lunes

La cena

Mi padre observó alrededor de la mesa.
Del otro lado, frente a él, mi esposa servía el vino en las copas. Al tomar la mía levanté la mano ejecutando un ademán que la interrumpió.
Así que es cierto…
Lo es, dijo Claudia.
Mi madre, que hacía presencia desde el umbral de la cocina, preguntó.
¿Es cierto?
Lo es, repitió Claudia.
Respondí a todas las preguntas. ¿Desde cuándo?, ¿cómo te sientes?, seguramente Claudia ha de sentirse mejor, ¿cómo la van pasando?
Mi padre, con un gesto, más bien con un gruñido de bestia cansina, aplacó la interrogación.
Está bien, te comprendemos, dijo mi madre.
Claudia sirvió sobre las demás copas.
No estaría mal prevenir, dijo mi madre, tendrás que alejarte de ciertas personas.
No está mal prevenir, murmuré, absorto en el cristal que aferraba mi rostro, a veces familiar y otras, indescriptiblemente amorfo.
Claudia, sentada a mi lado, comenzó una plática insulsa.
Mi madre y Claudia discernían o escudriñaban el sabor que podría darle menos o más condimentos a la sopa de cebolla.
Mi padre, en silencio, daba pequeños tragos al vino.
¿Entonces es cierto?, repitió, más para sí mismo que para cuestionarme.
Las mujeres interrumpieron su charla, el mutismo explotó directo en mi cabeza.
Mi padre, francamente, no esperaba respuesta; tampoco mi madre o Claudia, pero era obvio que debía decir algo.
Así parece, afirmé, dejando a un lado la copa que tenía entre los dedos.
La sala se opacó y Claudia acudió al rescate.
Podemos darles la noticia, dijo, dirigiéndose a todos y en especial a mí.
No supe qué decir. Desde la esquina de la mesa mi madre observaba el panorama, sus manos mecánicamente acomodaban los platos y cubiertos, y su vista traicionaba la firmeza de su cuerpo.
Mi padre, en cambio, no se inmutó.
Su mirada tejía una telaraña donde la presa era yo.
¿Qué noticia? Acertó en decir.
Claudia, movida por la emoción, colocó una de sus manos sobre mi hombro y la otra empuñó una de las mías.
Deseé ocultarme, perderme, darme por satisfecho con una de las tarjetas que mi padre había estado enviando año tras año, después de aquel día que Claudia se fue por primera vez de la casa y mi padre y mi madre acudieron a mi llamado para verme y pedirle a Claudia que volviera a mi lado; y también para que mi padre reconociera que yo jamás cambiaría y de nueva cuenta las tarjetas de navidad hicieran su aparición durante los años de mi próspera ruina.
Giré el rostro hacia donde se hallaba mi padre.
Insatisfecho por no saber ocultar mi nerviosismo y desequilibrio, mi padre tomó el mando.
Dinos, Claudia, ¿cuál es la noticia?
Claudia trató de hallar mis ojos, mi mirada.
Seremos padres, dijo, con la voz tristemente envejecida.
Mi madre dejó el delantal sobre la mesa y abrazó a Claudia, tan fuerte, que pude escuchar el sollozo de ambas.
Mi padre, por su parte, articuló gestos, movimientos de sorpresa que me condujeron a una rabia huérfana, sin motivos.
Brindemos, dijo mi padre.
Todos, exceptuándome, bebieron sorbo a sorbo el vino.
Así que es cierto, dijo mi padre.

Lo es, afirmó Claudia.

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