lunes

— ¿Tal vez quería algo más, no?

Rubén sabe que a Leticia le gusta Enrique Bunbury, de hecho, ella compró la discografía de los Héroes del silencio cuando él estaba de vocalista. A mí no me agrada tanto, los escuché con Leti en su automóvil, un Jetta modelo 98.

—No sé. Ya vez es rebelde y se cree una punk.

—Verdad que sí. Antes que tú aparecieras en la vida de Leticia y en la mía, yo la quería más, ahora, como quiera.

—Nombre, Rubén, ¿cómo crees? Si vos también te la cogiste, o ¿No?

Aquella tarde llovía. Los faros del coche alumbraban escasamente cinco metros delante, la carretera bastante estrecha y el ruido de otros autos detrás de nosotros no dejaban que pensara exactamente qué era lo que quería decirle. Ella conducía poco a poco, estaba preocupada por algo que no quiso contarme:

— ¿Te sientes bien?

—Si.

— ¡Ah!

La veía a veces inclinada hacia a el volante, o con la cabeza sobre el respaldo del asiento, o sacando un Marlboro de la guantera y después encenderlo, o tirar el cigarro por la ventanilla sin preocuparse si quería fumar o no; y la verdad no quería. A Leticia le suceden todas las cosas del mundo: está sola, o se siente sola, le duele siempre la cabeza, se preocupa por asuntos que no tienen importancia, pelea con quien debe estar de acuerdo, rechaza todo tipo de ofertas para irse a estudiar al extranjero. Nada parece interesarle. Dice que está bien con su vida y no le debe nada a nadie, que no le importa lo que piense la gente de su persona, pero la he visto varias veces acomodándose el cabello frente al espejo, o quitándose una línea demás del rímel, o cambiándose de blusa porque no le queda a sus tenis, o comprando coca – cola de dieta, agua mineral baja en sodio. Muchas cosas que me dicen que no es tan así como dice ser.

El caso es que, desesperada, observando que los coches no avanzaban, puso el disco de los héroes, yéndose directo a la canción número seis, esa que dice: las cosas más triviales se vuelven fundamentales… Leticia quedó viéndose por el retrovisor y yo decidí no hurgar más en ella; que su postura era adecuada, que su Jeans azul todo jodido estaba “bonito”, y que su blusa… bueno.

— ¿En qué piensas?

—No lo sé. —Dije.

—Pues qué pendejo. ¿Quieres fumar?

—No. Pero dame un cigarro.

Encendió el suyo primero y después el mío:

— ¿Por qué eres así conmigo?

— ¿Así, cómo?

—Pues tan pendejo.

—Virtudes que tiene uno. —Respondí.

Rubén cree que yo estoy enculadísimo de Leticia y, la verdad, sí.

— ¿Qué te dijo Leticia el Jueves que se fueron a su casa?

—Pendejo. Eso, me lo anduvo diciendo todo el tiempo. Y me preguntó por ti en algún momento, pero no le dije nada, ¿para qué? Luego se quedó cayada por varios minutos hasta que le pregunté si todavía te quería.

— ¿Qué te dijo?

—Que no, pero que tampoco me quería a mí, a ninguno, pues.

— ¿Tal vez quería algo más, no?

— ¿Tal vez? No sé.

Antes de subirme al coche de Leticia tenía la intención. Eso me decía con la cabeza recostada en la ventanilla y el cigarro prendido sin fumarlo. Leti si fumaba y mucho, regresaba la canción esa de la relatividad varias veces, como para que la entendiera, o para que me castrara el Bunbury. ¿Qué, no te gusta? No, la verdad no. Ah pues qué pendejo. Al oírlo por enésima vez, como que ya lo creía. Estuve a punto de creerlo de no ser por que Leticia tomo mi mano y quiso con eso decirme algo, que por pendejo no entendí.

—Creo que te ama, yo lo sé porque me doy cuenta de su actitud contigo, o sea; a mí me golpeaba pero jamás, después del golpe, me abrazaba, o me daba un beso. A ti sí, ¿cómo es que no te das cuenta?

—No sé, es que yo… Bueno, pero, ¿ya tienes trabajo?

—Sí. Leticia me consiguió uno.

— ¡Ah! Y ¿de qué?

—Pues, según, en un periódico. Leticia tiene contactos y yo según escribo. ¿Y luego qué paso con el viaje a su casa?

—Nada. Ella era distante a ratos y en otros no. Ya cuando me tenía caliente decía que no, que porque no llevaba preservativos y que las chanclas, y yo pues, ya todo lujurioso, aguantaba como los machos. Aunque entrando en detalle, sí, me la cogí, casi al llegar a su casa. Después de hacerlo, aún teniendo su pantalón a la altura de las rodillas y su blusa saber dónde permanecí dentro de ella, lo suficiente para que no se diera cuenta de que ya no se me paraba. Tenía su culo en mis manos y le besaba la espalda, luego Leticia me tomaba las manos y las colocaba en sus pechos, o en su vientre y haciendo círculos alrededor de su ombligo, con nuestras manos entrelazadas, su piel se erizaba, luego sentí ganas de abrazarla y la abrace, ¿quién sabe? Pero estoy seguro de que algo sucedió ese día y por eso prefirió irse.

— ¿La has vuelto a ver?

—No. ¿Para qué?

— ¡Ah! Pues qué pendejo.






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