el detective Hooker (por aquello de que
le gustaba escuchar a John Lee Hooker e imaginar, además de amar a B. B. King al negarlo) prendió el cigarro doce, sacó
su mano izquierda por la ventanilla del coche después de dar el primer sorbo, y
esperó, estacionado, la salida de su ex esposa del departamento. en el estéreo
se oía, con volumen bajo, el álbum completo House of the blues, de su homónimo.
llegó a verla, según diría a su compañero de trabajo, para aclarar algunos
pendientes, ¿entre ellos?, le preguntaron, entre ellos sólo verla, dijo Hooker,
ajustando la manga de su camisa negra, señal de que no había nada más que
preguntar. de hecho el detective admitía una única pregunta dentro de la
charla, no más. decía que las preguntas cuando son de dos o más significaban lo
mismo que la respuesta de la primera, por eso conminaba a sus interlocutores a
dejar en claro cualquier duda con el primer asomo a la verdad.
estuvo medio día
esperando a su ex mujer. terminó el disco House of the blues, pensó escuchar a
Robert Johnson, pero a él no le simpatizaba mucho la idea de convivir en el
auto con un ser más endemoniado que su persona. a Johnson lo escucho en las
calentadas, dijo para sí. y esto era cierto, en seguida de las madrizas que
propinaba, colocaba cualquier disco de Robert Johnson en la grabadora, una
vieja Sony, del año que se tituló como investigador. a Hooker le gustaba Me and
the devil blues.
la mujer jamás
apareció. el día había avanzado, vendré mañana, dijo, ya habrá momento,
concluyó.
tomó las llaves,
colocadas en el cuello del volante, prendió el coche y arrancó rumbo al
edificio Contreras, donde colocó, en una habitación de 6 x 4, su oficina, en
cuya puerta se leía, con letras redondas: Jesús Guzmán, y debajo del nombre y
apellido: El Hooker.
abrió la puerta
topando de frente a su compañero, un hombre menos robusto que él y con los ojos
algo perdidos. éste se encontraba detrás del segundo escritorio, al lado del
principal, donde Hooker diseñaba y ordenaba sus encuentros y desencuentros con
la ley, delincuentes y hasta infieles. después de quitarse el sombrero y
dejarlo sobre la pila de documentos que se percudían cimbrados en el mueble,
dijo, sólo fui a verla, para aclarar algunos pendientes. entonces su compañero
preguntó, ¿entre ellos? y Hooker respondió, entre ellos sólo verla. acto
seguido ajustó la manga de su camisa negra. no te quitarás el abrigo, dijo el
compañero, a sabiendas de que era su segunda pregunta y que ésta no tendría
respuesta. en realidad Jesús Guzmán, pues en sus meditaciones así prefería
llamarse, pensaba en dos cosas, una más importante que la otra: la primera
tenía que ver con el objeto de su visita a su ex esposa, a quien todavía, y eso
se dice con escaso rigor, todavía quería y lamentaba su ausencia; y la segunda
se derivaba del caso Séforis, que ahora le correspondía solucionar: la muerte injusta de
José, el esposo de María y padre de Jesús, asesinado por los romanos en
Séforis, acusado de rebeldía y crucificado inmediatamente con el número 40
dentro de los crucificados de aquella tarde, según relata el libro, y único
documento serio, de José Saramago, publicado por ahí de 1991 con el título de El
evangelio según Jesucristo.
ante estas dos
situaciones, no hacía más que desvelarse el detective Hooker. ya había hecho
algunas pesquisas, dicho con el argot detectivesco, en lo perteneciente a su ex
esposa y el crucificado. en el primer asunto eran obvias las razones de la
desaparición, Natalia, su ex mujer, de sobra tenía argumentos para alejarse,
pero uno sólo constaba como el primordial: la falta de amor, según ella, por
parte de Jesús Guzmán. tú sabes, le dijo Guzmán a Natalia una noche cuando
cenaban, tú sabes que mi trabajo no me permite estar todo el tiempo en casa, lo
sé, dijo ella, mejor no me hubiera casado, asentó, trinchando el filete de res
sobre el plato, dejando ver el hilo pequeñísimo de sangre de la carne a medio
cocer.
la realidad era otra.
si Guzmán se partía la madre en la oficina, la seis cuatro, como atinó en
llamarle, no tenía mayor prioridad que la de proveerle a Natalia una vida digna
o, al menos, una vida normal. pero esto no se veía, quedaba claro, para ella.
el segundo asunto
estaba menos turbio y paradójicamente menos posible de solucionar (aunque ninguno de los dos tenga solución). José, padre de Jesús y esposo de María,
según se relata en el documento fehaciente de Saramago, había ido por su amigo
Ananías, quien éste sí se enroló en las filas de Judas de Galilea para derrocar
al gobierno romano. sin embargo, y por mala suerte, al hallar José a su amigo,
le vinieron preguntas más allá de las pronunciadas en aquella época, y tal vez,
ha conjeturado Hooker, fue castigo de dios y no del hombre romano el que José
halla muerto de tal manera, pues no se pude, especulaba Hooker, cuestionar los
designios inescrutables del Señor. ya sea por suerte o por dios, a José lo
mataron y el caso es investigar las causas, pues María y Jesús, esposa e hijo,
respectivamente, sufrieron días enteros de dolor y agonía; por un lado ella,
quien quedara viuda y a la asechanza del destino mayor entre otros hombres, y
por otro él, el primogénito, quien no sólo heredó la túnica del padre y su
calzado, sino los sueños y la maldición.
después de meditar en
esto y lo otro, dijo Hooker, dirigiéndose a su compañero, ponte a Ray Charles,
para el bajón. su compañero, que de nombre tiene Julián, se levantó de la
silla, extrajo de la caja para cd´s el de Ray y al momento se escuchó I´ve got
a woman. los ojos de Hooker se perdieron al instante, sus pensamientos giraban
en torno a Natalia, él sabía que la quería, que la quería demasiado, a decir de
sus palabras, pero el oficio (de imaginar) le impedía quererla como se lo
merecía: más valiera vivir como Cuchara, el tipo ese del cual habla el
detective Walter Mosley, en su famoso caso El blues de los sueños rotos, dijo
para sí Hooker. pero Hooker sabía que no podía vivir como Cuchara, seudónimo de
Robert Johnson, pues él, el de nombre Jesús Guzmán, no era lo suficientemente
diablo.
luego de aclararse la
mente y los ojos, Hooker abrió una de las gavetas de su escritorio y de ella
tomó la botella de Whisky y un vaso que los parientes de María, José y Jesús le
habían obsequiado como incentivo para resolver el caso con prontitud. de la
botella salió un chorro amarillo, dejando a medio lucir el cristal del vaso,
casi al borde. ¿ya es hora?, preguntó Julián, sabiendo que con ésta eran tres
las preguntas cuya respuesta concluía como la primera: sólo para verla. Julián,
entonces, comprendió, como lo hacía antaño, cuando ambos sólo patrullaban la
ciudad, que debía guardar silencio, porque Hooker se disponía a beber.
después de escuchar
I´ve got a woman, dijo Hooker, a ver, ponte esa pinche canción que le encanta a
mi mujer, Julián asintió sin preguntar qué. En seguida la oficina seis cuatro se
inundó con un sabor rancio, afrancesado y, como decía el detective, putañero.
el sonido de Edith Piaf contaminó todo cuanto a su paso encontraba, hasta
Julián, que a veces se le podía topar escuchando a Louis Armstrong, le parecía
que La faule de Piaf era una soberana chingadera. quita esa madre, dijo Hooker,
levantando la mano derecha, y pon a Sonny Boy williamson. de nueva cuenta
Julián extrajo de la caja de cd´s el que correspondía a Sonny y, como por arte
de magia, el hiato de La faule de Piaf desapareció para que Keep it to yourself
decorara la habitación, hecha oficina, como uno de esos viejos bares de blues
por donde transitaba no sólo el licor sino la sangre y en ella el hombre
galopando.
sin embargo, y por
más robustez de Hooker, no podía o no tenía el orgullo suficiente para negar
que Edith Piaf le había recogido el cuerpo y el corazón como un puñado de arena
un tanto humedecida.
de pronto, estando la
noche con el licor a media luna y la sombra del viento entre las persianas del
séptimo piso, Hooker dijo: eso es todo por hoy, puedes largarte. Julián dijo,
sin que sonara a pregunta y más como una afirmación, tendré que telefonear de
nuevo, a lo cual Hooker asintió.
señora, dijo Julián,
diga, respondió la voz femenina, el detective Hooker la buscará mañana, está
bien, él ya sabe dónde encontrarme, ¿otra vez se la ha inventado?, preguntó la
voz, y a esto contesto Julián: sólo para verla.
después llamó a los
parientes de María, Jesús y José. para éstos ya sabía la receta. al teléfono
acudió otra María, y Julián repitió lo dicho otras tantas noches: según el
manual de Franz Kafka en El proceso, nosotros nos vemos obstaculizados por la
burocracia, en tales casos, no queda más por decir, sólo aquella especulación
que el detective acertó: José pertenecía a un sistema, el cual jamás pudo
abandonar, tal como no lo hiciera Josef K.
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