En la casa las
hojas se apropian del patio, poco a poco consumen el espacio que rodeaba el
jardín, incluso se han vuelto huéspedes de los rincones habitados por
telarañas. Las hojas amarillas se detienen en el telar y se balancean, como
péndulos, donde antes arañas dormían o cazaban presas pequeñas.
Bajo el árbol, las raíces brotaron sobre las piedras. Son raíces
gruesas, cafés, viejas, que el tiempo permitió envejecer como los muros de esta
casa.
El padre de mi padre señaló que el árbol debía crecer en medio, porque
ahí daría sombra al patio y ahí mismo podría descansar el cuerpo, cuando la
jornada terminara y el clima caluroso de la tarde no le permitiera estar
dentro, hojeando los libros del abuelo de mi padre, un viejo que no ocultaba su
rencor a los caudillos.
El árbol todavía se sostiene. El viento lo mece o equilibra y desde
arriba se ven caer hojas amarillas, secas, como el sonido de un campanario que
anuncia quién sabe qué.
Las hojas se mueven. Caen. Y se resguardan de otro viento que pueda
levantarlas, erguirlas y edificar con ellas el espejismo de la semilla.
El padre de mi abuelo construyó esta casa y él se la heredó a mi abuelo,
y mi abuelo a mi padre y mi padre la abandonó porque mi madre no fue otra.
Aquí, dijo el abuelo de mi padre, crecerá la familia. En ese tiempo la
casa era muy pequeña. En ella vivían cuatro personas, y esperaban a una más: mi
madre.
El árbol creció rápido. Este es un árbol que crece pronto, dijo mi
padre, con la voz infantil, segura de todo.
Ahora la casa está vencida. Creció, es verdad, la familia y los muros.
La abuela dio a luz a Marcela y la casa tuvo que ensancharse y también el campo
se ensanchó. El árbol comenzó a dar sombra y mi padre y el abuelo y el abuelo
de mi padre tomaban el descanso mientras el sol se ocultaba y platicaban de
esto o de lo otro, con algunos gestos por parte del abuelo más grande.
El abuelo de mi padre falleció hace muchos años, apenas supo de Marcela,
su nieta. Escuchó un par de meses el llanto de la niña y después murió.
Mi padre me contó que era niño y que no conocía la palabra muerte. Dijo
haber visto el cuerpo de su abuelo tendido entre mantas, y ese día, allí mismo,
escuchó, de la boca de su madre, la palabra. El bisbiseo de la palabra, dijo mi
padre, le provocó un miedo similar a cuando caminaba solo por los cercos y en
las piedras se escondían arañas o culebras.
El abuelo de mi padre llegó a estas tierras a curarse, eso había
contado, eso contaba a todos los que le preguntaban: vine a curarme, decía.
Mi abuelo poco conoció de la abuela de mi padre, le dijeron que la
enterraron en la otra casa, de donde fueron echados, y así aprendió a vivir con
poco. Cuando la edad le fue suficiente tomó por mujer a una señora que no
conocí, pero me decían que le dijera abuela cada vez que la visitábamos en su
tumba.
Yo no sentía nada por esa mujer bajo tierra, pero mi padre sí.
En la casa se guardaba un retrato donde la abuela, sentada en una de las
mecedoras de los portales, vigilaba el rastro de los niños, sus hijos, jugando.
En la fotografía, corrugada y enmohecida, la mirada de mi abuela
destacaba ante el paisaje emotivo de los pilares de madera y las macetas
colgadas de los clavos. Los colores de las flores se perdían al ver los ojos de
mi abuela, siempre atenta, exiliada del mundo, sólo sustraída por los niños que
jugaban a rodear el árbol, unidos por las manos.
Mi padre se arrodillaba, acariciaba el trozo de cruz y se santiguaba.
Después me pedía que hiciera lo mismo. Pero mi acto estaba muy lejos del acto
de mi padre, a quien parecía dolerle más ese montón de polvo y no los otros,
donde mi abuelo veía hacia arriba con sus ojos huecos, y mi madre, a un lado,
recostada en su propia tumba.
Yo comprendí al abuelo, porque yo no comprendía nada, cuando nos hizo
prometerle que lo sepultáramos en una tumba aparte.
Mi padre pensó no hacerlo, pero mi madre enfermó al poco tiempo de caer
enfermo el abuelo, entonces mi padre comprendió y sepultamos a Marcela y a su
padre.
Ahora que los años
han pasado y mi padre también ha muerto, la casa ha vuelto a su historia antes
de nosotros, antes de nada. El recuerdo que conservo es el de esa mujer de la
fotografía que dijeron era mi abuela, y vigilaba a mis padres mientras jugaban
tomados de la mano, junto al árbol.
Comitán, julio
2016.
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