jueves

Cartas a Bonampak

Ahora que releo ese poema de Bartolomé (Cartas a Bonampak) y que hace apenas unas horas estuve en la ciudad que es natal, bien puedo escribir una mentira y abandonarme al litoral de naufragios. Podría empezar diciendo que estabas sentada frente a la "Capital" que sin algarabía dirigía tal anuncio a los jóvenes oconsinguenses. Realmente estabas ahí, sentada -con tu jeans y blusa y el aspecto de mujer esperando a que llegara algo- con el cigarro en mano. Tuve la oportunidad de pensar, ante todo, en lo que significaba el que tú me esperaras y que yo llegara con el aspecto de quien sabe que no lo espera nadie pero lo espera algo, más allá de lo admitible que puede ser el aceptar el cuerpo de una persona esperando, y que por supuesto, ve y no espera nada, sino, quizá, terminar su cigarro con la costumbre abstracta de mantener el silencio por cada bocanada. Me paré frente a ti. Tú sólo alzaste la mano, tomaste la mía y dirigiste mi cuerpo a la banca. He allí el retrato de dos personas que no esperan nada. Tú fumabas y yo leía Pessoa. "Quien escribe cartas de amor es ridículo". No sabía realmente adónde dirigir mi vista; bien pude dirigirla hacia ningún lado y hubiera sido perfecto, pero no. Tenía que dirigirla hacia algo que pudiera existir, a parte de la existencia blanda que representaba estar sentados en una banca, como cosas que se adhieren a otras cosas y que como tal, no significan nada, ni siquiera. El patíbulo o la casa, uno puede elegir, pero en esta ocasión diré que no elegí. Que sólo me dejé llevar. A decir verdad creo que no elegí eligiendo, aunque el gerundio lo parezca, no elegí. Es algo tan real como saber que sólo el humo expelía palabras que ni tú ni yo éramos capaces de decir, o de gesticular si acaso. El humo y la "Capital", la colocación del artefacto; una píldora para la garganta y de pronto ¡Bam! en los sesos. Se desmayó dijeron, se suicido dijeron, se tomó una píldora dijeron. Pero estábamos sentados viendo. Deposité el libro sobre la maleta y pensé. Sabía de aquellas veces que te había dicho, hace años, cuando sentados en la misma banca, reconocí el lugar y hablaba de una cierta comparación con la copa y la ciudad. Vives envuelta en neblina, de allá arriba baja la lluvia, con la caldera depositada sobre su espalda, baja la lluvia y remueve el hervor en los techos. La gente corre, hierve también en su helecho y se va a hervirse, como en diagonal a intentar tenderse en línea recta sobre los artificios que las calles y avenidas esconden. Y de allá arriba baja la lluvia, densa, clara, menos densa más clara, baja la lluvia con galope constante. El caballero negro danza, el corcel negro danza, el sombrero negro danza, la desfiguración del contenido, la danza en la danza de los albatros a los cuales les pico lo amargo. Y digo la lluvia baja de allá arriba, latente. Pero tú estabas describiendo el proceso del enfriamiento, cuando las vivas corolas de las muelas y el alfanje de la garganta eran cortados por el filo oftalmológico de la cerveza. De pronto ¡Bam! La píldora. Dicen que estaba sentado a lado de una Mujer media clara con jeans azul y blusa negra, de botas. Y dicen que ella fumaba mientras él leía Pessoa como en un risco al cual le hacía falta faro y barco y mar, porque se caía de lluvia al no esperar nada, ni la humedad.

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