jueves

Editorial

Bienvenidos. Hace unos minutos pretendía dar una explicación de los textos que esta vez público; no lo haré. Por otro lado, les agradezco su lectura. Un abrazo fuerte.

Sam Savage

Firmin
Capítulo 1


Siempre imaginé que la crónica de mi vida, si acaso alguna vez llegaba a escribirla, tendría una primera frase excelente: algo lírico, como "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas", de Nabokov; y, si no me salía nada lírico, algo arrollador, como "Todas las familias felices se asemejan, pero cada familia desdichada es desdichada a su manera", de Tolstói. La gente recuerda estas palabras incluso cuando ya ha olvidado todo lo demás que hay en el libro. En lo tocante a frases de apertura, la mejor a mi modo de ver, es el comienzo de El buen soldado, de Ford Madox Ford: "Éste es el relato más triste que nunca he oído." docenas de veces lo habré leído, y sigue dejándome patidifuso. Ford Madox Ford era uno de los grandes.

(...)

Éste es el relato más triste que nunca he oído. Empieza, como todos los verdaderos relatos, quién sabe dónde. Buscar el principio es como intentar descubrir las fuentes de un río. Se pasa usted varios meses remando contra la corriente, bajo un sol abrasador, entre altísimas murallas de jungla chorreante, con los mapas empapados de humedad desintegrándosele en las manos.

Págs. 11. 13.


Capítulo 3

Estoy tratando de contarle a usted la verdadera historia de mi vida y, créame, no es nada fácil. Ya me había leído gran parte de los libros de debajo del Rotulo de FICCIÓN cuando empecé a barruntar lo que significaba tal palabra y la razón de que algunos libros estuvieran ahí colocados, debajo de ella. Hasta entonces había creído estar leyendo la historia del mundo. Aún hoy tengo que esforzarme constantemente en no olvidar —dándome golpes en la cabeza, a veces, a tal efecto— que Eisenhower es un personaje real y Oliver Twist, no. Perdido en el mundo: Epistemología y terror. Repasado ahora mi relato de la primera salida con mamá y Luweena al territorio salvaje de más allá de nuestro sótano, veo que he pasado por alto un pequeño incidente. Fue, en mi opinión, algo completamente trivial, pero no quiero que me lo eche usted en cara luego, si sale a relucir. Ya lo estoy imaginando, dando vueltas en su sillón giratorio y soltando alaridos de gozo. Y, además, no fue exactamente un incidente, fue más bien una provocación, o, digamos, un intento de provocación, por parte del peludo trasero de Luweena.

Mientras la seguía por el callejón, el trasero, como ya he mencionado, subía y bajaba delante de mis narices. Arriba, abajo. Y lo más ridículo era que Luweena se empeñaba en llevar la cola en un ángulo también estimulante, un ángulo que no sería injusto calificar de descocado. Descocado y provocativo. Mientras nos arrastrábamos en fila india por el callejón, su trasero ocupaba por completo mi campo de visión, invadiendo mi conciencia e impidiéndome pensar en ninguna otra cosa, ni si quiera en la comida o el peligro. Y luego, claro, estaba el olor. No puedo esperar, imagino, que usted comprenda este aspecto de la cuestión, el irresistible poder de aquella fragancia. Me imaginé salgando sobre Luweena desde detrás e hincándole los incisivos en el pellejo de cuello, mientras ella arqueaba su largo y musculoso lomo, alzaba el culo al aire y, con un chillido de deliciosa agonía, se entregaba a mí. Fue horrible. Pero también, afortunadamente, muy corto.


Págs. 53 - 54


Capítulo 8

Hay dos clases de animales en este mundo: los que poseen el don del lenguaje y los que no lo poseen. Los animales que poseen el don del lenguaje se dividen, a su vez, en dos tipos: los que hablan y los que escuchan.

(...)

Hace ya mucho tiempo, en los albores de mi historia de amor con los humanos, descubrí en el curso de mis lecturas varios métodos ingeniosos ideados para mitigar la inclinación natural de esta especie a funcionar mal y estropearse: piernas y protésicas, dentaduras postizas, bragueros, audífonos y ojos de cristal. De manera que no tardó en ocurrírseme la idea de suplir mi deficiencia natural con alguna clase de aparejo mecánico. Cuando tropecé por primera vez con las palabras máquina de escribir, venían sin explicación, como algo obvio y familiar, y lo único que llegué a colegir era que se trataba de una cosa con teclas sobre las cuales volaban a veces los ágiles dedos femeninos. Al principio pensé que sería algún instrumento musical y me desconcertó que lo relacionaran con tecleo. Cuando por fin comprendí que se trataba de una máquina para poner palabra sobre un papel, me sobrevino una emoción tremenda. No había por ninguna parte una máquina de escribir a la que ponerle las zarpas encima, pero, así y todo, la mera noción desencadenaba en mí una verdadera corriente de imágenes. Me vi distribuyendo notas mecanografiadas por toda la librería, para que Norman las encontrase y se quedara perplejo al leerlas. En mis sueños, las encontraba y se rascaba la cabeza y dejaba pequeñas misivas de respuesta.

Págs. 123 – 124.


SAVAGE, Sam. Firmin. México. Seix Barral Biblioteca Formentor 2008.

El FLECHAZO

Alza la vista el viajero

y entreabre los dedos

para dejar correr el agua

que vierte

en sus palmas

la muchacha

ella también

hace el hilo de agua

aún más fino




ESQUINCA, Jorge. (2008) Poemas de la antigua India. El poeta y su trabajo. Primavera del 2008. (No. 28). Pág. 73.

Nicandro Juárez

Fiesta de santos


Javier recitaba: He aquí que estamos reunidos/ en esta casa como en el Arca de Noé: / Blanca, Irene, María y otras muchachas, / Jorge, Eliseo, óscar, Rafael…, sosteniendo en la mano izquierda una copa de vino, o en su defecto la copa sostenía a él. La mayoría de los invitados no escuchó ni una pizca del poema, únicamente hablaban entre ellos; unos con pareja se besaban y otros simple y sencillamente murmuraban palabras ininteligibles debido a su borrachera, sólo Daniel alcanzó a oír el final del poema: ¡Henos aquí a todos, fermentados/ brotándonos por todo el cuerpo el alma! Siguiendo al mismo tiempo dos sonidos que le recordaban, a la vez, dos situaciones diferentes: el blues de Real de Catorce, a la noche en que Jimena desató con total sensualidad los hilos que ataban el vestido negro a su cuerpo; el lento correr del agua, que la lluvia había depositado sobre las tejas de la casa, al nombre que aquella noche habría de repetir, solo, tantas veces en la cama: Jimena, Jimena… Jimena.

>>Era diferente. Ella se dejaba ver desnuda, temida por mis ojos. Pálida, hermosa con ese triangulo suyo que tantas veces pinté. Ella era diferente a la mirada, mucho más certera, un aguijón que se hincaba directo al vientre, que miraba con un sino absolutamente inadvertido.

Mauricio fumaba sentado en el sofá junto a Camila; inhalaba fuerte del cigarro para lentamente después exhalar ruedas pequeñas de humo, con la boca erguida hacia arriba en forma de “O” irremplazable.

>>Jimena jamás quiso a Mauricio, no sé si quiso a alguien. Yo sólo la recuerdo como la novia de Daniel: delgada y atractiva. Javier estuvo acechándola varios años, durante la carrera y otros más cuando ella decidió, por fin, dedicarse a la pintura. En dos ocasiones salió con Mauricio a cenar y después aceptó la invitación de ir al cuarto de él a beber un poco; nunca tuvieron relaciones, incluso estando Jimena ebria y algo excitada. Daniel se enteró de esas citas una tarde en que salimos al cine. Esa tarde me besó en el cuello cuando aún no proyectaban la película. Había una oscuridad como de noche y las demás parejas, que también se besaban, parecían luciérnagas urgidas de árboles donde ocultarse. Él me abrazó cuando la luz de la pantalla nos dejó etéreos y todas las bocas enmudecieron el beso que estaban a punto de darse. Hubo silencio y confusión cuando los personajes de la primera escena aparecieron; la toma era inexacta y, aunque gusto por las cintas en blanco y negro, ésta carecía totalmente de color. Iba a decirle eso a Daniel pero su mano que estaba junto a mi pierna derecha, rodeó mi falda hasta hallar la forma en que pudiera penetrar entre mis muslos con la firme intención de excitarme: pronto sentí sus dedos acariciando mi vulva; la humedad de mi cuerpo encendida el suyo.

Afuera la noche caía sobre los demás tejados y dentro de la casa de Manuel, en los cuerpos cansados, reunidos allí para celebrar cualquier día de santo. Una pareja de invitados, quizás Joaquín y Regina, reclinados en la esquina de la sala se besaban pasivamente, con una timidez de lenguas que casi nadie percibía. Clara y Francisco notaron que los observaba, se estrecharon más y no huí la vista hasta que ellos lo permitieron. Javier estuvo a punto de caer al suelo después de haber dado un largo paseo acariciando bocas. Daniel, sentado en uno de los sillones, parecía no sentir la presencia de Jimena, alargaba los brazos o los encogía, cantaba al ritmo de José Cruz, tarareaba y de nuevo se sumía en sí mismo, dejando que el rito de la fiesta se entumeciera.

>>Estuve tras de Jimena cuando ambos estudiábamos la universidad: ella Artes Plásticas y yo Literatura Griega. Siempre tuve la razón al admitir antes que nadie, que era Daniel a quien quería. Mauricio dudaba porque él también deseaba estar con ella, incluso cuando Camila era su novia. Varias veces vi a Jimena platicar con Daniel en la cafetería del centro, o caminando por el parque tomados de la mano: ella era diferente, ajena a lo que la rodeaba. Cuando la topaba en los pasillos que daban a su salón de clases, disimulaba no verla y aunque la hubiera visto jamás su mirada fue distinta a como creía verme.

>>Alguna vez me dijo Francisco que Daniel no quería a Jimena, sólo estaba utilizándola como modelo para un desnudo que él pintaría.

Todos nos reuníamos los fines de semana en la casa de Manuel: Clara, Francisco, Javier, Joaquín, Regina, Mauricio, Camila, otros más y yo. Esta vez para recordar aquellas fiestas. Algunas ocasiones, cuando el amanecer nos permitía despertar, reíamos de todo lo dicho en la noche pasada: de la desnudez de nuestros cuerpos y el calor insoportable. Sólo Manuel que es arquitecto jamás quiso desvestirse.

>>Antes de conocer a Daniel, la diferencia entre realidad e imaginación era posible de explicar. Para mí lo real surgía en la colectividad; las miradas hacia el objeto que percibíamos, juntos, con sus formas geométricas. En mis clases me habían enseñado el acto de ver el cuerpo como algo habitado por lo real: la pintura. Desde la primera vez que estuve a solas con Daniel, dejé de percibir lo real y lo imaginario, era la vista suya hacia mi cuerpo, el movimiento, con que el pincel decoraba el cuadro sobre el caballete mientras yo permanecía desnuda, equilibrada por el color natural de mi piel.

>>No existe entre nosotros imaginario más perfecto que nuestros cuerpos reunidos, desnudos, aun con la mirada inadvertida que tiene Jimena al verse desnuda ante mí y los demás. Nuestras formas vertidas en la casa de Manuel son estrechamente imaginadas, disueltas sobre un claro espejo que refleja el cuerpo de alguien más: desnudos somos lo que observamos en la mirada de los otros.

He aquí que estamos reunidos, dijo Javier a punto de sueño. Clara y Francisco unidos por la piel dormían como los demás, excepto Jimena que recordó la noche en que dos sonidos diferentes provocaron la caída de su vestido, y, ahora el chasquear del viento entre los árboles la desnudaba aún más y el blues de John Coltrane hacía que su cuerpo le pintara el alma como una hoja de esos árboles al caerse.


Fotografía

El acto de ahogarse





Miladis


Nicandro Juárez

De animal extinto



Existió el tiempo en que ser un animal de caza consolaba al hombre

La piel de la hembra era dulce

Suave

Agua que secaba la sed de la lengua

Por la noche uno salía a tremolar la presa a hacerla tiritar de sueño

Y era que caía fría a las garras a calentar su boca

Daba la cazada escapatoria con mentiras

Daba de comer caricias hasta engullirla

Era uno el animal cazado

Pero existió el tiempo en que el macho condujo el amor como un río

que subía por los huesos de los pies hasta los dientes

era que se ahogaba sabiéndose felino que intentó nadar