miércoles

Editorial

Bienvenidos. Por pura y soterrada vanidad he decidido cambiar el “estilo” de este blog; antes con escritos de mi autoría, ahora con algunos fragmentos de alguna novela que haya leído. También agrego dos cuentos, una fotografía y un poema. Este es el primer blog, durante mi larga carrera blogaria, que ha sobrevivido más de un año, y me siento orgulloso. En esta ocasión les presento a Gioconda Belli, Juan Rulfo, Nicandro Juárez, y Jaime Sabines. A la vez una fotografía de mi autoría. Comienzo con fragmentos de: El infinito en la palma de la mano y finiquito con Adán y Eva poema numero X. Esto por la intención de que es algo “nuevo” de aquí en adelante; una especie de símbolo al despertar; y porque parte de la novela de Gioconda, en el capítulo 11 para ser específicos, describe la entrada de Adán y Eva al Mar, deforma similar a lo que hace Sabines. Sin más, les agradezco su lectura.

Bienvenidos de nuevo y feliz inicio de año. Un abrazo fuerte.

Gioconda Belli

El infinito en la palma de la mano

Capítulo 8


Eva despertó. No quería despertar del todo porque se había soñado de regreso en el Jardín y todavía su conciencia no distinguía con claridad la realidad de la imaginación, pero por la curiosidad de saber si las terribles cosas que recordaba habían sucedido o no, entreabrió los ojos. No vio nada. Los abrió tanto como pudo y tampoco logró ver. Pensó en los cuervos. El color de sus alas lo inundaba todo. Extendió las manos para tocar la densa oscuridad. Se sentó de golpe. Sus dedos se hundían en el aire negro y ciego. De nada le servían los ojos. Se tocó la cara para cerciorarse de que estaba despierta. Manoteó presa de pánico.

—¡Adán! ¡Adán! ¡¡¡Adán!!! —gritó.
Lo sintió moverse, despertar, gruñir. Luego un silencio y un grito.
—¿Dónde estás, Eva? ¿Dónde estás?
—¿No puedes verme?
—No. No veo nada. Sólo negrura.
—Creo que estamos muertos —gimió ella—. ¿Qué otra cosa puede ser esto?

Tanteó cerca de ella hasta sentirla. Él percibió sus dedos fríos. No podía entender que ella desapareciera. No poder verla. Un graznido le salió del pecho.

—No me gusta la muerte, Eva. Sácame de aquí.

Págs. 71, 72.



Capítulo 9


—Pero tú piensas que yo soy culpable de cuanto ha acontecido porque te di a comer la fruta del Árbol del Conocimiento. Podrías haberte negado a comerla.
—Es cierto. Pero ya una vez que tú la habías comido, yo no podía hacer otra cosa. Pensé que dejarías de existir. No quería quedarme solo. Si yo no hubiese comido de la fruta y el Otro te hubiese echado del Jardín, yo habría salido a buscarte.
A Eva se le llenaron los ojos de agua.
—Yo no dudé que comerías —dijo ella.
—Y ese día te vi como si nunca antes te hubiera conocido. Tu piel lucía tan suave y brillante. Y tú me miraste como si de pronto recordaras el sitio exacto donde existías dentro de mí antes de que el Otro nos separara.
—Tus piernas me impresionaron. Y tu pecho. Tan ancho. Sí que sentí deseo de estar allí dentro otra vez. Te he visto en sueños. Tienes cuerpo de árbol. Me proteges que el sol no me queme.

Pág. 79.


Capítulo 11

Caminaron hasta que las gaviotas y el olor a salitre les salieron al paso.
Ante sus ojos, insondable, apareció el enorme cuenco transparente y azul. El perro entró al agua sin miedo. Saltó ladrando sin cesar. El gato, indiferente, se echó sobre la arena a contemplarlo. Adán narró a Eva sus exploraciones. Quería llevarla a ver lo que él había visto. Entraron al agua. Ella avanzó con cautela. El esfuerzo que debía hacer para caminar en medio de la masa líquida la hizo sentir limitada, torpe.

—Ahora, Eva —dijo Adán cuando ya el agua les llegaba a la barbilla—. Ahora húndete, abre los brazos, empújate hacia el fondo.

Fue inútil. Por más que lo intentó, se lo impidió el ahogo en la nariz, en la boca, en la garganta y el agua empujándola hacia la superficie. Con brazos y piernas, desesperada, trató de salir hacia la playa. Se percató de que Adán la seguía, confuso y abochornado. Ya no era como antes, le dijo. El cuerpo no le respondía, no descendía más allá de unas brazadas y el agua entraba por todas partes y no podía respirar. El mar era para mirarlo, le dijo Eva, ya cuando regresaron a tierra firme y terminaron de reponerse del agua salda que tragaron. El intento los dejó maltrechos y descompuestos, sobre todo a Adán. Tanto había empeñado su palabra describiéndole el mundo submarino. Ahora dudaba de haberlo visto alguna vez. Sería un sueño como últimamente se le antojaba gran parte de su vida.

—Pero el mar no es sólo para mirarlo —dijo con certeza.

Eva se tendió en la playa y cerró los ojos. El sonido de las olas arañando la orilla sin descanso era como el ruido constante de la interrogantes que no cesaban de hacerse y deshacerse en su mente.

Poco tiempo después, él regresó. Se sentó a su lado.

—Mira que he traído algo para tu hambre —dijo.
Eran conchas, ásperas y ovaladas. Al abrirlas, estaban llenas de una sustancia densa, blanca y temblorosa que dejaba la boca limpia, como si el agua se hubiese hecho carne delicada y salobre. Sobre una roca, Adán las golpeaba con una piedra hasta que revelaban la fruta de su interior. Ostras, dijo él. Ostras, repitió ella, riendo.

—¿Cómo supiste que tenían algo dentro, que podíamos comerlas?
—Igual que sabía su nombre. Así mismo.

(...)

—Adán, ¿crees que los animales saben que son animales?
—Al menos no piensan que son algo distinto. No se confunden como nosotros.
—Además de animales, ¿qué crees que somos nosotros?
—Adán y Eva.
—No es una respuesta.
—Eva, Eva, nunca te cansarás de hacer preguntas.
—Si se me ocurren preguntas es porque hay respuestas. Y deberíamos saberlas. Comimos de la fruta, perdimos el Jardín y apenas sabemos algo más de lo que sabíamos.

Págs. 93, 94, 95


BELLI, Gioconda. El infinito en la palma de la mano. México. Seix Barral Premio Biblioteca Breve 2008.

Juan Rulfo

No oyes ladrar los perros


—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien. —No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.

La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante. La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.

El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
—¿Cómo te sientes?
—Mal.

Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.

Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.

—No veo ya por dónde voy —decía él. Pero nadie le contestaba.

E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.

—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien. Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean. Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame. Su voz se hizo quedita, apenas murmurada: —Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”

—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.

Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas. Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara. Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio? Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado. Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
Págs. 253 - 257.

RULFO, Juan. Pedro Páramo y El Llano en Llamas. México. Planeta, Edición definitiva. 2006.

Nicandro Juárez

Reticencia

Salí del baño envuelto hasta la cadera con una tolla, luego me la quite y comencé a sacudirme el cabello para secarlo, con los movimientos mojé mi ropa que estaba sobre la cama; desnudo y con la piel húmeda aún, recordé la llamada que le hice a Maribe una hora antes. En realidad no deseaba nada, incluso en que así hubiera sido, estuve a punto de decirle alguna estupidez para volver a verla. Lo único sano de toda la plática telefónica fue la contundente demostración de amor que el viento y la tarde, por interrupción de palabras, provocó en mí. ¿Me ama o me odia? No lo dudo, respondí. Y qué no dudaba, de cualquier forma no esperaba algo cierto dentro de todas mis verdades, son tantas vacilaciones y no creo que una de ellas tenga sentido o figure como algo extremadamente contundente para resolver mi vida. En todo caso había salido del baño pensando en ella y no quería demostrar que la necesitaba. Por lo tanto no debía preocuparme. Estaba por enjugarme los hombros cuando escuché la voz de Maribe afuera, en la calle. Qué haría un tipo como yo, desnudo y escuchando la voz de Maribe siempre tan sensual del otro lado de la pared del cuarto; y es que es algo de su voz lo que no deja salirme de su cuerpo. Tomé la tolla, la coloqué de nuevo sobre mi cadera y así salí a abrirle la puerta del patio. No es una buena forma de recibirte, le dije, y ella volteó el rostro que veía hacia la avenida para observarme. Reclinada sobre la pared, con las manos detrás de sus nalgas y su pierna izquierda cruzada con la derecha, estaba diáfana, como si al darse cuenta de mi vestimenta hubiera encogido su mirada en señal de ternura y devota pasión.

Pensé que no estabas en casa, imaginé que estarías con Roberto o Carlos en alguno de esos bares que frecuentas; no es que te diga alcohólico, pero eso no importa, o ¿sí?

>> No. No importa. Anda pasa. Perdona que te reciba de esta forma, pero acabo de bañarme.

Me di cuenta. Loco.

Cruzó la puerta y detrás de ella caminé hasta llegar al cuarto. Su espalda ha sido la parte más sutil de todo su cuerpo, después de su boca, por supuesto; y mientras caminaba quise acariciársela, de algún modo lo hice, mis ojos se llenaron de luz reflejada en ella como si el sol clavara sus colmillos intentando vampirizarla.

>> Pasa, está un poco desarreglado, anoche tomé unas cervezas y hoy no pude recoger el tiradero.

¿Sabes? Estoy loca.

>> Por qué

Le dije a Josué que era el cumpleaños de Matilde, para que cuidara de Georgina y así pudiera venir a verte.

>> Eso no es estar loca, todo lo contrario. Perdona, tengo que vestirme, no te incomoda si lo hago frente a ti, ¿cierto?

No, pero prefiero voltear la cara mientras lo haces.

Descolgué la toalla de mi cadera que para entonces ya no la necesitaba porque mi cuerpo se había secado. Me vestí pronto, no sin la intención de que me viera desnudo. Maribe de espaldas a mí, su pelo cayéndose a los lados y el rubor nada despreciable de su cuello, qué debía hacer, tal vez sólo abrazarla probablemente. En ningún instante giro la cabeza, ni siquiera por morbo absoluto y puro, únicamente extrajo de su bolso una caja de cigarros Benson & Hedges y de ella tomó uno con la intención de fumárselo. En tanto me vestía no dijo palabra alguna, no esperaba que lo hiciera como tampoco yo lo hubiera hecho. Dónde está tu encendedor, preguntó. No sé… sobre la mesa, junto a los libros, respondí. No lo encuentro. Tengo una caja de cerillos por aquí, deja la busco, agregué. El humo que expelía su boca, redondo como la redondez de su “o” labial, hizo que pensará aún más en la radicalidad del encuentro, más que menos, inesperado.

Qué sucederá con nosotros. Tú qué quieres. Creo que nos han visto juntos.

>> Estar contigo, supongo.

Al escucharme decir “supongo” esnifó toda palabra de aliento mío, sabía que no diría nada al respecto, es más, al esnifar declaró la total comprensión del aire que ambos respirábamos, un acto litúrgico que nos sumía en las espesas curvas del humo.

Queda demostrado qué siento por ti al haber venido, qué más puedo decir ahora. En cambio tú.

Yo no sabía decir nada, sólo veía su rostro, incluso el rostro que veía en mí a través del suyo; deforme, intranquilo y sobre todo, incierto.

>> Cómo te llaman, eh. Cómo te pronuncian en lo sonoro.

A qué vienen esas preguntas. De qué te sirven. Pero qué más da, tengo congelado el vientre y no puedo, no sé como calentármelo.

Hubiera confesado la verdad de que esas preguntas no son mías sino de un cuento de Saúl Ibargoyen llamado “una musa”, de no ser por la constante inspiración que Maribe obtuvo al escucharlas; no quise desanimarla y preferí que continuara hablando.

Creo que no deseo nada a cambio; mi matrimonio es un asco, tu eres un asco, sin embargo heme aquí, por lo tanto soy una aversión igual o peor…

Estuve escuchando poco más de diez minutos el desprecio que se tenía a sí misma; el ridículo que hacía al estar de pie frente a una mujer que lo único que esperaba era ser besada. Tomé uno de sus cigarros y ya los dos sentados sobre la cama, fumábamos al compás de saber que especie de viento sobre la azotea del cuarto. Un viento fino que arrastraba consigo el temblor de nuestros cuerpos sujetos a una soledad compartida. Lo que continuó después de haberme sentado a lado suyo no es cierto, ahora mismo inventaría que hablamos de su hija y el respeto que le tendría, o de mi ex esposa y lo dilatado del trámite que resultó dejarla, o tal vez algo mejor, de que su visita explícitamente era para hablar sin tocarla.

>>Hace días que pienso en ti, tengo una imagen tuya estructurada que varias veces, por su estructura tan compleja no cabe en mi memoria y expresamente necesito tu cuerpo para volver a dibujarla, por eso te hablé, pero ahora que estás es completamente diferente; fue la imagen de los dos aquella tarde en que nos vio Roberto agarrados de la mano, que realmente inició el proceso de este diario construir tu cuerpo junto al mío.

Maribe dejó caerse sobre la cama e igual su cabello se tendió sobre la almohada dejando sus senos al descubierto y algo más que incluso ella no percibió sino hasta retirarse de la habitación. Nos besamos.

Debo irme, es tarde y Josué sigue enviando mensajes, está molesto y es probable que sepa dónde estoy.

Recogió su bolso y se dispuso a salir; antes la besé y con mis manos rodeando su cadera la apreté hacia mí. Le besé el cuello, los hombros e intenté recorrer su espalda forzándola a voltearse, deteniendo cada intento con un No rotundo y absoluto. Probablemente deseaba tanto como yo volver a la imagen desnuda de los dos, sin embargo, invadida por la inseguridad no se permitió el verdadero deseo de su visita. Al salir del cuarto observé su columna llena de huesitos, como si escarbaran dentro de ella un lugar oculto que ya su cuerpo no permitiera encontrar.
No quise detenerla y así sin más rumor que el sonido de su bolso estrellándose contra su muslo derecho, dejó verse por última vez; dijo algo más al momento de cruzar la puerta de salida a la calle: sí, de este modo andamos por las tales vidas, pasando y repasando…Comprendí que no era el único que había leído a Saúl Ibargoyen y cerré la puerta.

Fotografía






El largo pelo azul, migrante





Fabián


Jaime Sabines


Adán y Eva, poema numero X


Fuimos al mar. ¡Qué miedo tuve y qué alegría! Es un enorme animal inquieto. Golpea y sopla, se enfurece, se calma, siempre asusta. Parece que nos mirara desde dentro, desde lo hondo, con muchos ojos, con ojos iguales a los que tenemos en el corazón para mirar de lejos o en la obscuridad.
En un principio nos tiró varias veces. Después Adán se enfureció y se puso a dar de puñetazos a las olas. A mí me dio risa, me quedé en la playa mirando. Adán no podía. Al rato salió cansado, húmedo, y no dijo nada, y se durmió.
Entonces me puse a oír el mar. Ya iba obscureciendo. Suena igual que la noche, con un vasto, infinito silencio, con una honda voz. Se extiende su sonido obscuro y nos penetra por todas partes. Es un sonido de agua espesa, de agua que quiere levantarse como un animal herido. De ahora en adelante viviremos a la orilla del mar. Aquí están a la misma altura el sol y el mar, a la misma profundidad las estrellas y los grandes peces.
Aprenderemos el mar, Él también tiene sus montañas y sus vastas llanuras, sus pájaros, sus minerales, y su vegetación unánime y difícil. Aprenderemos sus cambios, sus estaciones, su permanencia en el mundo como una enorme raíz, la raíz del árbol de agua que aprieta la tierra, el árbol inmenso que se extiende en el espacio hasta siempre.
El mar es bueno y terrible como mi padre. Yo le quiero decir padre mar. Padre mar, sostenme, engéndrame de nuevo en tu corazón. Hazme incorruptible, receptora del mundo, purificadora a pesar.
Pág. 18.

SABINES, Jaime. Adán y Eva, Tarumba, Diario Semanario y Poemas en Prosa. México. Joaquín Mortiz. 2001.

sábado

..



Al final reconocí tu olor al volver la vista hacia atrás y descubrir tu espalda desnuda. Era tarde y la noche caía sobre ti como un lienzo que escocía a tus hombros. Hacía tiempo que no te veía y, como si quisiera no verte te vi cuando ya cruzabas el pórtico de la casa de Carlos. Él realizó una reunión de amistades. María, Valeria, Susana y tú fueron las únicas invitadas, mujeres. Ha Carlos le agradaba la idea de ser sólo dos hombres y ustedes juntas, siempre las ha amado y deseado. Llegué tarde, muy noche. Susana tenía sujeta la copa de vino en la mano izquierda, casi caída, cuando entré y al momento en que ella saludó todos saludaron uno a uno. Siéntate Manuelito, dijo Susana y me senté. Luego rodeó mi cuello con sus brazos y por menos de un minuto me besó sin que deseara besarla. Su olor era amargo, llena en la piel de vino. Carlos tomó la botella que se hallaba en el centro de la mesa, la que estaba en la sala y la llevó hasta el balcón para seguir bebiendo. Él ya estaba tomado, mucho, supongo. Era Valeria quien lo esperaba mientras tú tal vez dormías en el cuarto de arriba donde varias veces nos acostamos. Tomé la copa de vino que me sirvió Susana y lo bebí. María estaba contigo, durmiendo, tal vez. No la vi al entrar y no la vi sino después de que tu te ibas. Carlos y Valeria comenzaron a besarse mientras que Susi, la mujer más fina de todas ustedes, reía sin yo saber por qué. Pasó media hora y pensé en ti. Pensaba en por qué no habías llegado a la reunión. Pensé en María también, y como si ella, María, me dejara sin pensar en ti, dediqué los últimos sorbos de mi copa en recordar cuando me acosté con ella. Ambos éramos adolescentes.
Tú supiste de la relación hasta después de haber terminado nuestro noviazgo. Carlos subió con Valeria a la recamara de arriba y ya no supe más de ellos. Tuve que cuidar por dos horas a Susana que de tan ebria no podía estar de pie. Quiso quitarse el vestido negro que llevaba puesto. Quieres ver mi cuerpo, Manuelito, decía. Intentó poner un disco en el estereo sin lograrlo, consolándose diciendo que al fin la música no importaba si era su cuerpo el que debía escucharse. No logró desnudarse y no le impedí que no lo hiciera. Quería verla. Talvez quería estar con ella y tomarla por detrás como había imaginado antes. El cuerpo de Susana no es del todo bello, únicamente su cadera es hermosa y sus senos pequeños. La mitad de su cuerpo desnudo y muy ebria, no seducía a nadie, excepto a mí que poco a poco fui acabando la botella de vino restante. Susana se acercó ya sin calzones al sofá donde la esperaba, fue bajando poco a poco hasta engullir completamente mi verga. Yo sentí su calor. Su olor.
Y sus nalgas golpearon por poco tiempo mis muslos. Sus nalgas abiertas puestas en mis manos. No terminé. Susana se recostó a lado mío media desnuda con un pulso acelerado sin sentido o ritmo. Luego se quedó dormida y fue entonces que necesite de ti. No duré mucho tiempo despierto. Ya casi dormido te reconocí. Ibas del brazo de María, creo, pero algo le dijiste y fue tu cuerpo el primero en cruzar el pórtico, mientras María y yo seguíamos tu olor a espalda desnuda, como en aquellas noches.


pd: gracias a quienes han leído este blog. Feliz Año Nuevo, o Navidad.

martes

.

A Rodolfo Girón.
Por la hermandad.

Ayer recordé, hermano, cómo veías el amor que hablaban los sapos en las cantinas. Tu ardor de mirar en el doncel del labio el beso dado y la furia del tigre entristecido por no furiar con hembras. Pude oler, como tú olías, el amargo pétalo que rondaba el vaso ya engullida la tristeza. ¡Ah! Cómo duelen esos pétalos caídos dentro del más bien pequeño corazón del hombre. Espinas y zarpas heridas. Amarga y dócil tallo de rosa. Hermano, estos octubres se parecen al abril tuyo en que el dios del pan nos abrazaba, cuando el vino sobaba nuestras penas y el cantar de la madrugada decía pocas veces la verdad de nuestro entierro. ¡Ah! Hermano, cuánta sal separa estos versos de nuestras copas. Si muero, si morimos amor... ¡Que peste más arrugada esos versos dolidos por no leerse con llanto! Allá en tu más fiel tela de agua hueles a cántaro llorón y he aquí que consumida mi lengua y mi agua te leo y escucho tristemente dolido, como un tigre que no sabe furiar con hembras.

domingo

8

La tarde cae como lluvia sobre tu espalda y el sol inca sus colmillos sobre tu cuello, mientras mi brazo palpita sostenido de tu cintura.

7

Es algo de tu voz que no deja salirme de tu cuerpo. Es algo de tu cuello que no deja de mecerme: Que tú te dejas llama oscura para que te tiente y me queme. Toda tu carne. Fuego que rodea el desnudo de tus ojos desnudos por la desnudez de la noche: Fuego de tu voz que viste de fuego la noche. Tu cuerpo llama a tu cuerpo en llama y la tierra en mí se calienta y tirito de fuego. Es algo de tu voz que no deja salirme de tu cuerpo, como si mi sangre se prendiera a tu nuca y respirara de ella la brasa que se prende al ahogar nuestras voces.









sábado

6

A esta hora tu cuello es un quinqué que a plena oscuridad tiende su llama sobre la noche.


5

Tengo sed del tallo que pende de tu cabeza, mi boca seca busca el verde olor de la hierba que sube por tus venas a tus ojos y tus ojos me miran, como si miraran en los míos el agua que ha de saciar tu lago: Pero soy agua que corre tus aguas que se corren y no llego al aroma de tu cuello sino hasta tus hombros: larga prenda de agua que te envuelve el cuerpo mi lengua: larga y plena la brisa de tu cuerpo. Tengo sed. Tengo sed y tu te destilas con la intención de ahogarme sed adentro: como para tener sed y hambre: Ser verde capa para mi tallo: Ser verde agua que desde la gravedad de tu cuello mi boca engulle.

viernes

4

Porque todos tenemos una Susana San Juan y algo de Pedro Páramo

Lluevo sobre tu cuello para volverme río que recorra el cafecito de tus huesos y se enjute entre los juncos que se arremolinan con el agua de tus muslos.

3

Hace días que veo tu espalda, que dejo en ella el suave placer de morirme, que voy en busca de tu cuello. Me anego en la tristísima hora en que tu espalda deja de latir bajo mi lengua. Qué será de tu cuerpo sin el marisma que enluta el caminar de mis besos hasta tu cadera: Mi boca es un broquel que entinta de mar tus costillas y tu cuerpo guarda el temblor del reloj en las horas nublas: El tiempo en que lluevo y baja tu desnudez a mí, repartida sobre los pliegues de mi cuerpo.

miércoles

1

Dolido de soledad
amaneció el llanto y no supe no pude controlarlo
Cuánta hambre rodó sobre mi cuerpo
al volver (rostro de ti) mis manos al vacío de la calle

viernes

Diez

Octubre tiene sabor a naranja
que a esta hora de la noche
perfuma el paso de la soledad

por las calles áridas de mi cuerpo

Nueve

Esta vez no hablaré de ti
Hace días que siento arder mi pecho
con la flama de soledad que tengo
He vuelto a la calle a llorar incendios
a ver la imagen desnuda
de otra imagen que se repite
me ve y se retira
Todo tiene sentido a la hora en que
me duelo
incluso la noche huele a contrita
esperanza
y heme aquí lleno de fuego
abrazado solo al frío
como la pulpa que el viento
dejó caer con su lluvia



miércoles

Ocho

Amansado por el tiempo me duelo al aire
y pienso

Nada podría consumir este fuego
que la ciudad inyecta


Este andar a paso de horas sin días
humedece todo

lluevo imágenes
como si fueran prendidas velas en un velorio
Triste sombra la mía
Estoy prendado con el dolor
que la solitaria luz de los faroles
proyecta en la callada
y fúnebre calle en que te leo recuerdo

jueves

Siete

Quiero decir tanto que no puedo
No hay palabra que designe
tal encuentro de agua y viento

o de mar y pez engullido por la espuma
No hay restos Nada
Si llorar pudiera... solo lleno de vino
Estas ganas horribles de querer decir
lo que antes era palabra tuya
y ahora en el ebano de la boca
se ha quedado

Seis

Es medio día y aún arde sobre la piel
la llama fría de la noche

El diario estupidizar
urgirse de muerte
hace que todo cuánto haga
huela a tiempo desprendido del más
temprano de mis amaneceres

Voy de paso en paso
a las aguas turbias
de un ciudad errada
furibunda
No habito el furor de los días
es más el peso de la carne
que lapida mis ideas

sábado

Cinco

Esta noche
salí a la calle con un libro
bajo el brazo

llorando versos insostenibles en la garganta
Era que tenía hambre
de estar llorado por dentro
como el vino lleno de labios y lenguas
era que el silencio brotó
de afuera y quise escucharlo

Había en las esquinas soledades juntas
besadas por el aro de la oscuridad
con todo el resplandor de su cuerpo

una mujer triste veía la cafetería de Mari
dos sujetos ebrios recordaban su desdicha cantando
La ciudad tenía formas distintas
al salir descubrí al fantasma que agota
el tiempo de los solitarios
la sombra de otros que recorrieron el mismo
silencio
y seguido de tal augurio
me senté en la banca donde tal vez
alguien más leyó estos versos

e insuficiente recordó
la hora cuando se incendió
el corazón la tarde en que tu nombre
era un gran libro de poemas no-muertos

domingo

Cuatro

He salido a cazar tiempo
por no recurrir al silencio

Dejo en casa el uso cotidiano
de nombres -rebaño de azahares-
la desdicha
ahogada en malos versos y alcohol
Dejo que se quemen abrazadas
imágenes tuyas
y se llene de cántaro el vacío
llorado
Cargo el rostro de una pareja inexacta
únicamente
y camino

a pasos blandos
deshebrando arterias para no volver

sábado

Tres

¿Es tarde?
Infinitamente el tiempo me persigue
y yo trato de enterrar la cabeza

para sentir que camino
detrás de una sombra tal vez mía
A estas horas imagino caminar
sobre el lienzo de la noche
hablar con la señora de la esquina

vieja
y enmohecida

preguntar qué hora es
o cómo está
y volver al estado natural
de animal nocturno
Quiero imaginar que llego

a mi cuarto
sin la pesada máscara de soledad en la mirada
y poder habitarlo sin miedo
lleno de hambre


pero no solo
sino extendiéndole los brazos a la mujer que me besa
todas las noches

y observa y se rehúsa a dejarme vivo




martes

Dos

A estas horas no quiere a nadie
no siente
mi cuerpo es un lirio que contempla
el reflejo de otro lirio
y se ennegrece por haberse visto solo

Se llena de tumba
y no le penetra el aire
está inasible

a estas horas se guarda
dando vueltas como un animal
en su propia jaula
Si me alejo de mi cuerpo

comprendo que está solo
que necesita caricias
besos
que debería estar acompañado
acerando sus garras en alguna espalda
y beber la sangre que de ella corra
pero comprendo su soledad
y lo dejo descansar bañado de tiempo
y desgano

Sé que no tiene la culpa de haber despertado
este día incontrolable
terco y ruin
en que a mí
se me antojó recordar las veces que

era acompañado

Uno

Cómo no ponerme a recordar si te llevo en mis arterias
si cuelgo todos los días mis brazos a tu sombra
si le pertenezco por completo a tu ausencia
Cómo no recordar esos días en que irse muriendo
no era trágico

sábado

XII

Wagner suena
y yo me duelo de esta ciudad

ajena a mi tristeza
símbolo de no entender
nada
absolutamente nada

viernes

XI

Era paseo de botones a medio día
yo la iba desvistiendo
mientras ella caminaba
hermosa dueña de mi luto
e iba de la mano con el

dolor ajeno de quererme
terrible soledad la calle
y mis arterias
Volteó a verme
y sin tocar su piel
la tarde sobre la ciudad
arrojó la edad perfecta del
abandono

olvido era ya mi estatua
en la única
e inconsolable piel
que me abrazaba

miércoles

X

Arrancada
enjuta
ciudad de rostros
tu piel cuelga
de los cabellos de la noche
Es tu cuerpo
habitad de caricias
que se develan en hora fúnebre
ombligo de la luna
tu ceiba rueda sin cabeza
casa de olvido tu vientre
Ciudad vieja
sobre tu espalda
la concha amarilla
espumea licor de sombras

sábado

IX

Debussy oh Debussy mi sangre hierve Esta tarde te escuché atento en silencio tuyo y atardecido yo Hubiera dado más del llanto que tengo ahora en las manos para dormir el silbido que de las calles brota pero llegué húmedo de cántaros amargos Que triste tristísimo doncel el que brilla alrededor del cuello de esta sombra Siento arder dentro del pecho todo el caudal de río que es la noche
Oh Debussy ya no soy sujeto de mí y al observarme detesto lo que veo Bicho crudo huérfano de hijo de esposa de hogar
Aquí la ciudad tiene nombre y olor a herida como la noche un muelle donde se atan y suicidan lenguas cuando el mar embravecido arroja piel cansada de otras tantas lágrimas enmudecidas






viernes

VII

Ciudad de Jazz a esta hora

libre

libre

libre

muerte

lunes

IV

Este poema enfermo
el más dolido de todos
donde aquí se anega

la voz
Violeta recuerdo
Tres noches ha que no vuelve
el derrumbe de tus Costas
a mi ansiada y desesperada
cuenca
mi boca
lamento y tristísima
consola
Hace tiempo que huelo
a terco
a furibundo terrón de lágrima
y trato de no ahogar
tanta soledad en mí mismo
Estos días
augurio de otra tumba
me llenan de ti
y ausencia te recorro
en los azahares del cuarto

y en el azar de velas
cromáticas sobre las calles

Tu lugar es la noche
habitas la oscuridad del ojo
y observas de lejos
el paño que tiende la negritud
sobre la ciudad fútil
No haces nada
tu olor me contagia
contigo el abrazo torpe
del corazón asimétrico
a ti va la sombra
de mi sombra en un remolino
de silencios
besos del grito
y te vistes de ellos
para no verme
Violeta
Esta ciudad me arde
y no hace mi palma
más que sangrar y sangrar
por la pura costumbre
de herirse


sábado

III

En este leve ascenso
muy leve
de tarde cocinada al tiempo
como en una gran cacerola

de corazón abierto
y pulpa de mañana tristísima
Al dente
bajo a ver partirse
la lluvia en las esquinas y los
retablos que bese y bese
el olor a tierra no se mueren
¿Qué llagas esconden
abrazadas en la piel del agua esas
imágenes que se han ido?
Esta ciudad es un hilo
de lenguas
sobradas de tanto llanto

jueves

II

Que rabia de ciudad
¿No es cierto?
De las gradas del cuarto
a la calle está
la indiferencia misma
de no haber nada

Una noche aislada de
sí misma
luceros que hacen

más sola la hora de pensar
que crujen de soledad
allá mismo
como en otro mar
Bajar a la ciudad

a remojarse el llanto
a nadar para no morirse
entre la basura de la
esquina y el hambre
y la sed de seguir

bajo el ombligo inhóspito
de cualquier hembra
pero de veras bajar
a la ciudad para no estar solos
engullidos por algo
que es la costumbre
de vernos al espejo

oscuro también
y decirnos poco a poco
como para no decirnos
realmente nada y no herirnos
qué pendejo me siento

martes

I

Oh ciudad adentro
tu garganta es el río
de todas mis desesperanzas
en ti el día
mórbido de corazón
es otra calle de sangre
amoratada
en ti
crótalo o pulpa
se desprende el ahíto
de tanto tiempo andado
oh ciudad de almas
sobre ti la sombra lame
tu huella mansa
de flor de tallo rojo

domingo

De Julia o el que me busques

En todo esto hay de cierto que tú continúas con las misma árida o frígida mirada; toda soledad. Sigo observando tu cadera e intento disimular mis ansias de poseerte; te recuerdo como la mujer que ato mi libertad en las siempre silenciosas noches de agosto y como si, a caso supieras algo dentro de lo que nombras espacio y tiempo, únicamente dilato mis ojos sobre los tuyos al saber que ahogado en ellos probablemente se hundan. ¿Qué es pues lo que nombras: el hogar, la calle, el auto, los hijos? ¿Qué es aquello que te hace piel adentro de la piel y te escondes de mí? Será el diario cocinar, o los bebés estando dormidos: nuestro diario escribir sobre rostros que no conocemos. Te he estado observando y te recuerdo como la mujer frente a mí, haya en la facultad, aquella que decía parecerse a ti; cadera amplia, senos pequeños: culo ardiente. Confieso que te deseé desde entonces, algo como el acto de cogerte a ti sabiendo que imaginaba a Julia desnuda. También fue una confesión el que hayas abdicado tu libertad para conciliar la finada familia que ahora representamos.
Es real, pensabas. Dices es real por lo inseparable de la piel a la sábana. Que dicha habernos perdido. Hubiese sido un desastre el ahogo diario de cocinar y lubricar la casa; que tristeza... Julia aún nos recuerda; ayer preguntó por ti, por los bebés. Están bien —dije—: Fátima quizás cansada, desde hace días que observa el cambio de clima en la televisión, o se dirige a la ventana y presiente que va a llover, ha dejado de cocinar, de hacer el amor, está ensimismada. Se perdió supongo. Tal vez seas tu y te está buscando pero no sabes cómo llegar —dijo ella.

martes

Me gusta tu rostro de nostalgia
suena como el olor
de la lluvia al remojar
la piel del llano
timbra sobre los escarpados
monumentos de ausencia
que mis ojos extienden al verte
te haces etérea
cantas dentro de ti
para inaugurar un nuevo canto
ese que a mí a de darme
olvido
o una bofetada
tu rostro de nostalgia
es mis ojos viendo
tu cuerpo alejado de mi
en la más cercana
de todas mis tristezas

domingo

Nora o de la imagen

Tengo la imagen de aquella mujer y yo, viajando en el autobús de OCC desde hace meses. Digamos que se llama Nora, al menos, ése es su nombre imaginario. O será real.

El boleto que compró era el número uno y el mío el dos. Cuando la vi sentada a lado de la ventanilla, con una bufanda de color plata puesta alrededor de su cuello, pantalón negro y blusa del color de su piel; y ella me vio de frente, alcancé a decir para mi: qué vieja tan más chida. Pero, no dije nada, hasta estar sentado. Hola, buenas noches, le dije. Nora respondió de la misma forma y me convidó de una sabrita que había guardado para el viaje, pero decidió comérsela antes de que el autobús se moviese. Gracias, muy amable, dije. Fue Nora quien comenzó la plática. Yo le mentí... oh sí, he viajado a Monterrey, claro. También. sí, sí. Conozco todo el estado. Ha viajado mucho entonces, dijo. Ha viajado, me trató de usted. La verdad no vale la pena hablar de eso. Nuestras piernas estaban muy unidas.
Ya llegamos a Comitán, Nora. ¿Te espera tu esposo, cierto? —dije.
Bajamos del autobús, ella le marcó al celular de su esposo que trabaja en obras de gobierno y yo quedé viéndola un momento más. Me observó de pies a cabeza, luego me dijo: tienes dónde apuntar. No recuerdo el número de su teléfono.

Tal vez me esperó otra vez. Qué se habrá hecho. Yo continúo viajando todos los fines de semana para verla en el asiento número dos de los autobuses OCC.

sábado

Tu cuerpo canta –Preguntas.
Puedo oler tus ojos –te digo.

Abracé entonces tu mar y me hizé olvido.
A qué hora
en qué vuelo
volverá el aroma del rojo
a tus senos
En qué brazo
en qué callado
olor de castaños
tus ojos dejarán el latir
del viento
y

volviendo al eco
del doliente Orfeo
tu cuerpo tomará el
sabor huérfano
de las brasas.
Deja abrir el canto de tus ojos.
Quiero verte,
escuchar piel a piel
tu nado
y sudar sobre la gota de sal
mi cuerpo.

Tus ojos son mis ojos
y en ellos me veo
ola árida, lejana
hijo tuyo que en la sombra
habita.

Qué crueldad al cerrar tus párpados.

Escúchame,
este canto lleno de silencios
suena como el agua del mar
al rebotar sobre el tiempo de las rocas.

viernes

Blues

Dicen que abriste el agua turbia de la sierpe
que tu cuello rodó en las manos de la vocal
y también, que tu origen de trópico

amanso la noche, al lloverte sola.

Dicen, al verte, que tu pálida mirada
abrazó el lado oscuro en el que ya no duermo
que al desvestirte dejas a la ausencia con tus cicatrices
de mujer helada.


Dicen, al sentirte, que tu cuerpo sabe a huérfano de piel,
que tus sueños se fugaron de ti,
que el aura de tus labios marcan la esquina del broquel
del que te hace tierra fértil,
y como cierva bebes el licor que suelta.


Qué fue del silencio que tu olvido pronunciaba
en qué momento comenzó la tumba a vestirte
qué ficieron esos cabellos al rojo vivo
cuando las velas ocultaban tu rostro
y sólo la sabia consonante de mi nombre pronunciabas.


martes

Aquí vivo en otro reino
más allá del mundo de los hombres.
Li tai po
Esta es la fuente del mar amargo:
mi boca.
Habito en los pasos de mi sombra
y soy como el filo de esa agua.
He aquí el lado de la carne
costilla ajada de tanto tiempo.
Es la muerte la savia
que bebo en sueños
y su vida nutre las ramas
por donde mis palabras,
crótalos silenciosos, observan el día
y la caída del cuerpo.
Sí,
este es el reino
aquí brilla la desnudez del alma
y de este lado
la gota de mar
suena como el campaneo de estos,
mis ojos.
Existes
arrojado del cielo
y herido de la costilla
ave espuma
aire en la niebla de la tierra

sueño débil

animal de hojas amargas
en el quiebre de la voz
existes
tu cuerpo
es la higuera donde el sueño
recoge trozos de la muerte
todo resplandor de vida
encallada en la boca del pez
a ti fue dada
¡oh! bestia
el caracol fue sabio

al haberte untado de cenizas
pido a ti el odio
del cántaro
agua del tiempo

existes
lo sé
mas, que distante es la hora
en que las olas revuelcan tu sombra y la mía
al contemplar el filo de la sal
y volver
es la noche el túnel
donde nuestro horizonte cae
como esta ciudad amarga
fría
y terca
qué peste por dios



domingo

Si pudiera lanzar mi atarraya a la profundidad de tus mares, si navegarte piel adentro comunicara tu canto a la sonoridad de mis rocas, a mi pulso vago de playa, o si tu cuerpo, lirio cavernoso, tomara del ojo que bebe de tu vientre, la mirada del ciempiés en el mar. qué se harían mis arenas, cabello adentro. qué vagues tendrían mis pasos sobre la carneespuma del diente amarillo que te reclama.

lunes

— ¿Tal vez quería algo más, no?

Rubén sabe que a Leticia le gusta Enrique Bunbury, de hecho, ella compró la discografía de los Héroes del silencio cuando él estaba de vocalista. A mí no me agrada tanto, los escuché con Leti en su automóvil, un Jetta modelo 98.

—No sé. Ya vez es rebelde y se cree una punk.

—Verdad que sí. Antes que tú aparecieras en la vida de Leticia y en la mía, yo la quería más, ahora, como quiera.

—Nombre, Rubén, ¿cómo crees? Si vos también te la cogiste, o ¿No?

Aquella tarde llovía. Los faros del coche alumbraban escasamente cinco metros delante, la carretera bastante estrecha y el ruido de otros autos detrás de nosotros no dejaban que pensara exactamente qué era lo que quería decirle. Ella conducía poco a poco, estaba preocupada por algo que no quiso contarme:

— ¿Te sientes bien?

—Si.

— ¡Ah!

La veía a veces inclinada hacia a el volante, o con la cabeza sobre el respaldo del asiento, o sacando un Marlboro de la guantera y después encenderlo, o tirar el cigarro por la ventanilla sin preocuparse si quería fumar o no; y la verdad no quería. A Leticia le suceden todas las cosas del mundo: está sola, o se siente sola, le duele siempre la cabeza, se preocupa por asuntos que no tienen importancia, pelea con quien debe estar de acuerdo, rechaza todo tipo de ofertas para irse a estudiar al extranjero. Nada parece interesarle. Dice que está bien con su vida y no le debe nada a nadie, que no le importa lo que piense la gente de su persona, pero la he visto varias veces acomodándose el cabello frente al espejo, o quitándose una línea demás del rímel, o cambiándose de blusa porque no le queda a sus tenis, o comprando coca – cola de dieta, agua mineral baja en sodio. Muchas cosas que me dicen que no es tan así como dice ser.

El caso es que, desesperada, observando que los coches no avanzaban, puso el disco de los héroes, yéndose directo a la canción número seis, esa que dice: las cosas más triviales se vuelven fundamentales… Leticia quedó viéndose por el retrovisor y yo decidí no hurgar más en ella; que su postura era adecuada, que su Jeans azul todo jodido estaba “bonito”, y que su blusa… bueno.

— ¿En qué piensas?

—No lo sé. —Dije.

—Pues qué pendejo. ¿Quieres fumar?

—No. Pero dame un cigarro.

Encendió el suyo primero y después el mío:

— ¿Por qué eres así conmigo?

— ¿Así, cómo?

—Pues tan pendejo.

—Virtudes que tiene uno. —Respondí.

Rubén cree que yo estoy enculadísimo de Leticia y, la verdad, sí.

— ¿Qué te dijo Leticia el Jueves que se fueron a su casa?

—Pendejo. Eso, me lo anduvo diciendo todo el tiempo. Y me preguntó por ti en algún momento, pero no le dije nada, ¿para qué? Luego se quedó cayada por varios minutos hasta que le pregunté si todavía te quería.

— ¿Qué te dijo?

—Que no, pero que tampoco me quería a mí, a ninguno, pues.

— ¿Tal vez quería algo más, no?

— ¿Tal vez? No sé.

Antes de subirme al coche de Leticia tenía la intención. Eso me decía con la cabeza recostada en la ventanilla y el cigarro prendido sin fumarlo. Leti si fumaba y mucho, regresaba la canción esa de la relatividad varias veces, como para que la entendiera, o para que me castrara el Bunbury. ¿Qué, no te gusta? No, la verdad no. Ah pues qué pendejo. Al oírlo por enésima vez, como que ya lo creía. Estuve a punto de creerlo de no ser por que Leticia tomo mi mano y quiso con eso decirme algo, que por pendejo no entendí.

—Creo que te ama, yo lo sé porque me doy cuenta de su actitud contigo, o sea; a mí me golpeaba pero jamás, después del golpe, me abrazaba, o me daba un beso. A ti sí, ¿cómo es que no te das cuenta?

—No sé, es que yo… Bueno, pero, ¿ya tienes trabajo?

—Sí. Leticia me consiguió uno.

— ¡Ah! Y ¿de qué?

—Pues, según, en un periódico. Leticia tiene contactos y yo según escribo. ¿Y luego qué paso con el viaje a su casa?

—Nada. Ella era distante a ratos y en otros no. Ya cuando me tenía caliente decía que no, que porque no llevaba preservativos y que las chanclas, y yo pues, ya todo lujurioso, aguantaba como los machos. Aunque entrando en detalle, sí, me la cogí, casi al llegar a su casa. Después de hacerlo, aún teniendo su pantalón a la altura de las rodillas y su blusa saber dónde permanecí dentro de ella, lo suficiente para que no se diera cuenta de que ya no se me paraba. Tenía su culo en mis manos y le besaba la espalda, luego Leticia me tomaba las manos y las colocaba en sus pechos, o en su vientre y haciendo círculos alrededor de su ombligo, con nuestras manos entrelazadas, su piel se erizaba, luego sentí ganas de abrazarla y la abrace, ¿quién sabe? Pero estoy seguro de que algo sucedió ese día y por eso prefirió irse.

— ¿La has vuelto a ver?

—No. ¿Para qué?

— ¡Ah! Pues qué pendejo.






domingo

Este mar andante
esta brasa enarbolada
el augurio de su caída sonámbula
entre los sauces

el frotar de oscuridades
en los balcones ausentes del licor
femenino
el tiempo abrazado al cuello
de cada latido mío
hacen que recoja del
suelo el ignoto sabor a sombra
que me persigue
La noche es la misma
a la de ayer
y sigue el peso de la ciudad encallando
sobre mis hombros
el ruin cortejo del silencio
abriendo su cadáver de palabras
y yo sin decirlas a nadie
cayado
evocando la espuma (es inútil)
qué contrariedad
la noche teje sobre la ciudad
su funebridad
cuando ésta llueve
y pudre el telar sin cubrirme el alma o el cuerpo

sábado

Todo emerge de todo
la lluvia de la lluvia
el mar del mar mismo

el mundo del mundo
el hombre del hombre

por excepción
la mujer de la muerte y
la muerte de la muerte
El odio por el odio

y el amor
del sueño rubio
de un día a piel desnuda

Nada es nada
en el origen del todo
los bronquios bestiales de un Dios arrogante y furioso
Sobre la lluvia el diapasón
del enfermo enamorado
el mar: inmenso crótalo de lágrimas

nace del ojo de la nada: la boca
el lenguaje hizo al mundo

y así creó al hombre
y el hombre inventó la muerte
en su condición amatoria

y la mujer es el cántaro donde se yergue
la creación del sueño

jueves

Si a esta hora núbil
viniese el odio a remojar
su barba de vulva
qué tantos poemas
no escribiría
contando al primero
como el desdentado
de paz
Abriendo mi pecho al mar
a esta selva de mar
al tránsito del mar

mis brazos dejo caer
sobre la desnudez de esta ciudad
Ver el crimen incestuoso
de un diálogo interno

o de hablar en silencio
con mi pareja de a lado

o intercambiar la tibieza
de una mirada
es hallar la soledad en todos
los poros de esta ubre mansa

Hijos de la bestia que nos engulle
bailamos en la cálida penumbra
todos los días

Es este ahíto de estar vivos
la carga nocturna

y el transido demonio de vivir al aire
Y volver a la calma

es ya deshabitar la casa amarga de la savia
dejar de tocar el Jazz de la muerte





miércoles

Magnífico, sí. Hace unas horas, mientras releía los designios de la diosa, libro de ensayos sobre la poética de Efraín Bartolomé, timbró el teléfono. Cuando leo acostumbro escuchar música y justo cuando pasaba a leer algo sobre Música Lunar, más bien, cuando casi casi leía el título del ensayo que trata el tema del poemario "Música Lunar", la rola número cinco de un disco pirata que tengo y es de los Judas Priest llamada Turbolover, que suena y que me abandono a un idea que tengo sobre las ventanas e inmediatamente escuché que alguien de alguna parte del país: -porque dudo que "alguien" gaste su dinero hablándome de otro país-, decidió llamarme. Entonces el rin rin del teléfono me sacó del laberinto de las ventanas y del libro y de Turbo... Todo o casi casi, todo, en menos de un minuto. Quizás eso quiera decir que soy Muy Inteligente y puedo tratar muchos asuntos a la vez.
Dejando el libro, sobre la cama, abierto en la página que le continuaba a la clara presencia de la Diosa Blanca, alias la luna, pues que me voy al lado poniente de la casa de ustedes que es la mía, porque allí está el aparato ése, como no le pudieron añadir conexiones, pues se quedó en la sala.
Levanto la Bocina y que digo:

-Bueno.

-Buen día, le habla Marta Carballo de teléfonos de México, se encuentra el señor "tal".

(Y que me quedo pensando por milésimas de segundo, en que si se sabe encontrar mi padre , además, también en qué quiere la Martita y qué le hice a Telmex.)
Y respondí:

-No, no se sabe encontrar, pero está usted hablando con su hijo, el hijo de mi padre, que tampoco se sabe encontrar.

-Y tiene usted capacidad para decidir en su familia.

(Eso si me caló, qué le interesa. Sé que soy bastante responsable para seguir con mi irresponsabilidad, que también soy lo suficientemente ilustre para vagar y fastidiarme después del trabajo con pensamientos absurdos; sobre todo con los de la "nena", eso, como quiera, me hace capaz. Y por si fuera poco, también sé que tengo muchas oportunidades para cambiar, pero como me gusta ser miserable, decido no hacerlo, y qué, la Martucha preguntándome a mí, hijo del señor don "tal". A mí, dueño de un bajo eléctrico, pocos libros, un Modular marca sony y mi Godofredo, o sea, me molesta que crean que soy incapaz. Martita, cuándo aprenderás.)

-Mhmmm, si.

-Bueno. Mire. Le dejo este número de teléfono: 14528122586. Con ese número se puede comunicar a las oficinas de teléfonos de México, ya que ahora le ofrecemos un cambio de línea en donde usted tendrá cien llamadas gratis con un pago mensual de $&%$$ pesos.

-Ah!

-Cuando guste llamar estaremos para servirle.

(je je, sí. Como no, je je.)

-Recuerde, (o sea, aparte de ofenderme diciendo que nadie me quiere en la familia por ser incapaz, me dijo que soy un pobre pendejo que no recuerda) le llamó Marta Carballo, gracias por su atención: que tenga buen día.

-De nada, igualmente ¡chulita!

Y que me voy al cuarto a pensar en la Marta Carballo. Ya estando acostado, con el libro del Gustavo en las manos y casi casi leyendo Música Lunar, que me pongo a escuchar Nirvana: Rape me, rape me, ajua. Rape me, rape meeeeee!

A mí se me antojó la Martita, o sea, ya pensándolo bien, como que sí. Digo, quizás estaba sentada frente a un aparato como esos que salen en la televisión, donde hay muchos cables y muchos trabajadores fastidiados, o fastidiándose. O tal vez frente a un objeto raro que desconozco su nombre y es bastante interesante, de esos de tecnología moderna.
Y si era de color claro su cabello, con un traje de color azul marino, je je, el azul marino uhhh. Y si tiene unas tetas enormes y un culo sabrosísimo. Y si se está cogiendo con el jefe del departamento, o qué tal si tiene los pechos chicos y el culo eeeenorrrrme, o al revés. Y si no tiene nada de eso y es rubia con ojos hermosos y de carácter fiel. Nooo: no puede ser. Se está cogiendo con el jefe del departamento o sea que me está siendo infiel, o sea que está súper buena y yo nada más estoy, joder. O sea, y si le gusta tenerme a mí y a él y, si le gusta los tríos. No, no va conmigo. Digo, soy liberal pero no para tanto; y si ahora está con ese pendejo de su jefe, cogiendo. Y si le están agarrando su culo que es mío (el de Martita), porque si no fuera mío no me hubiese llamado, o qué.
Aja já, me quiere pero se hace del rogar, pues que se cree la pendeja. puta madre yo no la voy a estar esperando todo el tiempo; tal vez un poquito, pero de todos modos ya la quiero antes de las siete y no aparece, qué culera, qué culazo se a de tener, hay mi Martita, la voy a esperar no vaya a ser que sean puros alucines míos y sólo se haya tardado en el trabajo. ¡Como es de buena conmigo mi Martita! Siempre tan linda, ella.

martes

En la consumación del acto de morir
vuelve el hombre al mundo
a la lluvia del polvo
al cordón de la savia

a la palma amarga fría
inmensamente lejana de Dios

pero la bestia tiene que morir

guardarse bajo el sueño
contar latidos desde dentro
en el rincón feroz de la muerte
tiene que domar
a la sangre
y derramar su canto sobre la lluvia

de quienes exilian su cuerpo

domingo

Nostalgica abre el dorso
la fronda de la lengua

En el nado árido de mar
-pero no de sal y espuma.
Acuaticamente

se despoja de sus prendas
Del origen incendiado de la lengua
abre la otra noche
el corazón del alba
Agua sublunar

A Marisa
[Genial el disco, gracias amor]


Esta es la espuma que abrasa
que engulle el olor del agua

El sabor asido a la lengua
de olvido tibia

Esta
la vena del vello sobre la roca del eco

aguja voraz huérfana de mar


En esta boca
el pétalo es reptado por el sonido
del cuerpo arenoso,
como la fragancia azul salada
de la llama

En esta espuma de alas malvas
al barro puestas
hierve el corazón del vuelo

Anfibia valva de corazón
erecto
a ti el nombre
de tantas noches

Anfibia y dicotiledónea
lengua
en ti
la edad blanca del aire,

Tú,
pestaña habitada

por manglares
y carrizos:
de ti la mirada al mar

de ti el color del ojo en la penumbra de otros dientes

A María Luisa

Vivir la tempestad de los silencios
de tu ausencia inmortal,
palpar tu imagen cóncava, sitiando
mi enardecida espera
con el temblor constante
de no ser y de ser al mismo tiempo.

Elías Nandino

Ayer, como si fuese un día completo decir: ayer, llegó Elena Poniatowska a la ciudad de Comitán. Yo no sabía de su llegada, Ana lucia fue quien me llamó avisándome del evento: Poniatowska estará en el museo Belisario, con una disertación sobre Rosario Castellanos. Estaba a punto de terminar la comida cuando ella marcó; dos minutos después a bañarme, con la querella de ver echada mi suerte al espacio del tiempo, el cual, como si lloviera para sí y después para nosotros, por un momento desilusionó mi amor hacia Elena.

Vestido, sin traje y con la más casual de la formas y modos, presente frente al espejo del viejo ropero, sin saber en la más ridícula de las posturas por qué me asombraba presentir la ausencia de algo, salí a la calle con rumbo al museo. Las calles que transité muchas veces y desde siempre con la misma solemnidad de búho, me dejaron abierta la puerta al reclamo parlante, contándome anécdotas, como ésta, en donde buscar el lugar adecuado, donde el seno es merecido por el llanto, puede ser únicamente en las tertulias de las aceras, en los puestos, las farmacias y en sí en el centro mismo de la soledad que pretender ser habitada. Llegué pues al lugar donde Elena:- aquella que recordaba sensual y nutrida del longevo espanto adolescente, discurría sobre Rosario como la amiga que fue y la confidente de un breve ensayo. Ya no habían asientos y la vista era, por decir un atisbo, nutrida de sonidos espantosos; la voz del hombre y del otro hombre y de la mujer que no sabía a ciencia cierta el número de página en que iba mi amada, o quién sería el presentador del evento, en cuya razón ya había sido presentado por Elena, ruidos y más ruidos, palabras sordas de contenido y miradas absurdas:- la lluvia, momentos después, ardía en la brasa de unos labios que se resistían al ahogo, como si la tierra al abrir su mundo ovárico, dejase que el agua profundizara en la piel de quien escuchaba a Elena, con la misma paz en que nadaba la ola más distante del polvo, unos huesos primitivos de labor al campo.

Elena y yo jamás nos hubiésemos reconocido, o conocido: ella leía con la veloz fuga de sonidos, las palabras escritas fundamentando el por qué de una crónica soledad que le era conferida a Rosario. Por fuera, sintiendo la lluvia, acepté en que Rosario bajo sus versos y en su persona, labraba siempre el coagulo de una nostalgia en tendencias depresivas, su poesía, dirigida al Indio, al amor y al mérito de reconocer el sentir, en mí, tanto como en Elena puso el ritmo de una vieja vitrola, su dolor de arcaica la hace sudaría y eterna. Rosario Castellanos con las intenciones de suicidio y de labor poética, así como de novela, ejemplificando la “novela mexicana”, ocupa en el corazón de mi amada, en el mío y en el de otros tantos, el espacio que se le concede al cuerpo en fino retrato: la vista de la desnudez en la pura imagen del ser. Ella, la Castellanos, sintió y nos hace (hizo) sentir la virtud de la invalida: la soledad.

Cuerdo, aún, minutos después de escuchar a Elena, pensé en sus ojos, suponiendo que el murmullo de unos cuantos que allí se erguían como fe de su creciente entusiasmo literario y, la ineptitud de algún desdichado poseedor de no sé qué, me dejase hacerlo; observé tu talle, Elena, y bajo el dolor de anciana madera recogí trozos de ti silabando nombres que no he conocido, no he visto y que jamás mencionaré, pues es a ti, con la fiel y pálida labranza de mis óseos mares a quien reúno en el conjunto de varios días de espera, de varias noches insondables, muertas e inasiblemente muertas, como si al morirse, Elena, la noche, llegase al estero tu sombra de garza estampada a la falda del agua y de tu boca.

La tarde (¿he hablado de la tarde, o de la lluvia?), yéndose a la noche y tú yéndote con ella; los demás, pedían autógrafos tuyos; reconocí a una mujer de antaño pidiéndote escribieras su nombre sopesando que al escribirlo fuese ya, parte de ambas, mas, en la dicha de ser tú una escritora y la absurda presencia de personas superfluas, hizo de ese hecho, lo más despreciable. Empero, Elena, vi tus ojos y tu piel estrecha de juventud y quise advertir que, en la hora del agua algo se reconocía a sí mismo, algo que yo no conozco, nunca lo he visto y, por añadidura, jamás reconoceré.

jueves

A todas las mujeres
que han ordenado, y, sobre todo
desordenado mi vida


I

Esto no
es un poema.

II

He vuelto al pajar, saíra

a los días cortos
de nueve mundos
e inhabitables locos,
también recorro los viejos aires
y
junto al bálsamo
de los labios:- que por prolongación no son míos,
se ha medrado el tiempo
con los raros circuitos
de un sonido mundano:
nuestros cuerpos solos.


III

Quisiera decirte.

En vez de
he tomado,
cuando tu dormías,
el pulgarde tu arenas.
Ahora

no recuerdo decirte
o hallarte
nado en el polvo
que mi lengua bebe

IV

Este es el poema

lunes

Hoy es un día de fogatas
en que mis fieles difuntos deambulan
si,
los llevo en el dorso

y llevo también
el aire de ellos sobre mi lengua
a cada uno lo recuerdo
como la imagen fina de este nocturno día
y me pesa el alma

mi alma como sombra los registra
y hablo en la oscuridad sus palabras
qué pobres están mis muertos
allá abajo
en la penumbra de este día

y quisiera que en definitiva dejasen
de morirse
me duelen
suenan como el aletear del insomnio

al capturar el polen de la muerte
Este día vinieron a visitarme mis muertos
y me trajeron lirios rojos al amanecer
para despertarme
del sueño cósmico en que mi muerte deambula

algunos más muertos,
con el tallo anímico de una virtrola vieja
dejaron en mis brazos el roce
herbáceo de alguna mujer que extraño,
sé que es anatural
que no soy un herbario cosechador de muertos
de frutos idos al pulmón del polvo

pero he decir que entre más muere este día
llego más al sur de mi muerte
viendo, solas, despobladas y en nauseas mis costillas
como si ellas al igual que mis difuntos
hubiesen inaugurado este día

siendo el primero de todos los que surcaron
anoche el panegírico tarot de aquella anémona

domingo

Vengo a este puerto
con la tinta sobre mis hombros.

Cargo dentro del remanso
de esta lengua submarina,
la atarraya
donde alguna especie de mar

enharinó el espacio tuyo,
tu cuerpo:

de tu concha heliotropica.
Con la más fina de las aguas del mar
cosí tu piel y la entinté

para llevarla dentro,
como si fuera el canto
de un fondo salado
como si llevarte fuera hiciera de ti
especie de pez sin polen.
Por eso eres alótropo de esta vena
donde corre y se tergiversa el mar
y
con el cuello de la garza hurgas

el telar impronunciable de tu cuerpo,
como si tu cuerpo siendo bronquio

abriese la capa del agua para
guardarte en mí

y tendiera sobre los muelles
aquella soledad de brazos
para que a la mitad de mis costillas

fuese tu tinta
el color pálido de esta antropófoga tarde
en que deambulo


jueves

Pero qué hago.
Intento doblegar la furia de estas aguas

que cruzan ríos bajos
ríos amargos y dolidos que habitan en mí:
como pequeños objetos de vidrio
intento como cualquier insomnio
abrirme paso entre las telas finas de la noche
y hacer que otro sujeto sea el dolor
agudo de las brasas que otro sea la noche
y tentar con eso la habitación de más mujeres
no dolidas ni dolientes
sino viudas de trenzas y cenizas
que ellas sean el paso de la voz en
un tejido sexo que no ahoga que no hace,
porque hacer es detener el tiempo hablando
es mejor hablar desde los otros labios
con la punta más ardiente de esas lenguas finas
esfinges finas que habitan el mar y adormecen
si cantan con la piel encogida
al tigre ceniciento de su propia selva
Pero qué hago.
Soy el cadalso de mi cuello

cuelgo de mí como el aire de cualquier velero
y no lleno ni el viento
ni la pura imaginaria nostalgia
de atravesar el mar
no tengo las amarras colgadas
al puerto donde nada se escucha
y por ello
(si fuera un viaje estar escribiendo)

cae la pesadez de estar viviendo
y siento crujir el ébano de mi polvo
cuando la sal de otras lenguas
lloran este epitafio diurno

Hacer no significa transitar
y eso hace esta piel
transita entre las voces suaves de todos los silencios ahogados
y eso es el mar
la imagen de unos labios que suplen al sexo
con la airosa venida de aves que sepultan
a cualquier constelado e hipócrita poeta.

martes

Esta noche huele tanto a dolor
que no tengo huesos para respirar
un poco,

Desde el polvo que une mis bronquios
trato de ahogar este latido último
trato de huir de este latido último
y no,

la noche tiene el alma
envuelta en otro incendio
que no es el mío
y Ella vuelve al árbol de olvido
cuando mi corteza únicamente vuelve
al incendio de la semilla
que es a la vez mi tumba

Pero la noche es también el eco
de mis huesos resanados
y es el eco de mi llanto

y en toda hoja de noche
trato de cobijar mi última costilla
como si fuera esa
la bocanada de cualquier insomnio

lunes

Entretanto condiciono esta hora
con el nombre de cualquier objeto,
de nada valdría averiguar
la pena si llorase


Este momento es más del tiempo
suena en mi el hueco del ave
y soy en todo menos tiempo
más aire
más soledad:
y es así como detengo tanto peso

y es así como sube desde el
filo crónico de esta selva
el aullido del animal herido


domingo

En casa me visto de telas –bajo sombra,
siento arder las hojas verdes de mi tumba
y siento que el mar arrasa la angosta
vestidura de esta noche

Dentro de mi cuerpo está la figura de un pez
que simboliza el llanto:
no es nada, bajo la noche no soy nada

y no es estar triste porque alguien se muere

no,

son estas estaciones que nos arrojan al odio de la tierra
a su raíz de odio
la tierra es la casa de las ambiciones
ella sabe del polvo de nuestros huesos

sábado

Ser es erotismo
Octavio Paz

Un lenguaje que se expresa
En imágenes de las cuales ninguna
Quiere ser la última
Robert Musil

Cualquier cosa es mejor que una necesidad que nunca es satisfecha
Juan García Ponce


Aquella noche, cuando todos desearon quedarse en la sala de la casa de Carlos, nosotros subimos a un pequeño jardín que se encontraba en la azotea, allí podía verse completamente la ciudad.
Distinguimos las luces de los bares que aún seguían abiertos, las calles y avenidas donde según tú podría localizarse rápidamente una prostituta, adivinabas sobre los precios posibles, el color de sus vestidos y la marca de cigarros que fuma. Luego de decir que la noche encerraba a la ciudad me tendiste la mano izquierda para tomarla y agregaste: que sorda y estrecha tiene la lengua esta luna, y de nuevo sumergiendo tus pensamientos en no sé qué delirios, bebiste de tu copa dejándola después a un lado de la mía. A penas y entendí lo que querías decir y sólo para mi inferí una leve sonrisa como para aguzar lo que probablemente sería nuestra última cita juntos o casi juntos ya que tu parecías adherirte a la fiesta con la misma solemnidad de terrible silencio escondido que tenía la ciudad. Creo que estábamos un poco borrachos y a propósito de la libertad que ese estado me causa rodeé tu cintura con mis brazos estrechando tu espalda contra mi pecho, las copas que habían contenido whisky cayeron al piso y un olor a alcohol irrepetible subió hasta tu cabello, el cual se deslizaba pausadamente sobre tus hombros. Arqueaste un poco las piernas y poco a poco tus manos me levantaron la camisa, quise decirte lo mucho que te amaba pero tu cuerpo y tu esencia sacudieron toda pasividad haciéndome tomar con fuerza tus labios y tu boca. Besé tu cuello y tu espalda mientras tus nalgas desnudas rebotaban con cada movimiento de entrada de mi sexo; al final terminé a un costado de tu cadera debido a la postura en que te encontrabas, con tu mano derecha acariciaste la parte que se había manchado y un poco de semen fue llevado hasta tu pezón el cual besé.

Es increíble que aquella noche estando los dos de la mano todo el tiempo terminara extrañando la primera de tus imágenes. Es cierto que varias veces, principalmente cuando te sentías sola, rodeada de tanta gente, acudías a mí para evitar el contacto con los demás y me besabas fuertemente con una pasión irreconocible. Carlos nos veía desde un rincón cercano a la cocina. Sabía de ti desde mucho antes que comenzaras la carrera, creo que te deseaba tanto como yo al verte por vez primera al lado de él fumando y bebiendo café en una cafetería del centro. Supe de los sentimientos que él escondía y que tú sabías y agregabas un valor aprobatorio de amor más o menos incomparable.

Se conocieron el primer mes del curso, después no sé cuántas veces compartieron sus opiniones acerca de la poesía o los cuentos o tal vez en nada acordaban y con tal resultado dejabas que te besara sintiéndote amada y protegida.

Recuerdo que al verte Carlos te acariciaba el pelo y tú fumabas dejándote ser pero con una interminable nostalgia volvías a fumar mezclando palabras y humo sin que pudiera adivinar una sola de ellas, al final ustedes se besaban y creía que jamás te desharías de él o permitirías que otro llegase a ti impulsivo como lo era yo y mi deseo.
Entré a la cafetería junto a Maira quien era lo que se podría decir: mi novia. Nos sentamos en la mesa del lado izquierdo en la que se encontraban ustedes, frente a una pequeña fuente de un ángel que inservible me recordaba las horas interminables en que elucidaba sobre alguna novela leída e inesperadamente llegaba Maira casi desnuda para hacer funcionar el color mármol de mi rostro. Pedimos café y cigarros. Maira continuó con el reproche de siempre e intentaba hacerme entender que nuestra relación necesitaba de seriedad porque ella sí me amaba y sabía que era correspondida (suponía); pero estaba sumergido totalmente en cómo observabas la calle y tu cigarro, creo que te dabas cuenta y disimulabas no verme. A Maira le decían que sí a todo lo que dijera sin prestarle atención o entenderle dejándola sola con su verborrea para poder ocuparme de tu imagen. Ni tu boca ni tu pelo, ni la postura de tu cuerpo decían algo, hasta que tu mirada se posó como suplica en los labios de Carlos y entonces supe que toda tú eras placer y nostalgia.

Dos días después de haberte visto Maira me dejó haciendo que sintiera lástima por su llanto y desprecio por mi actitud irresponsable. Pronto recuperé la cordura y mi lealtad a ti y salí a buscarte al café sin pensar que no estarías allí pues no sabias nada de lo que habías provocado en mí, como si fuese una presencia eterna que nos envolvería.
Al no hallarte regresé al cuarto y deseé que Maira estuviera conmigo casi desnuda para poseerla y pretextar que la soledad era sólo parte del ser libre que me habitaba. Fue Carlos quien nos presentó y abrió las puertas a una serie de actos que quizá hubiera no deseado. Te saludé y así surgió lo que pretendía ser una amista entre tres, aunque yo supiera que ustedes se frecuentaban. No duré mucho tiempo en expresar mis deseos hacia ti, los cuales nunca fueron frenados o heridos pues dos días después nos encontramos solos en mi habitación. Llevabas puesta una blusa roja y un pantalón azul de mezclilla, te recosté sobre la cama dejando ver tu líquida y espaciada desnudez inaprensible de tus labios. Comencé a besarte sintiendo que tu habías deseado ese encuentro tanto como yo y percibí nuevamente tu esencia; tu lengua era cálida dentro de mi boca y al sentirla mi agitación se fue prolongando hasta quererte desnudar, pero no, únicamente mis dedos recorrieron tu sexo hasta humedecerlos y al verte penetrada por uno de ellos tus párpados se abrieron recordándome aquella mirada y proyectando a la vez la ansiedad de poseerte. Tus ojos se perdían en el centro de mis palabras como si al sentir los míos la ausencia de nosotros marcara a la vez la presencia de algo que nos unía.

Carlos no tardó en enterarse de nuestra cita dejando que nosotros continuáramos supuestamente libres.

Todos se movían diferentes a nosotros cuando bajamos del jardín, había un espacio más grande que ninguna pareja ocupaba o lograba llenar. Tu me guiaste al sillón dejando que los demás te vieran mientras cruzabas la sala para ir al baño con tu pelo desordenado, una de tus amigas se rió deteniéndote con la intención de saber lo que había pasado pero tu simplemente acompañaste su risa sin decir más a lo que ella prefirió bailar al ver tu negativa. Fue Carlos quien siguió tu imagen hacia el baño y al regresar hizo lo mismo, con un poco de sobriedad, pues, sabía que yo te observaba y a el también. Los compañeros intensificaron el baile y tuviste que dar una gran vuelta rodeando el sofá, una mesa de centro y la maceta que se hallaba a lado de Carlos, al verlo le diste un beso que casi rozo sus labios.

Instantes después estabas sentada sobre mis piernas hablando de no sé qué cosas, sin entenderte, mientras intentaba reconocer la imagen que había en ti, al no hallar lo que buscaba te besé y Carlos nos vio en el momento en que tú al separarte observabas mis labios y como la ciudad nos envolvía en su silencio de ruidos y gente. Tus labios se estrecharon sobre mi hombro suponiendo encontrar en él la palabra que nunca habríamos de decirnos. De golpe y con la fuerza de quien sabe haberse perdido volví a besarte con la misma ansiedad de los primeros días, reconociendo lo que probablemente era tu imagen como la ausencia de tenernos: Carlos y tú salieron a bailar.