            Jamás había visto al hombre. En ninguna de las marchas o en el partido. Sus rasgos no parecían de campesino; tampoco quise suponer que pertenecía a los otros. Realmente me pareció que era un hombre cabal o que tal vez sólo amaba a Inés y por lo tanto la protegió y la estaba protegiendo.
            Inés aceptó el abrazo. Sus ojos tenían la forma de las playas por la tarde, cuando la marea sube y baja, y el sol en el poniente dicta que el día ha terminado, deseando que la mañana vuelva.
            —No tienes la culpa —dije—. No tienen la culpa —reafirmé.
            Hasta ese momento, los tres permanecíamos de pie. “Así deben de suceder las despedidas”, pensé.
            —¿Quieres darte un baño? —preguntó Inés, mientras el hombre asentía por moralidad.
            —No es necesario —dije—, ya tendré donde asearme…
            —¿En la calle? —dijo Inés, deslizando sus brazos enredados.
            —Pagaré un hotel —dije—, estuve trabajando —mencioné.
            —Sé que ahí aprenden un oficio, ¿cuál aprendiste tú? —preguntó el hombre.
            —Carpintería —respondí.
            —Yo podría recomendarte. Conozco a alguien. Las cosas han cambiado.
            —No es necesario —le dije al hombre—. Yo me las arreglaré.
            La casa, así como había insinuado el hombre, tenía una apariencia distinta. “Los cambios son buenos”, escuchaba decir todos los días, “por eso estamos aquí”, decían los compañeros que, como yo, estaban presos. Pero esa tarde, a mitad de la sala, el rumor y las palabras tenían un sabor amargo: “tal vez este sea el sabor de las nuevas cosas”, pensé.
Inés y el hombre me miraban. Inés con el semblante menos perturbado, quizás ya sin emoción. El hombre, guardado en su carácter, con las facciones indescriptibles. Por mi parte, me ceñía al recuerdo de Inés:
            —¿Qué nombre le pondremos? —le había preguntado, antes de que el sueño la venciera.
            —Tú has de saberlo —dijo ella, al acercar su sexo junto al mío.
            Toda esa noche estuve pensando, hasta no saber de mí, ni de Inés, ni del hijo que ella, sin proponérselo, soñaba.

            Al despedirme de Inés, observé las demás líneas que no percibí luego de tanto tiempo de no verla y que en ese soplo de realidad me parecieron más notorias, como grietas minúsculas bajo la corriente de los ríos. Alcé las manos para no hablar, y en el saludo noté que mis manos se habían arrugado, la piel distaba de cubrir a la carne. En ese instante comprendí que yo era el último que debía desaparecer para que se lograra, definitivamente, el cambio.


Julio 5, de 2017

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