Fue la noche de inicio de primavera.
Todas las casas de la vecindad, una por una, comenzaron a apagarse. La energía
eléctrica cesó de pronto y las personas emergieron, como de un hormiguero, a
través del umbral de las puertas.
Minutos después del
apagón, vecinos y conocidos iniciaron pláticas de todo tipo:
“No
es la primera vez que nos dejan a oscuras”.
“Se
les está haciendo normal cortarnos la luz”.
“¿Alguien
llamó a la Comisión?”
Sin
embargo, no todos se exiliaron de la noche. Rubén y Natalia —matrimonio de
pocos años— permanecieron ungidos a las sillas que rodeaban la mesa.
Ella
mantenía los codos sobre el mueble y con las manos apretaba su rostro, como si
temiera ser descubierta aun en la sombra.
Rubén,
por su parte, dejó caer el peso de sus hombros al respaldo de la silla. Su
mirada, incluso no vista por Natalia, no permitía objeción para lo que
delataba: cierta tristeza amparada por el tiempo.
La
esposa permaneció en silencio hasta el momento en que el viento cruzó la puerta
y se estableció entre las cuatro paredes de la casa, como un huésped esperado,
anhelado para el diálogo.
“Los
vecinos platican, ¿por qué no salimos nosotros?”, dijo ella.
A
lo cual Rubén contestó: “No hace falta”.
Natalia
volvió a su postura, y de nuevo se sintió una mujer incomprendida. Sus gestos,
aunque inútiles en la oscuridad, fueron imaginados por Rubén, y éste tuvo la
necesidad de contar algo.
Antes de escuchar, Natalia
despojó de su rostro las manos, la humedad permaneció en sus
mejillas, y Rubén relató aquella vez que juntos decidieron habitar este
inmueble.
Primera versión 21/03/16