Al abrir la puerta descubrí que habían
pocas personas en el bar: una pareja somnolienta en la esquina de la barra,
junto a la ventana. En una mesa un grupo de hombres con el traje corrugado y la
corbata sobre el vientre. En otra parte, exclusivo para fumadores, una mujer
bebía sola. No era la mujer que esperaría hallar por la madrugada, tampoco
deslumbrante. Bebía sin notar la presencia de los demás. Al fondo de todo esto,
los músicos tocando canciones de John Coltrane.
Pedí
jugo de naranja. El cantinero me observó extrañado.
—¿Jugo?
—preguntó.
—Si
lo tienes, si no, cualquier cosa estaría bien —contesté.
—Veré
qué tengo —explicó.
Segundos
después volvió con soda de dieta y un vaso con hielos.
—Esto
es un bar —dijo, encogiendo los hombros.
Tomé
un sorbo y dejé a medio llenar el vaso con la soda y los hielos. Los músicos
tocaban mal, quizás a propósito o tal vez porque a esa hora a nadie le
importaba si sonaba bien o no lo que estuvieran tratando de tocar. A mí me importaba,
sin embargo, reconozco que hubo un tiempo donde dejaba pasar los sonidos de
todos los sitios que frecuentaba, como la piedra al fondo del río, golpeada por
las corrientes. Inamovible.
Sorbí
de nuevo. Los pensamientos que me condujeron al bar, retornaron. Prometí
reparar el techo de la casa, la cerradura, y pintarla del color rosa que Sarah
había escogido. No lo hice. Olvidé hacerlo.
Una
tarde, en los paseos que acostumbrábamos juntos, me aseguré de observar con
atención tanto los gestos como las palabras de Sarah. Guardé silencio y la
escuché detenidamente. No fueron los cambios sustanciales en su voz o su
semblante lo que me hizo suponer el futuro, sino ese rasgo indescriptible de
haber puesto al mundo todo lo que se es y no conseguir nada al intentarlo. Así
que continué en silencio y Sarah preguntó por los planes próximos.
—¿Solo?
—murmuró una voz femenina, atropellada.
—¿Quieres
acompañarme? —dije, sin meditarlo.
La
pareja, en la esquina de la barra, se tomaba de la mano. Jugaban a darse besos
sutiles, poco misteriosos. Besos más para ocultar lo obvio, sin rasgar la
vestidura. Dejando que el alcohol los envolviera.
—Vine
con aquellos tipos —señaló la mujer—. Son unos imbéciles.
Observé
al mismo grupo de hombres, ya sin el saco y la corbata. Uno de ellos con la
cabeza echada hacia atrás.
—Sabes
la hora —cuestionó.
Levanté
la muñeca. Revisé el reloj de pulsera.
—Casi
amanece —dije, despreocupado.
¿Qué
hubiera hecho Sarah? Pensé. Una mañana me topó de camino a casa. La vi. Tenía
los ojos hinchados, el pijama puesto y en una de las manos, suspendido, un
cigarro.
—¿Sabes
qué hora es? —dijo.
La
mujer comenzó a relatarme algo que no comprendí, excepto las repetidas veces que
pronunciaba la palabra imbécil. Al parecer, era la amante de uno de los hombres
que no dejaba de observar donde me encontraba. Por un momento recordé los otros
bares que había visitado. Que conocía. El drama. El juego silencioso de los que
se desplazan al partir el sol el último rayo de la noche.
—Este
no es un bar para alguien que toma soda —dijo la mujer.
Recliné
el cuerpo sobre el respaldo de la silla.
Sarah
escogió el color rosa. Antes revisó algunos tonos de color melón y uno amarillo
que desencajaba con sus colores favoritos. Le prometí que volvería a la lista
de tareas que tenía abandonada, por eso la llevé a que escogiera el color nuevo
de la casa. Sarah pareció feliz, aun cuando sabía que la lista era bastante
larga.
La
mujer bebió de un vaso con whisky. Uno de los músicos, el saxofonista, inició
la tonada de Birds Lament, pero nadie
lo siguió, así que dejó el saxofón colgando de su cuello. En todo momento el bar
permaneció alumbrado por focos fluorescentes, algunas lámparas viejas
predicaban una luz mortecina en el centro, donde la pista de baile nos veía
asombrada por el disfraz de armonía que rodeaba a los acordes visitantes.
El
tipo, el amante de la mujer, con el aspecto invicto a pesar de las muchas
botellas de alcohol puestas en su mesa, insinuó levantarse de la silla.
—No
te preocupes —dijo ella—, no hará nada, lo conozco.
—Viene
a nosotros —dije, con la mirada puesta en sus manos.
Sarah
colocó yeso en los agujeros de la casa, dijo que serviría para resanarlos y así
la pintura podría adherirse en cuanto me decidiera ponerla. En ocasiones,
cuando volvía y Sarah dormía, hallaba nuevas marcas de yeso, incluso marcas que
parecían haber sido sobrepuestas.
—¿Amigo
tuyo? —preguntó el tipo.
Dije
mi nombre. Traté de alcanzarle la mano al saludarlo.
—No
lo conozco —contestó la mujer.
Su
respuesta, como lo esperaba, desagrado al amante. En la mesa, donde sus amigos
seguían bebiendo, de pronto dirigieron la vista sobre mi persona.
—Ey
—dijo uno—, Tomy está en problemas.
El
aspecto del hombre que habló parecía inclasificable. El traje sastre de
oficinista sin serlo y el rostro oscuro por las luces opacas, me dieron la
impresión de que aquel era un hombre del cual debía preocuparme.
—Déjame
—dijo el tipo—, esto yo lo resuelvo.
Sarah
abandonó la casa.
La
mujer me guiño un ojo. Cuando lo vi besarla, el tipo tenía entre las manos su
cabello.
Una línea, como flama,
brotaba de mi pecho.
12 de mayo de 2018
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