miércoles

Pintura para Laura


Para Irasema, por el retrato.



Como cualquier idiota, tengo esperanzas.
            Me paro frente al balcón y observo el parque que está a lado de la casa, la casa de Laura, donde ahora yo habito. El parque es una extensión plana en cuyo centro el asta sostiene la bandera a medio vuelo. Alrededor, el cuadro, quiero decir, no hay nada que pueda ser digno de resaltarse, excepto, quizá, el tejado en los techos y las palomas:
mierda volando, allá va una mierda volando,
diría Laura.
De hecho, el lenguaje de Laura es escaso: un sí, un no, un tal vez.
Laura, a veces, observa conmigo el parque. Ella detiene la vista al margen de los edificios y las sombras que proyectan por el ocaso, cuando al poniente el sol se manifiesta y es rojo el cielo, y la tarde ocupa la plaza, llenando de rojo el asfalto y las bancas, y los árboles.
Hoy, en cambio, veo el parque           
el parque es el héroe—, le digo a Laura, cuando se refiere a las palomas,
y estoy solo, mirándolo.
Laura está del otro lado de la sala, sentada en el mueble de su abuelo, el abuelo del retrato colgado por encima de la chimenea. Laura está viendo nada, pero /siento/ que observa algo.
Yo recuerdo sus ojos, los ojos de Laura, como su boca recuerdo, y recuerdo su nariz;
su expresión, la primera vez que la vi, y tomé su mano antes de besarla:
tomé sus manos y después su cintura:
me acerqué
poco
a
poco
y la besé sin saber si la besaba o estaba enamorándome de ella.
            Recuerdo a Laura, aunque ése no sea su nombre, ni esta su casa.
            Pero Laura sabía dulce y suave:
Laura cerró los ojos, lo recuerdo, porque yo no cerré los ojos, porque quería verla y sentirla con los ojos,
quería mirar cómo me besaban sus ojos sin mirarme,
saber a qué sabían sus ojos cerrados, y saber o sentir que era su cuerpo cerrado, junto al mío.
            La sala se estrecha por la chimenea:
una rústica demostración de falta de tacto. Una miniatura de algún edificio olvidado que, el abuelo de Laura, ha querido perpetuar.
            En los costados están los muebles y al centro el sofá. Yo recuerdo el sofá, y a Laura, y quisiera inmortalizar a ambos:
uno me recuerda a Laura, y Laura me recuerda a su carne:
algo como tibia
como piedra a punto de arder:
tengo el trasero muy grande, decía Laura, a la hora de verme, mientras la veía.
            De inmortalizarlo le pondría: El sofá de Laura.
            Y destacaría las piernas de Laura y sus ojos, y su boca;
el sofá, en plano secundario, y más bien sería la metáfora de algún recuerdo que
Laura
no haya querido contarme.
            Yo le he dicho a Laura: fíjate en lo que veas. Algo debemos llevarnos.
            Sin embargo, Laura no hace caso: disimula no escucharme, y sólo observa los cuadros:
Allá está tía Mati, dice. Y yo sólo leo en su decir la nostalgia que esta, su casa, le provoca.
            Anda. Vamos a llevarnos algo. Le repito.
            Pero Laura me mira, y yo interpreto su mirada:
Ey, chico, ven, hagámoslo otra vez…
Y me sorprendo una y otra vez en el sofá
—esto es imaginario, ¿y qué no lo es—,
sosteniendo a Laura entre mis manos, diciéndole su nombre, y ella diciendo:
no, no me llames así, llámame Laura. Y yo respondo:
sí, lo que tú digas… sí, lo que digas... Laura
Y ella: sí, así, sí, así, una vez más.
            Pero Laura está sola, sentada en la mecedora de su abuelo, y no conmigo, en el sofá.
 —Allá va una mierda volando —le digo.
—Cállate —me dice—, pendejo —y ya no pretendo ser gracioso.
            Si me he equivocado con el sí, no y tal vez, es porque Laura de vez en cuando dice pendejo. Sólo entonces no es Laura, y ella es
la chica del barrio,
la buenas tardes,
la mamacita.
            Pero ahora es Laura, y así la quiero, aunque ella —es decir ella-Laura— no quiera llevarse nada.
            —Mira —dice—, esa de aquel lado —señala a mi izquierda— es mamá.
            —Seguro —le digo.
            —Y aquel es mi padre.
            —Seguro —repito.
            Todo buen trabajo tiene horario, le he dicho. Pero Laura todavía se despereza.
            Si no nos llevamos nada, informa.
            Yo he visto a Laura, así, otras veces: y le digo, te quiero, y también le digo, está es nuestra casa, y me vuelvo al balcón y veo el parque.
            El parque es el héroe, me digo, mientras Laura sacude los muebles, y camina como si nada, y yo la inmortalizo, y llamo a la obra:
La casa de Laura.
Y Laura me besa, y respiro por su boca: sus labios
y detrás nuestro suena algo:
la puerta
y no nos arrepentimos del sueño, de nuestra casa
porque ella lo sabe, ella es Laura
y yo le digo Te quiero
y tiran la puerta y Laura dice mi nombre y vemos al abuelo (en el cuadro) que ha inmortalizado algún edificio de esta ciudad de mierda.





                                                                                  Enero 3 de 2016