Estaba decidido a cambiar. Alojarse fuera
de la ciudad, en algún departamento que le permitiera observar los espacios tan
amplios del campo.
Tomó la rasuradora y
comenzó a afeitarse. El lavabo parecía una tarántula y en el centro el abismo,
con las patas tendidas al aire o sobre el mármol, en una plenitud de vía láctea
casi histórica como la figura de la vida y de la muerte; así lo pensó.
Al terminar de
acicalarse dirigió la vista hacia la ventana: el mundo, se dijo, y enseguida
observó la habitación. Lo más parecido a una cama, el buró en metáfora de
comedor y sobre éste algunos libros, un par de botellas, cigarros y el celular.
Pensó en llamarla, dirigirse a ella con el poco valor que le quedaba, y si
fuera necesario, emplear el ruego, las disculpas y el llanto: no lo vuelvo a
hacer, diría, lo juro, diría, como si afirmara en verdad con devoción algo que
no sabía cierto.
El olor del cuarto de
hotel supuraba hedores románticos. Lo anterior es un oxímoron, caviló, antes de
terminar la línea.
A punto de salir, de
dejar inconcluso el relato, escuchó el ruido de los autos que transitaban la avenida.
También oyó el ladrido de unos perros, a lo lejos. Se preguntó qué persiguen
los perros en la noche, y de nuevo recordó su rostro cubierto por el cabello de
ella, la charla antes de penetrarla y el juego de risas acompañado de tristezas.
Ella recostada, a su lado, con el cuerpo desnudo y los brazos cruzados como si
hubiera muerto. No juegues a morir, no lo soportaría, supuso haberle dicho,
pero no dijo nada, sólo miraba el cuerpo tendido entre sábanas y pequeñas
cicatrices que la noche anterior fueron besos.
Ignacio abrió la puerta,
giró el rostro por última vez a donde se encontraba el aparato telefónico, sus
ojos divisaron a través de los cristales una mirada penetrante, escrutadora. Era
el final de todo, sin embargo, el camino hacia la infancia ya no le pertenecía.
Juegos verbales 22/03/16/ Fabián
García
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