domingo

Noviembre

Era noviembre. La calle a voz de viento decía que era noviembre. La tarde se mecía como si estuviera motivada por el rojísimo color del crepúsculo. Parecía que el corazón del mar estaba a flote, con las venas totalmente estiradas a lo largo de un cielo pleno, y le palpitara sobre las yemas de las nubes la sangre de la sal, llovida en cada uno de los rayos que el sol proyectaba.

La tarde anterior llovió y aún podía sentirse el aroma fresco del jardín y la acera. En las partes donde el yeso permitía el asomo de la tierra, el olor era distinto. Dentro, como en un ataúd oscuro y polvoso, los gusanos atrayendo para sí las hebras de las plantas; afuera, la perla enmohecida de las piedras pequeñas expelía el ritual de la luna y el tiempo. Abrazas al hilo histórico de empezar siendo nada y terminar siendo lo mismo.

Era pues otra circunstancia. Poco a poco se fueron diluyendo todas esas fragancias que la lluvia depositó sobre una ciudad indiferente. Las calles eran sacudidas por el ruido de los carros, el tráfico del polvo y la hoja. Las palabras que se iban diciendo las parejas;

(Él) >>el amor se lleva en el centro de unos labios verticales, los cuales sólo a pulso y tacto de besos se abren y dejan ver el botón rosa y húmedo del sentimiento.

(Ella) >>No lo recuerdo,…


y las manos, en contra de ese olvido, entrelazadas recordaban a la vista de cualquier otra persona, aquellos lunares donde el cuerpo era resucitado por el infinito tacto del fuego. Así iban y venían los pasos de los individuos y cada uno levantaba del suelo el estupor del día. Así hablaba el calor del cemento, la grieta fantasmal de las paredes vecinas a las sombras, los arcos donde se postergaba el beso, la esquina “rodante” donde reposaban las píldoras andantes y el siempre bandolero rincón por el cual todo recién exhumado de la costumbre transitaba. Y era que exhumarse por propia voz, imposible.

De la puerta principal de la vivienda hasta el final de la cuadra, al topar el viento con las ramas de los árboles habría un canal de música y las tonadas repetían horas y horas el desconsuelo del diurno vecino que acababa de llegar del trabajo. Luego las ramas desordenaban el rumbo de las palabras y de la corteza les brotaba cicatrices; en uno el nombre de la mujer a tropel y sin miramientos; en otro la maldición y la garra; pero todos secretamente escondían gritos por eso las raíces les llega hasta el infierno.

Era tarde. El parque situaba una multitud de fantasmas, unos abrazados a otros y otros invisibles abrazados a la visibilidad de aquellos que se veían. Las campanas de la catedral sonaron a eso de las seis en punto, la misa debía comenzar. En la avenida los carros en silencio con el motor apagado; hubo antes lamento de cláxones y después el desprendido sabor de portezuelas al unisonó cuando los conductores bajaron del carro. De pronto el aire figuró esquelético entre la gente. Se proyectó una luz cuneiforme que daba directamente al umbral por donde todos tenían que pasar; la puerta se abrió de par en par y la sombra fue desapareciendo, corrugando su tela fina hasta la madera de las primeras bancas, escondiéndose de la luz mortífera, guareciendo su alma mater de los vivos.

Sonaron por tercera vez las campanas de la iglesia. El sonido escalaba el espacio vació y el eco se vaciaba en un temblor de ondas hasta llegar al oído del penitente. El rezo comenzó y las formas proyectadas sobre el empedrado del corredor se fueron perdiendo una a una, cuando la luz no alcanzó a salvarlas. Estaban a punto de finalizar la procesión de cuerpos y la lluvia cayó tendida como alfombra a reanimar los viejos laureles del parque. Subió entonces el vapor caliente y sepulcral de la rutina al filo puntiagudo de cada nariz, continuando por las vías próximas e inacabables del aliento. La gente penetró el recinto y la hora de la oración era las seis de la tarde, afuera el duro concreto resistía la asechanza del agua como pólvora enrarecida y escanciadora. Así pues todos reunidos participaban, mientras tanto un largo y finísimo hilo emergía del suelo; la corriente brotó inaugurando la saeta de la noche y el deambular de los fantasmas olvidados.

lunes

Hacía tiempo que no venía a decorar las tumbas.

Hoy vengo, no con una ofrenda, por que los

Tulipanes se han bebido hasta la sed;

Vengo simplemente por avanzar un paso.

No intento recoger las prendas enrarecidas

Del polvo, ni deseo que me lloren

Desde el carbón, los años calurosos.

Ya alguien partió dentro del fuego

Y desnudo dejó el clavo y la madera.

Y heme aquí, orando.

Levantando el fiambre de Marzo.

Prolongando el sudor del cristal,

Acariciando las inútiles horas,

Enmudeciendo como lápida que se alcoholiza

Al ver sobre sí una campana enorme

Que anuncia el secuestro religioso del alma.

domingo

*

De pronto despierta
Suena y cae que cae
con lástima
y abajo lo ignoto
lo indescifrable de la carne
como un canal por donde
las voces pasaron
Dinora se levanta
abre la boca y los verbos
Dinora vuela y cae que cae
alguien le dice que debe
vaciarse
De pronto el agua
el fuego la lengua
y el viento
el esqueleto recostado
viendo cómo una noche cualquiera
Dinora se levanta, vuela
y cae que cae;
se siente ave y las plumas se le
van erizando conforme las ventanas
del cuarto se abren
Dinora repleta de polvo
hojas aquí allá
en la pestaña donde el nido de
la desdicha habitó
en la ciénaga que canta
como cuchillo deshilvanando enjambres de piel
y aquí otra vez se cierra el vuelo
los ojos viendo ver la esquirla de la noche
Rumiando distancias
que sólo el olfato retrata
Dinora salvaje ecuménica
Dinora planta de olivo
Dinora labrada surco a surco
molde y pan de sangre
Dinora fuego
Dinora ahogo
Dinora que masculla el tropel
de la escafandra
Dinora clepsidra
guante y soledad abrazada
Dinora pulpa
Dinora muerte
Dinora repleta de mar
Dinora cae que cae
sobre el navío
pecho abierto
musgo deletreando la ofrenda
como cualquier día ajeno
circuncidando el corazón