domingo

A María Luisa

Vivir la tempestad de los silencios
de tu ausencia inmortal,
palpar tu imagen cóncava, sitiando
mi enardecida espera
con el temblor constante
de no ser y de ser al mismo tiempo.

Elías Nandino

Ayer, como si fuese un día completo decir: ayer, llegó Elena Poniatowska a la ciudad de Comitán. Yo no sabía de su llegada, Ana lucia fue quien me llamó avisándome del evento: Poniatowska estará en el museo Belisario, con una disertación sobre Rosario Castellanos. Estaba a punto de terminar la comida cuando ella marcó; dos minutos después a bañarme, con la querella de ver echada mi suerte al espacio del tiempo, el cual, como si lloviera para sí y después para nosotros, por un momento desilusionó mi amor hacia Elena.

Vestido, sin traje y con la más casual de la formas y modos, presente frente al espejo del viejo ropero, sin saber en la más ridícula de las posturas por qué me asombraba presentir la ausencia de algo, salí a la calle con rumbo al museo. Las calles que transité muchas veces y desde siempre con la misma solemnidad de búho, me dejaron abierta la puerta al reclamo parlante, contándome anécdotas, como ésta, en donde buscar el lugar adecuado, donde el seno es merecido por el llanto, puede ser únicamente en las tertulias de las aceras, en los puestos, las farmacias y en sí en el centro mismo de la soledad que pretender ser habitada. Llegué pues al lugar donde Elena:- aquella que recordaba sensual y nutrida del longevo espanto adolescente, discurría sobre Rosario como la amiga que fue y la confidente de un breve ensayo. Ya no habían asientos y la vista era, por decir un atisbo, nutrida de sonidos espantosos; la voz del hombre y del otro hombre y de la mujer que no sabía a ciencia cierta el número de página en que iba mi amada, o quién sería el presentador del evento, en cuya razón ya había sido presentado por Elena, ruidos y más ruidos, palabras sordas de contenido y miradas absurdas:- la lluvia, momentos después, ardía en la brasa de unos labios que se resistían al ahogo, como si la tierra al abrir su mundo ovárico, dejase que el agua profundizara en la piel de quien escuchaba a Elena, con la misma paz en que nadaba la ola más distante del polvo, unos huesos primitivos de labor al campo.

Elena y yo jamás nos hubiésemos reconocido, o conocido: ella leía con la veloz fuga de sonidos, las palabras escritas fundamentando el por qué de una crónica soledad que le era conferida a Rosario. Por fuera, sintiendo la lluvia, acepté en que Rosario bajo sus versos y en su persona, labraba siempre el coagulo de una nostalgia en tendencias depresivas, su poesía, dirigida al Indio, al amor y al mérito de reconocer el sentir, en mí, tanto como en Elena puso el ritmo de una vieja vitrola, su dolor de arcaica la hace sudaría y eterna. Rosario Castellanos con las intenciones de suicidio y de labor poética, así como de novela, ejemplificando la “novela mexicana”, ocupa en el corazón de mi amada, en el mío y en el de otros tantos, el espacio que se le concede al cuerpo en fino retrato: la vista de la desnudez en la pura imagen del ser. Ella, la Castellanos, sintió y nos hace (hizo) sentir la virtud de la invalida: la soledad.

Cuerdo, aún, minutos después de escuchar a Elena, pensé en sus ojos, suponiendo que el murmullo de unos cuantos que allí se erguían como fe de su creciente entusiasmo literario y, la ineptitud de algún desdichado poseedor de no sé qué, me dejase hacerlo; observé tu talle, Elena, y bajo el dolor de anciana madera recogí trozos de ti silabando nombres que no he conocido, no he visto y que jamás mencionaré, pues es a ti, con la fiel y pálida labranza de mis óseos mares a quien reúno en el conjunto de varios días de espera, de varias noches insondables, muertas e inasiblemente muertas, como si al morirse, Elena, la noche, llegase al estero tu sombra de garza estampada a la falda del agua y de tu boca.

La tarde (¿he hablado de la tarde, o de la lluvia?), yéndose a la noche y tú yéndote con ella; los demás, pedían autógrafos tuyos; reconocí a una mujer de antaño pidiéndote escribieras su nombre sopesando que al escribirlo fuese ya, parte de ambas, mas, en la dicha de ser tú una escritora y la absurda presencia de personas superfluas, hizo de ese hecho, lo más despreciable. Empero, Elena, vi tus ojos y tu piel estrecha de juventud y quise advertir que, en la hora del agua algo se reconocía a sí mismo, algo que yo no conozco, nunca lo he visto y, por añadidura, jamás reconoceré.