Algo
acerca de un hombre
que
trabaja cuidando el césped…
F. Scott Fitzgerald
Le habían dicho que si faltaba una vez
más al trabajo lo despedirían. Y él sabía que no podía darse el lujo de ser
despedido. Selma y Arturo lo habían abandonado hace un par de semanas. La
despedida le causó los estragos que todo alcohólico conoce: estuvo de juerga
día y noche, conoció a nuevos amigos, y el sexo con Tania, la mesera del último
bar que visitó, le pareció insípido y no supo si terminó dentro de ella o sólo
espero el sueño al lado de su cuerpo.
—Si
por algún motivo —le dijeron— fallas, te despido.
Después
de la advertencia pensó un poco la situación. Sentado sobre la podadora observó
el césped abundante sobre el campo. La cerca estaba inconclusa en una de las
esquinas y el árbol del centro tenía las hojas húmedas aún. La noche anterior
la lluvia se tornó de rápida, como piquetes de avispa, a suave y deleitable.
Recordó cómo, acuclillado en la acera, las gotas comenzaron a cesar y su cuerpo
dejó de desesperarse.
—Esto
no debe estar sucediendo —se dijo.
Antes
de enfermar Arturo, le prometieron un empleo en el cementerio, también de
podador. Pero lo rechazó porque en la casa de los Fitzgerald se daba tiempo
para cortar el pasto con la pericia suficiente, como si acariciara el verde del
césped con las aspas de la podadora. Y porque podía ausentarse cuando quisiera,
hasta ese día que el señor Tomas Fitzgerald le advirtió de sus faltas y de la
consecuencia que tendría faltar una vez más.
¿Quiénes
son? Murmuraron los vecinos, cuando vieron entrar a la familia Fitzgerald en la
casa que perteneció a unos dueños alemanes, al parecer.
—Son
los Fitzgerald —dijo él—, y vienen de Estados Unidos.
Al
saber el dato, dejaron de haber husmeadores alrededor. Él ayudó, tambaleándose,
a descargar la mudanza.
—Pon
esto por allá —le dijeron—, y esto otro en aquel lugar.
Terminada
la mudanza, el señor Fitzgerald lo invitó a servirse una cerveza de la nevera recién
instalada. Hablaron poco, realmente muy poco. Tomas sabía pocas palabras en
español y aquellas que comprendía, las comprendía mal. Ese día terminó ebrio.
Rumbo a su casa se topó con el ladrido de unos perros, giró el rostro para
saber de dónde provenían, pero el sonido desapareció y su camino se alargó por la distracción.
Selma
dijo: no vuelvas a beber, y él respondió: no lo haré. Esa noche Selma preparó
arroz y filete de pescado. Su hijo, Arturo, comentó un accidente de la escuela
en el cual estaban involucrados sus amigos y una chica de universidad. La
anécdota no suscitó ningún comentario departe de Selma o de él. Pensó que no
valía la pena comentar sobre los pechos de una universitaria que se dejaba tocar o exhibir ante los
jóvenes preparatorianos.
Terminada
la cena, Arturo subió a su recámara y Selma y él se quedaron en la sala,
planeando qué hacer al siguiente día. Más tarde hicieron el amor, Selma no
logró lubricar, sin embargo, dijo sentirse satisfecha, mientras movía las
sábanas fingiendo calor.
Un
día, al amanecer, Arturo despertó hecho un paño repleto de sudor. Selma aceptó
el incidente como algo natural, por las épocas. Secó la frene de Arturo y en la
cocina guisó sopa para los tres.
Ese
día, él bajó las gradas del edificio con plena parsimonia. Le pareció que
Arturo fingía el malestar y no le dio importancia, simplemente pensó que era un
buen día, permitiéndole a su hijo quedarse en casa. En el pasillo, frente a la
puerta de salida, recordó haber olvidado las llaves del encendido de la
podadora, entonces se dijo que era pésima idea subir hasta el quinto piso por
ellas, así que salió a la calle pensando en encontrar otro empleo, como lo
venía planeando desde hacía tiempo.
La
ciudad, atemperada por el ambiente, guardaba para sí un aroma especial, propio
de los meses de lluvia. El tránsito de los coches ocurría con la normalidad de
las hormigas, uno tras otro, los vehículos circulaban tejiendo una línea con
puntos. Él decidió tomarse un whisky. Se condujo por la calle que lo llevaría
al bar de costumbre y estando allí ordenó el whisky doble, uno sólo, se
propuso.
Pronto,
el bar estaba lleno hasta las nubes, se encontró con viejos amigos; los saludó
a todos y ya en una mesa, que con gran dificultad se sostenía sola, brindó por
los recuerdos y maldijo las dolencias.
Selma
le había advertido, como el señor Fitzgerald, que lo echaría si continuaba
bebiendo. Cuando se dio por enterado, al pasar la borrachera, tuvo la sensación
de encontrarse apilado, como leña, con lo huesos partidos a la mitad. Esto le
representó el absoluto abandono y se dijo que dejaría de beber y recuperaría a
Selma y a su hijo enfermo.
Al
volver al edificio, los cinco pisos le parecieron una tortura. El cuerpo le
pesaba como plomo y no sabía a ciencia cierta qué miraba después de dar un
paso, escalón por escalón.
Selma
dijo: esto es absurdo, lanzando la franela con la que limpiaba los platos. Él no
comprendió ninguna de las tres palabras. Sus fuerzas se doblegaron y cayó,
ridículamente, sobre el sofá.
Cuando
fue despedido por el señor Fitzgerald, éste lo exhortó a dejar la vida que
llevaba. Selma y Arturo lo abandonaron, como él decía, y esto justificaba el
fin de sus borracheras. Hacía dos semanas que habían echado al esposo y al
padre de sus vidas, y para él significaba, incluso en contra de la realidad,
una ofensa.
Aun sabiendo que no
podía ser despedido, pues Selma y Arturo necesitaban de él, su voluntad se
había doblegado. Tomas Fitzgerald lo indemnizó con una cantidad considerable. Pensó
que el dinero serviría para el tratamiento de Arturo, sin embargo, el tiempo
era otro.
Ahora
corta el césped en el cementerio. Una vez por semana poda, ligeramente, el
pasto sobre la tumba de su hijo. Selma observa cómo el césped decrece al paso
de la podadora. Pero la naturaleza cumple su curso y éste vuelve a crecer.
16 de mayo de 2018