Dejé el periódico sobre el tablero del
coche.
—¿Es necesario? —Pregunté.
—Lo es —respondió él.
Por la carretera
transitaban pocos autos, además del nuestro. En realidad parecía desierta. Era
de noche y las pequeñas luces de los faros, sencillamente, servían para nada.
Casi me sentí ridícula después de haber preguntado lo que, obvio, necesitábamos
él y yo.
En
el diario había visto el reportaje de un secuestro y dos asesinatos. Recuerdo
haberlo comentado pero Ricardo asintió sin dar pie a una conversación.
—Esto está fuera de
control —dije, y esperé una respuesta o algo, que no ocurrió.
Sin
música y en una camioneta familiar, decidí guardar silencio, hasta que Ricardo
hablara de lo sucedido. Yo sabía que parte del viaje se debía a la inseguridad,
a los miles de correos que llegaron a casa, con la intensión de molestarnos o
hacernos daño.
—Qué
bueno que no tenemos hijos —le oí decir a Ricardo, una vez que conversaba con
un amigo suyo, de su antiguo trabajo.
Yo
hubiera querido al menos uno, un hijo, quiero decir. Sin embargo, la vida se
tornó difícil al año de habernos casado. Nuestras labores, él como periodista y
yo como editora de prensa, impidieron el posible alumbramiento del “heredero”,
como le gustaba llamar al imaginario descendiente.
Hubo un tiempo que dejé
de saber de Ricardo. Decía: “debo viajar, elaborar un reportaje, fotografiar
las zonas ocupadas por el narco”. Yo comprendía su entusiasmo, porque en
aquellos años —los primeros de nuestro matrimonio— se dispersaban entre mi curiosidad
por escribir un libro y su tenacidad a la hora de entrarle al toro por los
cuernos. Entonces me dediqué a formar notas, pequeños ensayos, leer artículos;
en general, todo aquello que suponía podría ayudarme para desarrollar mi
trabajo como escritora. De alguna manera esto le agradó a Ricardo y me dejó
ser, como yo a él.
Pero el tiempo aumentó
y percibí en Ricardo una mirada inquieta, incluso, si existe este tipo de
miradas, la llamaría mirada tangencial. De pronto hizo todo lo contrario a lo
que estaba acostumbrado, o que yo estaba acostumbrada a ver en él. Su rostro
comenzó a deteriorarse, sus ojos me daban la impresión de ocultarse bajo
sombras y dudas, alguna inseguridad que no le conocía, y llegué a pensar que lo
había perdido, en todos los términos que se puede perder a una persona.
En mi caso, desistí del
libro —asunto que a Ricardo le enfadó y yo continué años más tarde— y me
dediqué a revisar el comportamiento de mi esposo. Pensé: “está consumiendo drogas”,
“las amenazas están matándolo”, y, “se acostó con otra mujer”. Por supuesto, en
un estado como este, donde la impunidad “rifa” y todo está al alcance de las
manos, cualquiera de los tres pensamientos que se me vinieron a la mente
tendría que ser cierto, y es por ello que en el viaje al puerto esperé a que
Ricardo se explicara.
Ahora que pienso en mis
antiguas cavilaciones, veo con claridad lo equivocada que estaba.
Ricardo fijó el curso
al puerto el día anterior a nuestra partida. Sólo comentó “la necesidad” de
mudarnos. Yo objeté. Creo haberle dicho que era una tontería, que no estábamos
preparados para una mudanza, que, en suma, el dinero no nos alcanzaría.
Ricardo, por su parte,
escuchó calmado, aun cuando al verme no sabía si realmente me veía o sólo
escuchaba mis palabras como si éstas me representaran en cuerpo y alma.
—¿Al puerto? Estás loco
—reclamé.
—Será por un tiempo
—dijo—, allá estaremos una temporada en la casa de mis padres.
—¿Tus padres?
—Respondí.
Y Ricardo guardó
silencio. No dijo más, no vi sino el ademán de quien ha tomado una decisión
inobjetable.
A la mañana siguiente,
sin tardanza, Ricardo tomó del buró y el closet sus pertenencias: un par de
camisas y pantalones, además de libros de antropología y novela negra. ¿En qué
situación se encontraría para haber olvidado los premios que su labor como
periodista le otorgó? Hay que decirlo, también, a Ricardo poco le interesaron
esos premios. Tal vez nada o todo le interesó, verdaderamente.
Vistas las cosas de tal
manera, hice lo mismo con los objetos que más aprecio les tenía: blusas, faldas
y demás, quedaron en el pasado. Lo único que llevé conmigo, tan exacto como que
ahora estoy a punto de terminarlo, fueron los papeles dispersos que junté con
dedicación para escribir mi libro. Dicho así suena muy pretensioso, cuando en verdad
el libro lo escribió Ricardo, sin saberlo.
Pensándolo bien,
Ricardo pudo tener la razón, es decir, al ocultarse o desaparecer —¿De qué? Todavía no lo
sé—, pero evitó que a nuestra casa llegaran los mensajes anónimos y las
ofensas, mezcladas con crueles advertencias y desfiguros. Sin embargo, y esto
es lo importante, él ya no está.
En aquel tiempo que
Ricardo se perdió en los viajes —¿O lo perdí?—, conocí a Moreno. Él es un
hombre robusto, alto, de mirada silenciosa, algo tonto en cuanto a su forma de
actuar pero nada que le afectara por completo. Tuve un par de conversaciones
donde siempre salía a relucir el nombre de Ricardo y su distanciamiento de mi
persona.
—¿Sabes por qué se
aleja? —Preguntó Moreno.
—Es posible —argüí— sin
saber con exactitud por qué respondía de ese modo.
En la tercera ocasión
que nos vimos me acosté con él. No era el tipo de hombre que frecuentaría pero
sus tonterías —infantiles o ridículas— me hacían reír, además, Ricardo no
estaba y mi opinión sobre él y su actual estado me hacían sospechar de que
estaba saliendo con otra. Esto es, a las claras, un pretexto para remediar mi
acción, sin embargo, algo que no sé o no tengo en claro me permite expresarme
con esta actitud: Ricardo estaba distante y yo me sentía vulnerable.
Esa tarde Moreno llamó
al trabajo y yo accedí a su invitación. Sabía, desde un principio, que aquella
tarde Moreno pretendía acostarse conmigo, es un instinto que no está a
discusión lo que me llevó a suponerlo y comprobarlo.
La comida estuvo
regular, hablamos francamente nada, él por su comportamiento y yo por no saber
qué decir. Ricardo ya no fue tema de conversación, porque, como he dicho, sabía
que Moreno me deseaba y quería acostarse conmigo. Así que preferí olvidar a
Ricardo, o al menos dejarlo a un lado pues tenía la sensación de que al
pensarlo o mencionarlo siquiera, todo se vendría cuesta abajo. Hacía meses que
no me sentía alagada por nadie, y yo quería disfrutar de ese momento, sentirme
deseada, querida, o sólo sentir que a alguien le importaba. Por ello Ricardo
fue olvidado por instantes.
El departamento de
Moreno era pequeño, tal y como lo imaginé. Si quisiera explicarme no sabría
cómo mencionar lo que sucedió. Moreno no fue ni bueno ni malo, sólo un hombre
al cual le habían permitido penetrar el cuerpo de una mujer vulnerable y sola.
Ricardo jamás supo de
mi encuentro ocasional con su excompañero de trabajo, yo incluso jamás supe si
Ricardo me fue infiel o no, aunque lo sospechara. Creo que la infidelidad de
Ricardo tiene que ver con esos viajes, no es que él tuviera o no la oportunidad
de estar con otras mujeres, sino la profundidad en el registro de su carácter:
su voz, su cuerpo, sus ojos me decían que Ricardo había cambiado. La única vez
que conversó conmigo, para contarme lo que había visto, dijo estas palabras:
“nada tiene sentido”, y al terminar de decirlas subió a nuestra recámara para
después informarme que nos iríamos al puerto, a la casa de sus padres.
Ricardo condujo toda la
noche hasta el amanecer. Yo permanecí en silencio el resto del viaje. Una o dos
veces hojeé de nuevo el periódico y vi en él lo que antes había leído:
secuestro y asesinato.
Ricardo, con aire
extraño, que parecía rejuvenecerlo y a la vez marcar aún más la ausencia de
vida en su persona, dijo:
—En el puerto estaré
más tranquilo, tú puedes volver cuando lo decidas.
Al medio día llegamos a
la casa de sus padres, el señor y la señora me recibieron con el ánimo de quien
extraña a un amigo o una hija.
Yo volví a casa meses
después de haber desaparecido Ricardo.
Febrero 5 de 2016
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