Esto no está fuera de lo común.
Pasamos
semanas esperando los resultados.
Julia y yo nos
recostábamos sobre el sofá, pensado uno acerca del otro.
Julia
prendía el televisor, cambiaba los canales automáticamente.
Tratas
de volverme loco, le dije exaltado.
Nada
de eso, respondió, admirada por mi sobresalto.
El
lunes tendremos los resultados, comenté, más por decir algo que por estar en lo
cierto.
¿El
lunes? ¿Estás seguro?, replicó Julia.
Será
el lunes, respondí.
Los
días pasaron atravesando el lunes y los resultados no llegaron.
Pronto
comenzamos a roer la habitación. Julia a un lado de la cama, en el suelo, y yo
desde la puerta con el cigarrillo en la mano.
¿Cuánto
tiempo debemos esperar? ¿Hasta cuándo?, estalló Julia.
Quise
responder pero decir lunes no era opción.
Por
las noches, Julia se hacía la dormida. Sus ronquidos falsos despertaban mi falsa
afición a la lectura.
Leía
el periódico, uno viejo, de quién sabe qué año. O tomaba alguno de los libros
colocados en la repisa: se verán bien, dijo Julia, cuando se cambió a mi
habitación.
¿Es
que no piensan informarnos?, lloriqueaba Julia.
Estoy
harto, le dije.
¿De
mí?, preguntó.
De
la espera, musité, cuando la sinceridad debió actuar y decir: sí, de ti.
También
yo lo estoy, decía Julia, acomodándose el cabello detrás de las orejas.
De
la cama al sofá y del sofá a los círculos en el cuarto, en eso se convirtió
nuestras vidas.
¿Dos
o cuatro semanas?, preguntó Julia, viendo a través de los cristales de la
ventana.
¿Dos
o cuatro semanas?, pensé. Tal vez han pasado meses, me dije.
Tres,
me parece, respondí con falso aplomo.
Los
resultados jamás vendrán, ¿no es cierto?
Julia,
no desesperes. Por favor.
Estamos
encerrados, pensaba. Cerrados por todas partes.
Julia
vigilaba la hendidura por donde se introduce el correo.
¿Algún
día has de caer?, decía para sí, juntando las manos, estrangulándose los dedos.
Anda,
siéntate, le pedía, acercándome hacia su cuerpo.
Cómo
puedes estar tan tranquilo, me reprochaba.
¿Tranquilo?,
decía para mis adentros. Esto es una locura, conjeturaba.
Al
final, Julia asentía a todas mis palabras y como si recapitulara cada una de
ellas, giraba el rostro y juntos regresábamos al sofá.
No
puedo soportar más, decía siempre, incluso con la certeza de no estar hablando con
verdad.
Hazle
como yo, ejemplificaba, lee o tómate el tiempo para pensar las cosas. Tú sabes
que nunca saldremos, satirizaba.
Julia,
por supuesto, no compartía mi sátira y arremetía contra mí con el enfado que
sus puños le permitían.
Cálmate,
saldremos de esto, exhalaba, defendiéndome de los golpes. Algunos atinados y
otros estúpidamente inofensivos.
Nada
de esto es cierto, juraba Julia, sacudiéndose la manos.
Claro
que es cierto, los resultados vendrán, le decía.
Entonces
Julia se desnudaba. No hacía otra cosa que desnudarse al saber que los
resultados eran verdaderos y algún día tendríamos que sopesarlo.
Esto
no está fuera de lo común, repetía.
La
desnudez de Julia se pronunciaba, como el silencio, en toda la habitación.
Yo
la observaba, desnudo también, esperando.
Pronto comenzó a sentirse el mal olor, como la
carne podrida en la esquina más remota de la nevera.
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