lunes

Las aves

¡Tú, ángel rubio de la noche,
ahora, mientras el sol descansa en las montañas, enciende
tu brillante tea de amor! ¡Ponte la radiante corona
y sonríe a nuestro lecho nocturno!

William Blake

¿Qué historia se debe contar, la mía, la de Andrés o la única, la de Claudia? Si decidiera contar sólo la historia de Claudia, ¿qué puedo y no debo decir? ¿Tengo derecho a mentir o explicar la verdad? ¿Tiene sentido para mí hablar de Claudia y la relación que nos une, incluyendo Andrés? Me pregunto si para Andrés existe lo que yo llegué a llamar Claudia. No lo creo, como tampoco creo que a él, como a Claudia le interese lo que ahora pretendo realizar. Bien, ¿cómo empezar lo que no se supo cómo inició y mucho menos tuvo final, o aquello que significa estos dos verbos? No tengo la menor idea, sin embargo comenzaré por el fin del principio.
Dos años antes de viajar a Francia, Andrés le pidió a Claudia que viajaran juntos, que allá terminarían los estudios de Artes plásticas. Claudia no siguió a Andrés, y dos meses después de haberse ido éste, ella abandonó el departamento que juntos rentaban. Claudia tocó a mi puerta ese mismo día —llevando como equipaje sus libros y una maleta llena de ropa— dando en punto la media noche. Así podría resumirse la historia y quedaría perfecta, sin embargo confieso que me inunda la tristeza, pensando que así de efímera fue la vida al lado de Claudia.

Abrí la puerta que daba al patio de la casa. Claudia sonrió —entendiendo esta sonrisa como saludo— sonreí también. Estaba vestida con una blusa corta y una falda grande. Su cabello suelto cubría parte de ambos hombros y, tanto su boca como sus ojos delataban, con gracia, los restos de lo que pudo haber sido llanto. Dejé que pasara a la pequeña sala. Claudia colocó las maletas al lado del sofá. Cerré la puerta y volteé a verla cuando, de piernas cruzadas, sentada sobre el mueble, observaba unos cuadros que pinté para adornar el lugar. Por el tiempo que debe llevar estas simples acciones —depositar las maletas en el suelo y sentarse—, ha de suponerse cuánto tardé en reaccionar y cerrar la puerta. Son tuyos, preguntó. Yo asentí para luego imitarla sentándome frente a ella, en un sillón. Son tuyos, repitió. Al ver que así debía comenzar la plática, respondí que sí, que eran míos y que únicamente los había pintado para adornar la sala. Mentí. Están bien, eso creo, infirió. Yo dudo que sean agradables a la vista, repliqué. Sabía que hablar de mis pinturas nos llevaría a una pérdida de tiempo, así que, convencido de ser siempre cauteloso, pregunté lo que realmente importaba, y eso era el por qué de su visita y del equipaje. Nunca hasta ese día supe que de cauteloso tenía lo mismo que de pintor. Claudia sin responder a mi pregunta, dijo que ahora le interesaba la obra de Fernando García Ponce. Luego preguntó dónde podía alojarse. Le dije que desde la ausencia de Jimena, la habitación que ocupaba quedó libre. Todo mundo pensó por mucho tiempo que Jimena y yo manteníamos relaciones. Sólo cuando mi compañera de hogar y su novia se presentaron ante los amigos de la universidad terminaron los rumores, aunque iniciaron otros y creo que más lascivos.

Geográficamente la ubiqué mencionándole el sitio de la recamara que ocuparía; la mía, la cocina, la pequeña biblioteca y el cuarto de estudio. Me ofrecí a subir el equipaje si ella lo necesitaba. Claudia asintió y después de dar un vistazo a su alrededor, recogió las maletas del suelo y subió para instalarse en lo que los siguientes dos años sería su habitación. Tardó poco en reclamar que yo no acostumbraba bañarme con agua tibia y que la habitación no tenía clima, reclamándome apoyada en el barandal de la escalera. Guardé silencio. Mi nueva inquilina subió a la recamara para acicalarse, y yo me dirigí a la cocina y preparé algo sencillo para comer, si acaso ella tenía hambre. Coloqué en la mesa los sándwiches preparados con queso y jamón, y una botella de vino con dos copas. Claudia bajó, a pesar del frío que supuestamente tendría, envuelta en un beibidol que transparentaba el color de su piel y las curvas de su cuerpo. Serví el vino. Claudia bebió la mitad del líquido y se disculpó por la actitud de unos minutos antes. Pregunté del frío. Esa noche Claudia y yo hicimos el amor.

Al amanecer desperté un ahora antes que Claudia, y para cuando ella bajó a tomar el desayuno, la mesa estaba puesta. Claudia bebió únicamente el jugo de naranja. Ambos permanecimos en silencio. Ella pensando en no sé qué y yo leyendo el periódico del día. Terminé de leer las noticias sobre una movilización ejidal en Oaxaca y no tuve más remedio que iniciar la conversación con una pregunta: por qué se había acostado conmigo. La respuesta fue: de algún modo tengo que pagar mi estancia aquí, Papi. Concluida la charla, y ahora con el piyama puesta, Claudia mencionó que saldría y que necesitaría mis llaves para hacerle un duplicado. Yo argüí que Jimena había dejado las suyas y podía tomarlas; el lugar donde estaban era la gaveta del buró.

Andrés llegó a México de un país revolucionario. El árbol genealógico de la familia Muñoz cuenta con una estirpe de revolucionarios. Desde el padre, el señor Francisco, hasta el tatarabuelo, Don Joaquín, que según la biografía dedicada en su nombre, fue el mejor insurgente, el más valiente, el más terco: Don Joaquín, quien en la batalla final asesinó a más de cien uniformados. Todos, o casi todos, los de ese país aceptaron esa mentira para no herir al viejo, ya que la verdad, la mentirita de verdad, como dijo Claudia alguna vez, es otra. El viejo Joaquín asesinó a sus camaradas pues la bomba que debía estallar en el cuartel enemigo, explotó en el suyo, arrasando con el batallón completo. El viejo quedó ciego, sordo y amnésico. Declararon ese día la victoria revolucionaria. El comando dirigido por el general Joel López, declaró que Don Joaquín estuvo de espía durante la revolución; y fue así como lo condecoraron como héroe de la patria.

Andrés supo desde infante la realidad de aquella historia, sin embargo jamás negó esa realidad falseada. Él ingresó a la licenciatura de Artes plásticas un año anterior al ingreso nuestro —el de Claudia y el mío. Estudió economía en la universidad de su país. El cambio se debió a una revuelta estudiantil que no tuvo mayor beneficio que la monopolización de la misma. Claudia conoció a Andrés cualquier día. Yo estaba enamorado de Claudia. Claudia se enamoró de Andrés. Vivieron juntos hasta el viaje a Francia. Tuve envidia y malicia. Andrés quiso a Claudia, eso es todo lo que puedo decir de él.

Claudia bajó de nuevo a la cocina para despedirse de mí. Yo enjugaba los trastes con una franela roja. Me besó en los labios y salió a la calle para volver tres días después. Pregunté, a su regreso, dónde había estado, con quién; Claudia sonrió diciendo que no importaba dónde o con quién, y que dejara de parecerme al marido celoso. Esa noche estuve trabajando en el estudio y Claudia preparó la cena. Cenamos crema de champiñones y pasta, un poco de vino y como postre la charla de los tres días de desaparecida. Al termino del postre hicimos el amor una vez más. Claudia me miraba. Sentí a Claudia ligera y suave, bebí el sudor de su cuerpo y mi lengua recorrió ávidamente sus labios, su lengua y su vagina.

Esa relación de pareja duró el tiempo necesario para acostumbrarme a su sexo y/o compañía. Años más tarde, en el coche, escuchando Prokofiev, detenido por el tráfico, recordé cuando Claudia y yo andábamos a pie el camino que va de la facultad a su casa. Había un parque ubicado a mitad del trayecto, lo recorrimos algunas veces; fue ahí donde la besé por primera vez. Me pregunto qué sentiría Claudia al saber que el nombre de aquel parque no es el mismo y que ha cambiado tanto como para ser irreconocible. Supongo que nostalgia. Claudia y yo nos quisimos; hoy estuve pensando qué quería decir Claudia cuando nuestros sexos terminaban y permanecíamos aún unidos y la música de Bach, o el jazz que tanto le gusta, se dejaba oír como murmullo entre las sábanas y su piel y su aliento y el semen, que crujía como charco dentro de su vagina, y Claudia decía que yo era predecible.

Los días o semanas que decidía no abandonar la casa, Claudia era amable y juguetona conmigo. Yo me dedicaba a la traducción de guías escolares —debo a eso el interés hacia la medicina y el que ahora ejerza dicha profesión—, que enviaba a la editorial de Andrés.

Decía: Claudia era amable y juguetona conmigo. Se pasaba horas preparando la comida, o armaba y desarmaba su caballete, colocándolo en esquinas o en medio de la casa. Ella pintó el cuerpo abierto de una mujer a media noche —quizás sea esa pintura la explicación a todo esto, esto que ahora intento. Cuando dejaba de pintar o cocinar, Claudia subía al estudio llevando consigo una botella de vino. Yo interrumpía la traducción del texto y brindaba con ella, hacía que Claudia me mirara y le agradecía el detalle, luego ella se sentaba en mis piernas y yo la abrazaba. Claudia asentía y nos besábamos. Algunas veces abría la puerta sin tocar, volteaba a verla y Claudia cubierta por una blusa larga me ofrecía la copa sin decir nada. Me besaba. Su cuerpo me era similar, como los cuadros que pinté cuando Claudia fue modelo para Andrés y para mí. Alzaba la blusa y entraba en ella, sintiéndome parte de ese vestuario.

Claudia pintaba, yo traducía. Fue la noche que decidió mostrarme el cuadro de aquella mujer desnuda, abierta a media noche cuando habló de Andrés y su relación. No vale la pena escribirla, ya han de saberla ustedes: Claudia llegó a mi casa, tocó la puerta y vivimos dos años juntos. La pintura escenificaba dos actos, el primero la desnudez de la mujer que remite a lo que Fernando García Ponce interiorizó en sus cuadros: la libertad. El segundo era la abertura que simbolizaba el deglutir de la noche, no el manto, sino la boca que lame la costra de la carne, la madre de todas las bocas, como decía Claudia.

Dos días antes de regresar Claudia a la ciudad de México, Andrés llamó a mi casa. Dejó un recado. (Andrés terminó la carrera de Artes plásticas). Yo deserté de la universidad y la editorial donde se publicaban mis traducciones se fue a la quiebra.

Estuve escuchando a Claudia toda la noche. Lloró. Gritó. Me abrazaba. La supe frágil mas no inocente. Hubiera mencionado la llamada de Andrés: no era necesario. Claudia se durmió entre mis brazos y yo repetía en mi mente las figuras de Claudia a media noche; ¿cómo sería, Claudia, en aquellas horas engullendo aves?