viernes

El hijo pródigo


Fuera del edificio se lee: El hijo pródigo, restaurant bar familiar. Está ubicado a dos cuadras de la plaza central, sobre la avenida Palma y Cedro. El restaurant —más bien cantina— forma parte de un pequeño complejo inmobiliario, ocupa la primera planta de las seis restantes y su característica inigualable es que siempre apesta a orín.
            Dentro se encuentran Guillermo y Josué, además de abogados, licenciados, estudiantes, doctores, meseras y una que otra putita.
            Josué le dice a Guillermo: ponte una canción, una de los tigres del norte.
            Sin embargo, Guillermo está pensando otra cosa y no en la música, ni en el bullicio de la gente. Piensa en Josefina, su mujer, y la madre de ésta que lleva días de no pararse de la cama.
            No traigo cambio, responde el amigo.
            Josué sabe que Guillermo siempre anda monedas.
            Ándale, saca la rola, no seas gacho, yo pongo otra caguama, si es tanto.
            No cargo. Y en las caguamas nos vamos parejos.
            Josué hace cálculos. Mete la mano derecha en el bolsillo de su pantalón y hojea, como si fueran libros, las monedas de a diez pesos que le restan. No me va alcanzar, se dice, y este pinche Guillermo culero que no suelta.
            Hace tiempo que les va mal en el trabajo, ya nadie quiere que le limpien el parabrisas en los cruceros. A veces se topan con algún “hijo de la chingada” que les avienta el carro, muy nuevo, en las piernas. Otras ocasiones no, y con hacerle a la “llorona” el “jefe” acepta la rápida sacudida del polvo en el cristal. Así se turnan, dependiendo del crucero que les toque, un semáforo en rojo por compañero.
            Guillermo y Josué se conocieron, sobre el asfalto, a medio día y toreando faros, esos cuernos claros que embisten como alegres.
            En la cantina se escuchan pláticas de todo tipo. Los abogados, casi siempre de sobrenombre, hablan de gestorías, de trámites con el catastro, o de algún juicio menor, robo a transeúnte, o mentadas de madre que se toman como difamación. Por otro lado están los doctores, a quienes ya les tiembla el pulso y son más vistos que una apendicitis. Los estudiantes y licenciados “tirando rostro”. Los licenciados, por lo general, no pasan del año de haber egresado y se les nota el cariño que le tienen al “desmadre”. Y las putitas que se acomodan en las sillas.
            Al otro lado de todo esto están los amigos, como Guillermo y Josué, que se tratan así, de amigos. Compañeros que no pudieron sobresalir en su pueblo y decidieron viajar a la capital de este estado que no tiene madre.
            Guillermo decía, por ejemplo, vine a la capital porque allá en mi pueblo no se puede comer, no tenemos nada, y eso de andar con hambre todo el tiempo está de la chingada.
            En la televisión, antes de que Guillermo se viniera para la ciudad, escuchaba decir al gobernador: “estamos combatiendo la pobreza”; “los insumos —sin que Guillermo supiera que significan— están destinados al pueblo”. Sin embargo, la realidad era y es otra. En el hedor de las calles puede verse el castigo al desvalido, no hay otra verdad.
            Así pues Guillermo llegó hace un par de años a la capital, y desde entonces no ha ocupado trabajo. En algún momento pensó seguir el vuelo de los compatriotas que emigran a los Estados Unidos, pero cómo, si no le alcanzaba siquiera para el pasaje a la ciudad. Con todo, decidió, más por suerte que por deseos, quedarse aquí en el sur, donde todos pasan, incluso la navidad en avionetas.
            Josué mira detenidamente el rostro de Guillermo.
            Este cabrón no va a soltar prenda, tendré que poner yo la música, chingar.
            Guillermo tiene el vaso a la mitad, más espuma que cerveza. Medita, si acaso, en la madre de su esposa, hacinada al catre y las cobijas. Pero su cavilación va más allá, al pasado, cuando su padre, después de haber sido violentado, comenzó a morirse. Nada se pudo hacer para salvarlo, ni el sol le pegaba de frente, más parecía depreciarlo, como quien sabe que era un árbol que ya no reverdece.
            Guillermo le había dicho: no pelees padre, nos compraron mal la cosecha, déjalos ir, que nada tienen ya que quitarnos.
            En esto andaba la cabeza de Guillermo, hasta verse sobresaltado por la pregunta de Josué: ¿en qué piensas, Guillermo?
            En mi padre, respondió.
            Pues saca la rola para recordarlo. ¿O qué, le vas a hacer el desaire?
            Guillermo guarda silencio. Sabe  que Josué insistirá. Antes de escudriñar en sus bolsillos se toma un tiempo, como para darle a entender a Josué que todo se hace cuando Guillermo lo quiera.
            Pasado este momento de orgullo, se esculca el pantalón. En las huestes de su pensamiento sabe que necesitará los diez pesos, pero a él le vale madres. Extrae la moneda y la lanza en medio de la mesa.
            Josué sonríe, airoso. Recoge el dinero, y antes de levantarse y dirigirse a la rocola, suelta una mirada más bien de triunfo que de amistad.
            Guillermo piensa en los diez pesos.
Escucha una voz que le dice: déjalo ir, déjalo ir, pero no puede. No tiene por qué llegar a su casa y ver la muerte, paradójicamente rozagante. No tiene por qué escuchar los lloriqueos de Josefina, cuando ésta no existía en la muerte de su padre.

            

martes

Las noches que graznan

he pensado en la muerte
y a mi pensamiento viene palabras:
árbol, arco iris, campo y mar.
otras imágenes vertidas en símbolos
recorren mi cuerpo y me sostengo
para no lamentarme o lamentarlo y caer.
desde hace tiempo escucho notas
que se rompen en el aire y me nace
la idea de volar, de ir vuelo a vuelo
graznando entre los cielos.

ah, si supiera cuál es mi canto,
cuál mi tierra, mi casa, dónde
pasar la noche y cobijarme,
ojalá ocurriera sin espantos.

pero la muerte está presente,
me toma de la mano y conduce
por la vida mis pasos:
yo soy un hijo de cuna ante la patria
que el frío gobierna,
y aún así la vida me ata a la carne
y la muerte me espera,
sobria, en la constelada mañana
donde el sueño no despierta.

de pronto digo: esta voz la reconozco,
todos los hombres la conocen,
fueron paridos por la voz ronca,
tallada en lo oscuro de la hembra.

y si todos, en este momento,
trataran de hablar, sólo grajos
saldrían de sus pechos,
pues nido no es donde concurre
la niebla.
y si alguno de nosotros dijera:
aquí me tienes,
el niño que somos todos lloraría de amor
y piedad al instante,
porque somos hijos todos, hermanos todos,
padres todos de la muerte.

ah, ojalá salga el arco iris,
tengo tanta sed de ver colores
que mis noches se van graznando.





sábado

El caso Séforis

el detective Hooker (por aquello de que le gustaba escuchar a John Lee Hooker e imaginar, además de amar a B. B. King al negarlo) prendió el cigarro doce, sacó su mano izquierda por la ventanilla del coche después de dar el primer sorbo, y esperó, estacionado, la salida de su ex esposa del departamento. en el estéreo se oía, con volumen bajo, el álbum completo House of the blues, de su homónimo. llegó a verla, según diría a su compañero de trabajo, para aclarar algunos pendientes, ¿entre ellos?, le preguntaron, entre ellos sólo verla, dijo Hooker, ajustando la manga de su camisa negra, señal de que no había nada más que preguntar. de hecho el detective admitía una única pregunta dentro de la charla, no más. decía que las preguntas cuando son de dos o más significaban lo mismo que la respuesta de la primera, por eso conminaba a sus interlocutores a dejar en claro cualquier duda con el primer asomo a la verdad.
estuvo medio día esperando a su ex mujer. terminó el disco House of the blues, pensó escuchar a Robert Johnson, pero a él no le simpatizaba mucho la idea de convivir en el auto con un ser más endemoniado que su persona. a Johnson lo escucho en las calentadas, dijo para sí. y esto era cierto, en seguida de las madrizas que propinaba, colocaba cualquier disco de Robert Johnson en la grabadora, una vieja Sony, del año que se tituló como investigador. a Hooker le gustaba Me and the devil blues.
la mujer jamás apareció. el día había avanzado, vendré mañana, dijo, ya habrá momento, concluyó. 
tomó las llaves, colocadas en el cuello del volante, prendió el coche y arrancó rumbo al edificio Contreras, donde colocó, en una habitación de 6 x 4, su oficina, en cuya puerta se leía, con letras redondas: Jesús Guzmán, y debajo del nombre y apellido: El Hooker.
abrió la puerta topando de frente a su compañero, un hombre menos robusto que él y con los ojos algo perdidos. éste se encontraba detrás del segundo escritorio, al lado del principal, donde Hooker diseñaba y ordenaba sus encuentros y desencuentros con la ley, delincuentes y hasta infieles. después de quitarse el sombrero y dejarlo sobre la pila de documentos que se percudían cimbrados en el mueble, dijo, sólo fui a verla, para aclarar algunos pendientes. entonces su compañero preguntó, ¿entre ellos? y Hooker respondió, entre ellos sólo verla. acto seguido ajustó la manga de su camisa negra. no te quitarás el abrigo, dijo el compañero, a sabiendas de que era su segunda pregunta y que ésta no tendría respuesta. en realidad Jesús Guzmán, pues en sus meditaciones así prefería llamarse, pensaba en dos cosas, una más importante que la otra: la primera tenía que ver con el objeto de su visita a su ex esposa, a quien todavía, y eso se dice con escaso rigor, todavía quería y lamentaba su ausencia; y la segunda se derivaba del caso Séforis, que ahora le correspondía solucionar: la muerte injusta de José, el esposo de María y padre de Jesús, asesinado por los romanos en Séforis, acusado de rebeldía y crucificado inmediatamente con el número 40 dentro de los crucificados de aquella tarde, según relata el libro, y único documento serio, de José Saramago, publicado por ahí de 1991 con el título de El evangelio según Jesucristo.
ante estas dos situaciones, no hacía más que desvelarse el detective Hooker. ya había hecho algunas pesquisas, dicho con el argot detectivesco, en lo perteneciente a su ex esposa y el crucificado. en el primer asunto eran obvias las razones de la desaparición, Natalia, su ex mujer, de sobra tenía argumentos para alejarse, pero uno sólo constaba como el primordial: la falta de amor, según ella, por parte de Jesús Guzmán. tú sabes, le dijo Guzmán a Natalia una noche cuando cenaban, tú sabes que mi trabajo no me permite estar todo el tiempo en casa, lo sé, dijo ella, mejor no me hubiera casado, asentó, trinchando el filete de res sobre el plato, dejando ver el hilo pequeñísimo de sangre de la carne a medio cocer.
la realidad era otra. si Guzmán se partía la madre en la oficina, la seis cuatro, como atinó en llamarle, no tenía mayor prioridad que la de proveerle a Natalia una vida digna o, al menos, una vida normal. pero esto no se veía, quedaba claro, para ella.
el segundo asunto estaba menos turbio y paradójicamente menos posible de solucionar (aunque ninguno de los dos tenga solución). José, padre de Jesús y esposo de María, según se relata en el documento fehaciente de Saramago, había ido por su amigo Ananías, quien éste sí se enroló en las filas de Judas de Galilea para derrocar al gobierno romano. sin embargo, y por mala suerte, al hallar José a su amigo, le vinieron preguntas más allá de las pronunciadas en aquella época, y tal vez, ha conjeturado Hooker, fue castigo de dios y no del hombre romano el que José halla muerto de tal manera, pues no se pude, especulaba Hooker, cuestionar los designios inescrutables del Señor. ya sea por suerte o por dios, a José lo mataron y el caso es investigar las causas, pues María y Jesús, esposa e hijo, respectivamente, sufrieron días enteros de dolor y agonía; por un lado ella, quien quedara viuda y a la asechanza del destino mayor entre otros hombres, y por otro él, el primogénito, quien no sólo heredó la túnica del padre y su calzado, sino los sueños y la maldición.
después de meditar en esto y lo otro, dijo Hooker, dirigiéndose a su compañero, ponte a Ray Charles, para el bajón. su compañero, que de nombre tiene Julián, se levantó de la silla, extrajo de la caja para cd´s el de Ray y al momento se escuchó I´ve got a woman. los ojos de Hooker se perdieron al instante, sus pensamientos giraban en torno a Natalia, él sabía que la quería, que la quería demasiado, a decir de sus palabras, pero el oficio (de imaginar) le impedía quererla como se lo merecía: más valiera vivir como Cuchara, el tipo ese del cual habla el detective Walter Mosley, en su famoso caso El blues de los sueños rotos, dijo para sí Hooker. pero Hooker sabía que no podía vivir como Cuchara, seudónimo de Robert Johnson, pues él, el de nombre Jesús Guzmán, no era lo suficientemente diablo.
luego de aclararse la mente y los ojos, Hooker abrió una de las gavetas de su escritorio y de ella tomó la botella de Whisky y un vaso que los parientes de María, José y Jesús le habían obsequiado como incentivo para resolver el caso con prontitud. de la botella salió un chorro amarillo, dejando a medio lucir el cristal del vaso, casi al borde. ¿ya es hora?, preguntó Julián, sabiendo que con ésta eran tres las preguntas cuya respuesta concluía como la primera: sólo para verla. Julián, entonces, comprendió, como lo hacía antaño, cuando ambos sólo patrullaban la ciudad, que debía guardar silencio, porque Hooker se disponía a beber.
después de escuchar I´ve got a woman, dijo Hooker, a ver, ponte esa pinche canción que le encanta a mi mujer, Julián asintió sin preguntar qué. En seguida la oficina seis cuatro se inundó con un sabor rancio, afrancesado y, como decía el detective, putañero. el sonido de Edith Piaf contaminó todo cuanto a su paso encontraba, hasta Julián, que a veces se le podía topar escuchando a Louis Armstrong, le parecía que La faule de Piaf era una soberana chingadera. quita esa madre, dijo Hooker, levantando la mano derecha, y pon a Sonny Boy williamson. de nueva cuenta Julián extrajo de la caja de cd´s el que correspondía a Sonny y, como por arte de magia, el hiato de La faule de Piaf desapareció para que Keep it to yourself decorara la habitación, hecha oficina, como uno de esos viejos bares de blues por donde transitaba no sólo el licor sino la sangre y en ella el hombre galopando.
sin embargo, y por más robustez de Hooker, no podía o no tenía el orgullo suficiente para negar que Edith Piaf le había recogido el cuerpo y el corazón como un puñado de arena un tanto humedecida.
de pronto, estando la noche con el licor a media luna y la sombra del viento entre las persianas del séptimo piso, Hooker dijo: eso es todo por hoy, puedes largarte. Julián dijo, sin que sonara a pregunta y más como una afirmación, tendré que telefonear de nuevo, a lo cual Hooker asintió.
señora, dijo Julián, diga, respondió la voz femenina, el detective Hooker la buscará mañana, está bien, él ya sabe dónde encontrarme, ¿otra vez se la ha inventado?, preguntó la voz, y a esto contesto Julián: sólo para verla.
después llamó a los parientes de María, Jesús y José. para éstos ya sabía la receta. al teléfono acudió otra María, y Julián repitió lo dicho otras tantas noches: según el manual de Franz Kafka en El proceso, nosotros nos vemos obstaculizados por la burocracia, en tales casos, no queda más por decir, sólo aquella especulación que el detective acertó: José pertenecía a un sistema, el cual jamás pudo abandonar, tal como no lo hiciera Josef K.

jueves

diario

tomó distancia dejando debajo del cuerpo su mano, y sobre ésta el peso suave de los pechos de claudia. un momento antes había recordado la tarde de verano, cuando conoció a quien ahora duerme y se infla y cae como la seda en el lago. aquel día pensaba en la muerte, en el silencio, los sueños y los espejos, decía, todo se parece, la cuádrupla del hombre, repetía. ahora experimenta la misma sensación aquella, y la afirma: es el hombre, inmediatamente. en la muerte el silencio, dice, y ¿qué es el silencio sino la verdad, la única y misteriosa verdad? y los sueños, ¿no son acaso el espejo del hombre o el hombre ante el espejo?
claudia está dormida, gravemente dormida, desnuda, habitada; su piel da muestras de una congestionada vía por donde sólo pensamientos que desean su cuerpo la recorren. al margen de esto, samuel está mirando.
era verano, según recuerda. claudia caminaba del otro lado, donde el río seguía su curso y chocaban las corrientes frente a los sauces. detenía el paso para verla. nada que pudiera pensarse en este instante nos haría suponer por qué samuel se dirigió a claudia; ella simplemente caminaba guiada, tal vez, por el sentido común (un paso sigue a otro) o porque se le antojó caminar por ahí, sobre el puente, cuando la sombra de los pinos y los sauces dan al camino un aire tranquilo, armonioso y, quizá, fraternal para el desahuciado. 
samuel sólo se condujo, guiado por quién sabe qué pensamiento después haber conjeturado la cuádrupla del hombre.
samuel, al ver el techo y la lámpara a media luz, siente el desconcierto que podría pertenecerle a cualquier hombre, como es su caso al estar aquí. nosotros no sabemos a ciencia cierta qué pasa por la mente de samuel, sólo suponemos que tal desconcierto se debe a la certeza del cuerpo que está a su lado, dulcemente tibio, como para morir y resucitar en él, como para entrar y no querer salir jamas del brazo otoñal que entre sus piernas guarda. pero samuel es distinto a todos lo hombres, como claudia lo es de todas las demás, y esta misma exclusividad los retrae y los imagina como si ella misma fuera dios habiendo decretado que debían encontrarse en un puente que no significaba nada para nadie.
los senos de claudia despiertan de pronto sin que ella despierte y vuelva en sí: detrás del pecho está la muerte, sugiere samuel, y detrás el abismo.