Nuestro más
sentido pésame, dijo María. Mi esposa.
Lo
siento, dije, apoyando el rostro sobre el cabello de Claudia, al
abrazarla.
Después
nos retiramos hacia unas bancas desocupadas.
Las
personas reunidas para despedir a Jorge lloraban o hablaban con el compañero de
al lado.
Buena
gente el tal Jorge, dijo alguno.
Excelente,
respondió otro.
María
asomaba la vista sobre el féretro, discretamente. En ocasiones la mirada de
ella y la de Claudia se topaban. Se miraban, en silencio, y dejaban caer un
halo de nostalgia que les recorría todo el cuerpo.
¿Usted
conocía bien a Jorge? Me preguntaron.
Poco,
respondí.
Al
lado mío alguien corpulento preguntaba si conocíamos “bien” a Jorge. “Poco”,
fue mi respuesta.
Lo
que conocía de Jorge lo sabía por María. A simple vista era un hombre simpático
que podía, sin tanto esfuerzo, pasar desapercibido.
Alto,
moreno, sin bigote, con la mirada extraviada, dijo María cuando le pregunté quién
era Jorge. Es nadie, sentenció.
María
me tomó de la mano.
Necesito
un café, dijo.
Ahora
vuelvo, contesté.
Como
pude crucé el lugar. Había pocas personas pero incluso con tres el sitio se
hubiera visto engentado.
Serví
el café en un vaso desechable, sin azúcar.
De
regreso a mi asiento me topé de frente con Claudia.
¿Qué
hace ella aquí?, preguntó, cubriéndose la nariz y los labios con un
pañuelo.
Lo
mismo que hago yo, dije, y continué mi paso hacia donde se encontraba
María.
María
sorbió el café.
No
hace falta enojarse, pensé. Ahora no tiene sentido.
Pronto
amaneció.
Espero
no esté ella en el sepelio, enfatizó Claudia, cuando ya nos
despedíamos.
María
no escuchó las palabras de Claudia. Ella, a distancia, como lo hizo al dar su
pésame, observó el rostro de Claudia, tratando de hallar empatía.
Ninguno
de los dos, dije, alejando mis manos de las manos de Claudia.
De
vuelta a casa, María preguntó:
¿Por
qué me odia tanto?
No
lo sé, respondí, aunque mi respuesta no era necesaria ni fue escuchada.
Lo
sabes todo, ¿verdad?, dijo de pronto María.
Lo
sé, me atreví a confesar.
Y
no haces nada, ¿no te molesta?, dijo María, golpeando, a la vez, el
tablero del auto.
No
tengo por qué hacer algo, él está muerto, contesté, con irónica parsimonia.
Deberías
hacer algo. No puedes quedarte así…
Él
está muerto, la interrumpí.
Lo
está, lo sé. Eres un imbécil.
María
se llevó las manos al rostro. Lloró el resto del trayecto a casa.
Al
bajar del coche tomé por los hombros a María.
Todo
está perdonado, le dije, acercando su cuerpo al mío.
Lo
sé, lo sé. Él está muerto, musitó.
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