lunes

El plagiador

Cuando escribí el cuento “Los arrayanes”, pensé varios días en cómo debía escribirlo; la aceptación fue buena, al menos considerable. Dos o tres amigos dijeron haber leído el texto y haberles gustado. De hecho dijeron: “Tiene mucha influencia Rulfiana, ¿no crees?”. No sabía si decir la verdad; la cual era que sí, o decir nada. Pero caí en la cuenta de que —con dos tragos de cerveza más— estábamos hablando de Rulfo. Me dijo aquel amigo: “Es el único cuento, hasta ahora, que te leo y me gusta. La estructura es buena, tiene tema; ¿el caciquismo, no? Además tu final es bueno”. Con tantos halagos era de esperarse mi rechazo hacia lo que había escrito y que antes de publicarlo, me parecía honestamente rescatable.

Cuando conversaba con María Luisa, ella siempre decía que menospreciaba mi trabajo. Me pregunto si era cierto, o sencillamente optaba por lo mejor. Una vez me preguntaron —en uno de esos talleres de poesía— si había escrito algo. Dije que sí, y listo. Nunca me he sentido orgulloso con mis textos, no hasta ahora. Supongo que no tiene importancia, cuál debiera ser. "¿Será que los nuevos íconos se preguntan si es bueno o malo lo que escriben?" La respuesta para pocos es no, no lo piensan. "¡Saber qué quieren los pinche lectores! ¡Saber, hay tanto pendejo escribiendo!", decía una vez un compañero de clase.

“Los arrayanes”, sí, ciertamente tienen muchísima influencia de Juan Rulfo. Fue escrito para el personaje Pedro Páramo de la novela que lleva su nombre. De modo indirecto para Rulfo, por supuesto. Además, por aquel tiempo aún vivía mi abuelo y yo quería escribir algo de lo que nos platicó, a mí y a unos tíos, después de la pizca de maíz. Todos nos reunimos en el corredor de la casa y mi abuelo frente a nosotros, sentado en la butaca. Mandó traer algunas cervezas y en el calor de la tarde y la plática se refirió a “su tiempo”, de cuando él trabajaba en las fincas. De cómo, después de pizcar maíz, los jornaleros se iban directo a la casa principal de la finca y allí el cacique les tendía mesas repletas de comida y licor. Las mujeres servían la comida, lavaban los trastos, molían el maíz para hacer pozol. El dueño de la finca contrataba a un cohetero y éste se encargaba de lanzar los cohetes mientras la banda de músicos —la mayoría campesinos que simulaban el ritmo y dejaban la afinación para otro día— tocaban. El jolgorio, como dijo mi abuelo, avanzaba hasta la noche; la mayoría terminaban borrachos, abrazados y dándose cariño. Los menos ebrios buscaban el monte y tal como si el viento pasara lamiendo las hojas caídas de la caña, se movían de un lado para otro. Mi abuelo era capataz. Así fue la plática. Puede decirse que injustamente robé el cuento a mi abuelo. Será por eso que después sentí mucho desprecio hacia mi trabajo. Otro motivo por el cual fue escrito es Lucia de León. Una mujer de ancas ¡bien! presentables. Me gustaba su color moreno, su piel rumiante, su calor rojo de brasa aún no humeante. Pero de ella sólo puedo decir lo ya escrito. Ahora, tiempo tiene que no releo el cuento, no así de dar pasos cerca de la novela de Rulfo. A mitad de la licenciatura uno de mis profesores me pregunto: “a ver, usted, dígame por qué escribe poesía”. De no haber ocultado la respuesta me hubiera visto en un embrollo del cual no iba a salir para nada librado. Así que no supe responder, sin embargo, por azar de la vida yo releía “Pedro Páramo”, y respondí: “No lo sé, siempre que quiero desatar mis demonios leo ‘Pedro Páramo´”. El profesor estuvo a punto de citarme cantidades de estudios acerca de la novela; de mi “buen gusto” habló; de lo ‘tremendamente poético que es libro’, etcétera. Mi verdadera respuesta de aquella pregunta es esta: por masoquista y endemoniado. De vez en cuando, y me refiero a este fin de semana pasado y otros días atrás, pensé en escribir —no sé si ya lo he dicho— un cuento pero nomás no sale: se llamará "Rompecabeza". Estará dedicado a dos de mis mejores amigos. Se sabe pues que yo no escribo nada, la historia. El cuento ya fue dicho mucho antes de que hubiera pensado en él; a ellos, mis amigos, les deberé el copyright.

viernes

Porque conversando me odio más

Ayer tuve una plática, de ésta surgió la siguiente pregunta: ¿por qué tengo que responder a las preguntas? ¿Por qué tener la necesidad de responder a las preguntas? La plática fue más o menos así: Hablamos de algunos autores que nos atraen; si alguno de los dos individuos decía u opinaba algo acerca del autor “x” tenía que fundamentar lo dicho. Creo que yo únicamente dije o proferí una vez la pregunta, ¿por qué? Me pareció prudente hacerla porque no entendí un carajo de lo que me estaban comunicando. Después, la respuesta fue o la supuesta respuesta fue, ejemplos y ejemplos y ejemplos y ejemplos, y, jamás pude ubicar la respuesta. Por un momento pensé en la osadía de volver a preguntar, sin embargo, reprimí toda acción de duda por lo que ustedes ya pueden imaginar. Entonces me tocó hablar. Hablé del hombre civilizado. Cuando supuse que se entendía el término se deja venir la horrible cuestión, ¿por qué?, más bien; fundamenta por qué dices esto del hombre civilizado. Lo simpático del asunto es la sensación de risa que me vino a la mente. Quise reír y no lo hice. Hable poco para “fundamentar” mi “hombre civilizado”. A cada palabra mía era una cuestión más. Me aburrí terriblemente; preocupante debido a la buena compañía: una cerveza y los cigarros. Hablamos más, es decir, ejemplos más y mientras sucedía la tarde sobre las tejas de aquel lugar, sentí la necesidad de abrir las puertas y salir a caminar. Inmediatamente después de esta sensación me pregunté, ¿por qué tenía que responder a las preguntas? Me decía, con toda la humildad posible, si hablamos de aquél quiere decir que nos entendemos. Yo digo Milan Kundera, y, si me dijeran: claro, Milan Kundera: La insoportable levedad del ser, comprendería que estamos en la misma sintonía. Entonces por qué la necesidad de especificar, digamos; si dijera —una vez más—, Milan cree en la casualidad; ¿tendría que fundamentar lo dicho? Supongo que existe la gran contradicción y sí tendría que. Ustedes ya sabrán para donde va mi conversación, ¿cierto? Recuerdo una ocasión en que, conversando con dos amigos y un tercero —quien no recuerdo casi nada de él, excepto que estaba con nosotros tres—: hablábamos de libros, licores y revistas; una que otra vez de problemas personales. El tercero en diálogo decía, oh sí Kant, oh sí Cioran, etcéra. Yo no sé si comprendía realmente lo que se planteaba, al parecer sus aseveraciones no hacían pensar que sí, todo un intelectual; nosotros intelectuales y poco más que pendejos, de cualquier modo creo que El tercero se salva de este pendejismo. Ahora que lo veo de este modo, él era el único sensato. Pues hablamos y las preguntas en aquella charla eran tales como, ¿por qué decir de la Filosofía contemporánea y hacerla ver como parásita? Pensamos poco más de tres vasos de cerveza hasta la respuesta más lógica dada por El tercero: ¡ya no se piensa, creo yo! Injuriamos su respuesta por dos tragos más, al final la aceptamos. Me parece curioso que ninguno de nosotros exceptuando al “respondón”, dijera lo que se dijo. Quizás estábamos en la búsqueda de la respuesta mejor explicada, la más certera, la contundente, la que implica una duda más, etcétera. Desde ese día dejé de responder a lo que me preguntaban.

Considero aquí dos asuntos muy particulares. El primero: muy a mi interés converso con personas que me agradan, por demás está decir que las considero amistades o personas interesantes que, con posibilidad, podrían llegar a ser, si ellos lo permiten, mis amigos. La amistad —hasta donde la considero— es inmensamente prodigiosa e igualmente difícil de llegar a ese estado mutuo de aceptación, tolerancia y comprensión del uno para el otro. El segundo: hablo y callo. Cuando converso me explayo dos o tres líneas. Esto sucede con aquellas personas que no me provocan ni el mínimo para entablar una conversación. Y suele suceder que estas últimas personas son las que más cuestionan mis opiniones. Podrán desde aquí entender bien mi preocupación hacia las preguntas y lo mucho que las detesto. Decía pues que me expreso tres líneas a lo máximo y callo. Me suceden muchos pensamientos a la vez, en realidad, uno dentro de todos aquellos “malos pensamientos”, y le pongo atención a lo que pienso. Repito la cuestión para mí y comienzo a odiarme con un odio tan mutuo como si fuera el peor de mis enemigos.

jueves

De cómo llegué a cuentista

Un poco menos enfermo de ocio vuelvo a escribir. Hacía tiempo ya de haber dejado este “hábito” —si es que alguna vez lo tuve—, y puesto que ahora tengo la atención puesta en no menos de tres o cuatro asuntos, decidí, mejor, intentar relajarme a través del lenguaje. No dudo ni un momento en pensar que esto del lenguaje deja insatisfecho a más de una persona. Es tan difícil decir algo, por menos sugerente que sea. Ayer, por ejemplo, estuve dando vueltas alrededor de las librerías cercanas al centro. Sí, pensaba comprar algún ejemplar, de… filosofía. Me ha interesado la filosofía china desde hace mucho tiempo, sin embargo, no he tenido la osadía de adentrarme en ella. Nunca he sido bueno para cumplir mis propósitos, eso quiere decir que leer filosofía china era uno de ellos y uno más incumplido. Esto de andar proponiéndome leer, viajar, cambiar de vivienda, etcétera me frustra. Aun así he aprendido a vivir de ése o de otro modo. El resultado es el mismo, ¿no? Poco a poco me he dado cuenta de cuán complicado es convertir lo necesario e innecesario. Quiero decir, y tomo la impresión que tiene Pitol acerca del hombre civilizado, que mis actos no tengan que justificarse para alguien más. No es necesario: está admitido que no tienen la menor importancia y a pesar de esto, todo el tiempo vengo justificando los motivos por los cuales realizo tal y tal perjurio contra mi rol social. Ahora, si tomo en cuenta el hecho de justificarse ante la vida es peor aún. Vivir, en el concepto más amplio, es rechazar la libertar y cárcel. Ambas partes son opresoras, por supuesto, en diferentes medidas.

El primer libro que se me ocurrió comprar —mientras caminaba—, pensé: ¿por qué no algo de poesía? Hace tiempo que no leo poesía. Que no escribo poesía. Me pregunto si realmente escribí poesía una vez de aquellas, cuando el entusiasmo se desbordaba. No recuerdo quién me dijo eso de los “efluvios juveniles”. Bien pudo ser uno de ellos los que me motivaron un día a escribir poemas, o sus equivalentes. Y me olvidé de ellos así como vinieron. Nunca creí llegar a escribir un buen poema, o al menos uno no muy malo. Luego vino la relación de los libros que fui comprando de cuentos y eso me hizo desinteresarme por completo de la poesía, bueno, al menos de leer lo que exactamente es poemas. Es curioso; en mis inicios como lector nunca pensé en los cuentos, más en las novelas y libros de ensayos filosóficos. Incluso lo estrictamente poético quedó relegado. Mi emoción eran los estantes repletos de filosofía griega, las antologías del Maestro Gaos, de Ortega, de Schopenhauer, de Nietzsche. El marxismo incluso —en todo lo que los llamados marxistas pudieron abarcar— me interesó en algún momento; nunca así los cuentos o los poemas. Pasaron los años, quiero decir los libros y pronto me descubrí como el adolescente que escribía poemas para bajarles el calzón a mis compañeras de contaduría en el bachiller. Escribía cartas para que mis compañeros conquistaran a la “niña” que les gustaba. Escribía poemas a los 13 años, cuando me gustó por primera vez mi supuesto amor de secundaria. Yo no sabía qué era escribir un poema, y a lo más que pude haber llegado fue, tal vez, a decir que me parecía bonita o que tenía los ojos del color del valle; porque ella tenía los ojos verde esmeralda. Tiempo después, ya en el bachiller, me enteré de que se había casado. Ella no quiso seguir estudiando o no lo permitieron sus padres, no estoy seguro. Sin embargo, yo no me iba permitir dejar pasar el tiempo y no besarla jamás o tratar de conquistar esos ojitos verdes. Así que con nuevas estrategias de ataque y ya con más idea de qué era un poema —el bachiller sirvió de mucho para entender el proceso por el cual pasa un poema, tema para otra conversación—, me propuse buscar dónde trabajaba aquella mujer alta, delgada, cabello castaño claro y, repito, ojos verdes. La encontré en una de las tiendas del centro, allá en mi pueblo. Era encargada del departamento de lencería. Me vi obligado a acercarme sigilosamente y con las ganas que tenía. El resultado es obvio, fracasé al primer intento. Luego vino el segundo y el tercero. Ya para este último yo la acompañaba hasta su trabajo y la besaba en el autobús todo el tiempo. A estas alturas del partido —no es que se viejo o menos que adulto— me parece ridículo haber intentado escribirle poemas a mi amor de secundaria. Ella No sabía ni un picte de filosofía y yo hablaba —porque estaba emocionado de la “realidad del ser”—y hablaba todo el tiempo de Nietzsche, de Miguel Unamuno, de Caso, de Vasconcelos, de Reyes; y mi acompañante en el autobús terminaba diciendo que una de sus compañeras de trabajo se había comprado una tanga de vicki form. Me reía y disfrutaba de la posible imagen de su amiga con aquella tanga del catálogo primavera-verano. Cuando conocí a la susodicha compradora me infarté. Tenía un culo de “aquellos”. Estuve a punto de mandar al carajo a mi supuesta conquista —porque en mis pensamientos, al ver a la amiga, fueron de, No es mi novia, salgo con ella pero no es mi novia. ¿Ustedes qué suponen que sucedió?

Hubo entonces el tiempo que las lecturas de poesía aumentaron y la filosofía dejó de ser importante, sin embargo, no menos interesante. Creo haber tenido cierta iluminación y por eso desistí y dejé de leerla. No tenía caso seguir leyendo de ese modo absurdo, libro tras libro. Sabía que deseaba estudiar Filosofía, mas no sabía que terminaría por estudiar otra licenciatura similar, nada más. Ahora es menos creíble lo acontecido. Me veo a través de los libros que he comprado últimamente y diría que soy cuentista, por supuesto, así como fui poeta.