jueves

última parte

foto vitaly bakhvalov


Fátima se recostó dejando su cabeza en mi pecho después de hacer el amor, jugaba con mi vientre haciendo círculos con su dedo medio; estábamos desnudos, las sábanas apenas cubrían una pequeña parte de sus tobillos y los míos; yo fumaba mientras mi brazo derecho rodeaba su espalda, igual circulando entre su columna hasta llegar a sus nalgas. Cada vez que respiraba, Fátima levantaba la vista para ver que hacía y yo sin verla advertía cierto miedo en su mirada, a veces sólo me dirigía hacia ella para verle el declive que tiene su cadera, o su lunar colocado en el centro. También veía el techo o la ventana, me decía que me quería cuando exhalaba el humo de mi boca, yo también la quise, siempre en esos momentos la quería más, pero amaba esa serenidad con que tomaba mis monosílabos al responderle a una de sus preguntas.


-Me amas.


Antes de responderle observaba sus labios rojos, que anteriormente besé sin control hasta dejarlos secos.


-Sí. Mucho.


Reía y se estrechaba más hacia mi, haciéndome sentir el fino punto de sus pezones, un poco duros, un poco fríos y dilatadamente dolientes. Sentía a la vez como se inflaban cuando me hablaba. El abdomen de Fátima era firme y dilatado, con muchas caricias mías y de otros más; ambos suspirábamos largo rato cuando terminaba el cigarrillo. Esa vez ella junto sus rodillas hasta sus pechos dejándome ver su espalda pura y sensible, arañada por mis uñas, distinguí algunos rastros míos y otros más que no sé en qué tiempo sucedieron, rasguños clandestinos o militarizados por su pareja, no sabría descifrarlo.


Estando pegada a la cabecera, con el cabello cubriéndole el rostro y sus brazos asidos a sus rodillas comenzó a llorar, no supe por qué y temí de la injusticia que era verla desnuda, desnuda por dentro y yo completamente a la defensiva, era como estar viéndola desde lejos, en un lugar remoto debajo de un árbol al cual se le caen por intervalos de tiempo absurdo las hojas, en el fondo sabía que esas lágrimas no eran para mí, aun así me dolían y resultaba que me escondía más y más me alejaba de su ser, jamás comprendí lo que intentaba decirme con su llanto, todavía me resisto a creer que fue por saberse totalmente desvirtuada por el amor supuesto que me tenía, es posible que así fuese, es lógico de alguna manera.


Me levanté de la cama dirigiéndome hacia la cocina por un vaso de agua y ella se quedó allí, distinta a la mujer que había poseído minutos antes.


–Te he contando de mi pueblo, verdad –me dijo al regresar a la recamara.


Asentí para no fastidiar lo que probablemente haya sido la mayor confesión de su vida y el dolor ajeno que me provoca.


–Hace tiempo que descubrí que no puedo estar allá con los que quiero, me siento ajena, distinta, temerosa, como algo irrecuperable. He notado, con…


Escuchaba silenciosamente lo que decía, pero cada vez que hablaba su llanto se prolongaba por varios segundos haciéndole tartamudear limpiándose la nariz varias veces.


–Haz notado qué –dije, y mis palabras sonaron como eco en lo profundo de su cavilación despertándola bruscamente, me arrepentí pero ya nada podía hacer para sumergirla otra vez en su sueño torpemente interrumpido.


–He notado con desapego que me estoy yendo lejos de ti y de mí también, como si fuera una gran línea cubierta de placer y de memoria, como si llevara encima el pesado tumor de los entierros; fúnebre me he sentido, comprendes.


Realmente no comprendía nada, estaba tan absorto de ella y sólo figuraba en mí la imagen primera de cuando la hice regresar desde donde habitaba en su torrente de lágrimas.


–Claro, –dije.


La tomé de uno de sus brazos acercándome hacia ella, dejando en el buró el vaso de agua para tomarla por completo, la besé en la espalda y en el cabello, haciendo que aumentara su congoja y su melancólica postura, la sentí indefensa, niña absolutamente y no sabía cómo protegerla, simplemente la abrace infelizmente con la sospecha de que no sentiría nada pues yo no podía comprender hasta dónde llegaba su dolor, haciéndome sentir infeliz y ajeno. Turbado volví a besarle los labios que le temblaban impacientes, con su delgada figura de cristal por el agua salada de sus ojos, me pregunté en ese instante si realmente la amaba o ella a mí, sin respuesta comenzó y sin pensarlo a brotar de mi cuerpo un letargo de sueño que me hacía bostezar pero no para dormir sino para confundir lo que quizá era principio de soledad y hastío, un llanto temeroso que en su nido palpitaba convulsivamente.


Supimos, creo, que jamás volvería a ser lo mismo desde esa vez, no por no entendernos, sino porque en nuestro interior crecía el espanto que con su pureza poco a poco nos hacía menos transparente arrojándonos un día más a la oscuridad.


–Qué pasa Fátima.


En un desenfrenado consuelo pregunté sin prever que nada sucedía excepto el descontrol en ambos.
–Nada Xavier, no pasa nada. Llévame por favor a mi casa, estoy cansada.


Viéndola de frente y con un cumplido afán de besarla supuso mi afirmación levantándose bruscamente de la cama dejando a un lado mis brazos y mis besos y también, mi amor. Acostumbraba vestirse frente a mí para poder ver exactamente el ritmo de su cuerpo y su piel pálida aprovechando cada vez un movimiento para acercarse y tomarla por detrás. Fátima provocaba la mayoría de las veces que lo hiciera, tomando su ropa interior desde el suelo inclinándose hacia delante, formaba una curva esplendida, dejando al descubierto lo blanquecino de sus muslos y sus huesos frondosos de su columna. Movía su cadera con atento compás llamándome, invitándome a poseerla, yo me acercaba lentamente desde abajo tomaba sus senos y besaba poco a poco cada una de sus nalgas y a veces su sexo que para ese instante placenteramente recibía mi lengua con su calidez firme y templada agua. Su cadera se dilataba un poco y yo estaba dentro en segundos imprecisos, pero esa tarde fue distinto. Fátima recogió su ropa del piso llevándosela al baño para vestirse allá, sorprendido quise decirle algo aun sabiendo la respuesta a lo que probablemente hubiese sido mi pregunta, me quedé en silencio.


Como nunca me he vestido formalmente sólo me puse el pantalón y la playera, me recogí el cabello utilizando una dona y fui a la sala por un whisky esperando a que saliera del baño sin lágrimas y sin pena. Puse un disco de Milles Davis y me senté junto al estereo para poder escuchar pausadamente. Había un libro a lado mío y es que siempre dejo tirados mis objetos, algo que le ha disgustado mucho a Fátima desde que nos conocimos, y sin desear algo preciso comencé a leerlo detenidamente. El libro comenzaba con un epígrafe de Borges que decía, sólo una cosa no hay, el olvido. Releí partes que tenía marcadas con lápiz; eran cuentos, y en uno de ellos contaba la historia de un tren que nunca llegaba a su final y sólo se dirigía hacia un solo camino, éste jamás supo el autor cómo terminarlo. Le di varios sorbos a la copa de whisky y aumentaron mis celos, mi rabia y mi deplorable mal humor sintiéndome cada vez más perdido por lo que había acontecido. Casi terminaba de leer dicho cuento cuando salió del baño Fátima desnuda completamente, limpia de mí que sin querer hacía sentirme impío ante tanta belleza. No dijo nada, se cubrió parte de su cuerpo con una mis playeras que se encontraban tiradas en el sofá.


–Ya estoy lista, vámonos.


–Así, pueden vernos y sospecharían de nosotros.


–Y qué, no es lo que has deseado siempre, que se enteren que te amo.


–Sí, pero es absurdo, me rehúso a llevarte en tal estado.


Milles Davis tocaba Jazz Casual junto con John Coltrane y en mi corazón latía un ardor tonto y simplón que hubiese preferido matar inmediatamente. Fátima se acercó a mí dándome palmadas en el hombro izquierdo y un beso en la mejilla,


–Vámonos tonto, qué importa si me ven así.


Con saña la tomé del cabello y la besé, ella dejó acariciarse entre medio de sus piernas volviendo a humedecer mis dedos.
–Vámonos, se hace tarde –dije.


Bajamos las gradas del edificio con pena y vergüenza, pero parecía que eso sólo podía sentirlo yo, porque ella caminó los cinco pisos con pasividad y delicioso movimiento de cadera, realmente me sentí hostigado, sin saber qué hacer.


Bajamos hasta el estacionamiento y ella corrió hacia el auto, un modelo viejo de los antiguos Jeta, subiéndose a él sin esperarme, me enfadé pero era comprensible, estaba si no es por mi playera, completamente desnuda.
Encendí el motor y en pocos minutos estábamos viajando hacia su departamento, cruzamos varias avenidas y calles, ya que Fátima vivía a quince kilómetros del centro. Mientras conducía, Fátima veía a través de la ventana correr imágenes del camino que íbamos dejando como si ya no perteneciéramos al mismo lugar, yo sólo la observaba, creo que más a ella que a la carretera. En la salida de la última avenida, casi para llegar a su departamento, está un lago, es más un jardín enorme de una familia adinerada, Fátima observó cómo los pájaros que allí bebían agua saltaron estrepitosamente al escuchar el ruido del auto, pareciendo una parvada enorme de pequeñas estrellas color negro.


Aceleré para llegar pronto pues la noche se escondía tras la luz de las nubes y era preciso llegar antes que su madre, la cual inquietante siempre preguntaba acerca de nuestra relación, amando incluso, la pareja de Fátima. Faltando un kilómetro cuando menos, ella colocó un disco de Cocteau Twins adelantándole hasta la canción número siete, Essence, una de sus canciones favoritas. Sin sentir el movimiento mi mano derecha acariciaba ya su pierna izquierda, subiendo hasta su sexo que ella parecía no importarle y también sin mostrarme sensación alguna de gusto o arrepentimiento. Doblé hacia una calle empedrada, que indicaba el comienzo de su colonia y el final. Fátima acarició mi cuello.


–Me amas –preguntó–. –Yo te quiero o te quise, qué será mejor.


–No lo sé, me preguntas y no lo sé.


En verdad no sabía nada y seguía conduciendo obviamente despacio entre la calle llena de baches y topes inútilmente puestos.


–Espera –dijo–, –quiero hacerte el amor, aquí, ahora.


–Estás loca, nos van a ver.


–No quieres.


–Sí, pero…


–Pero nada, bésame.


Y antes de besarla recordé lo que sentía realmente por ella, y sin quererlo comencé a llorar dejándome caer entre sus pechos.


–Qué pasa Xavier.


–No pasa nada, sinceramente no pasa nada.


Fátima se subió encima de mis piernas sintiéndome dentro inmediatamente, nos besamos largamente y sin darnos cuenta ambos llorábamos con un silencio y un amor inconfundiblemente de separo. Sin terminar ella se retiró de mí preguntándome si había leído el cuento de Jorge, su novio, le dije que sí y asintió diciéndose como para sí, cuánto lo extraño. Entonces se bajó del auto y jamás nos volvimos a ver.