no recuerdo el nombre del lugar. había en las calles los años de viejos polvos, centrados en pequeños montículos, donde el pasto les permitía subsistir. las casas estaban dispersas, y en las esquinas el portón de madera anunciaba el encuentro entre visitante y anfitrión. era un pueblo, tal vez, o alguna comunidad cercana, con amplísimos campos verdes que parecían montarse sobre los cerros hasta llegar al pico de los árboles que llamamos pinos. desde donde mi recuerdo me permite, todo era azul y nubes blancas pendiendo del cielo. era un azul casi celestial, que miraba hacia el universo, hacia donde mis ojos no podían imaginar. entonces mi mirada se perdía en los horizontes que se violentaban por los soplidos del viento y el murmullo que bajaba desde lo alto de los abetos. yo no vi gente ahí, sólo ganado, aves de corral, ovejas, incluso no vi perros, aunque sí los escuchaba, a lo lejos, como queriendo salir de alguna parte que estoy seguro no era el infierno. todo lo que veía era tierra canela, casi roja, que se hacia camino al recogerla con las manos, y era caliente, muy calientita, tibia diría, como el cardo frente a la carne. ya no recuerdo a quién llegue a visitar, no era tiempo de visitas pero ahí estuve, y no sé si vi lo que ahora cuento, todo tenía olor a recuerdo, menos yo, que ya vivía recordando otros tantos sentimientos.
lunes
jueves
de pronto se fue el viento
de pronto se fue el viento y amaneció.
la voz del cielo, en la oscuridad de su propia noche,
dio fin al castigo, a la vigilia, al dolor.
era mañana ya cuando se labró el campo
en esas asfaltadas tierras donde nadie
o casi nadie está de pie, sino escarbando
su sombra, con el látigo del perdón.
esa mañana, esta mañana cambió,
fui hombre y niño, a la vez.
en la profundidad del día amanecí,
en el cuarto, la cama, el mueble, el terruño
de mis sueños, amanecí.
ya es hora de darme cuenta de quién soy;
antes muerte, lo sé, pero quizá no sólo muerte,
abandono, polvo o soledad, sino algo más:
es posible que sea un trozo de pan
o de nostalgia, o alguna rama turbia que el rayo no cortó,
o tal vez nada, y sólo un pez,
la mitad del amparo o el germen de la desilusión, no lo sé.
algo ha dicho el viento que no recuerdo,
algo de mi infancia que fue ayer.
algo entonces quedó de mí la noche que me parí,
algo inútil y desgarrado como el ayer, también.
quién soy se pregunta la voz
y yo respondo: no lo sé.
lunes
silencios
hay silencios que se habitan,
nos habitan,
se repliegan,
silencios como la sangre
en su tropel desierto
silencios que acuden a las manos
y como el sol
despiertan las palabras
silencios que destilan el pecho
y sobre la piel
marcas van dejando por su lluvia
silencios como dormir o morir
silencios graves, eternos;
plomo para los huesos,
hoja diluida en el pavimento
silencios que marcan la patria,
silencios para la historia,
para degollar encuentros
silencios como la voz, en silencio,
y silencios para decir silencios
cuando sólo el clamor
labra esteros
domingo
algo visita la noche
algo visita la noche, como espanto
o mirada,
y por fuera yo, en el aire lo comprendo:
está solo,
a mitad de significarse,
a mitad del viento y las estrellas,
algo observa,
como el maullido de los gatos,
la queja del insomnio.
se delata en la voz,
en los ademanes que rondan las tinieblas
algo mira, detenidamente, el secreto,
la plegaria que en el pecho se esconde,
algo nutre la espantosa hierba que cubre
los sinsabores.
yo quisiera verlo.
conducirlo a mi mano y que mi mano responda
a su silencio,
yo quisiera verlo,
con claridad, en mi falta de presencia.
ha de ser imposible mi encuentro
en lo más nutrido de su especie,
en lo más aislado de su boca pétrea,
algo que desconocen mis ojos
aguarda,
y yo quisiera verlo,
tomar de su nocturno aislamiento
la voracidad de su pelambre
o mirada,
y por fuera yo, en el aire lo comprendo:
está solo,
a mitad de significarse,
a mitad del viento y las estrellas,
algo observa,
como el maullido de los gatos,
la queja del insomnio.
se delata en la voz,
en los ademanes que rondan las tinieblas
algo mira, detenidamente, el secreto,
la plegaria que en el pecho se esconde,
algo nutre la espantosa hierba que cubre
los sinsabores.
yo quisiera verlo.
conducirlo a mi mano y que mi mano responda
a su silencio,
yo quisiera verlo,
con claridad, en mi falta de presencia.
ha de ser imposible mi encuentro
en lo más nutrido de su especie,
en lo más aislado de su boca pétrea,
algo que desconocen mis ojos
aguarda,
y yo quisiera verlo,
tomar de su nocturno aislamiento
la voracidad de su pelambre
jueves
si acaso
si acaso, Fabián vestirá como siempre
por la mañana;
por la mañana;
dará algunos sermones al sofá, a los muebles,
y dirá del día alguna monserga
y dirá del día alguna monserga
para levantarse el ánimo.
después tomará restos de vodka,
el desayuno y leerá dos o tres párrafos del libro en turno,
si acaso no imagina algún sueño
y se detiene a ver las esquinas del cielo;
y se detiene a ver las esquinas del cielo;
pronto tendrá que irse,
despedir las horas en el umbral
y recogerse el trapo de huesos
como si importara, en verdad, estar despierto.
y recogerse el trapo de huesos
como si importara, en verdad, estar despierto.
habría que verlo caminar:
siempre un paso a la vez,
la conjugación de perdón y olvido,
la justicia y la venganza a ritmo y plazo;
todo en su andar de destierro.
Fabián es así. tal cual.
a veces cónsul de la tarde,
otras, recaudador de impuestos
otras, recaudador de impuestos
o simplemente un inmueble.
domingo
La cita de Witold Gombrowicz
Helena citó a Witold Gombrowicz:
—¿No veis que vuestra madurez exterior es una ficción y que todo lo que
podéis expresar no corresponde a vuestra realidad?
Entonces Helena tomó
las prendas que se hallaban en el piso y se dirigió al baño. Yo había contemplado
que no leía a Gombrowicz y que por determinación no lo leería jamás.
Desde el baño Helena,
y yo en la recámara, escuchábamos Chopin, en la versión de Vladimir Ashkenazy.
Entendía que
Ashkenazy interpretó no sólo a Chopin, sino a Beethoven, también.
—¿No es un lujo
Vladimir? —Preguntó Helena, a punto de gritar.
No lo es, pensé,
envuelto en el misterio de la música y las varias imágenes que produjeron en mí
la cita de Witold Gombrowicz. En algún tiempo, me dije, esto sería otra cosa:
Helena y su desnudez; la habitación y la desnudez de Helena; la música y Helena
desnuda… y pasar por aquí, como quien pasa sin ver y se lleva dentro el espacio
mudo del cuerpo, la tonada fina de la seducción, el flirteo de los muebles y lo
transparente de la luz bajo las sombras…
Y ahora nada,
proseguí. Sólo el dilatado cuerpo entre las brasas; la loca armonía del luto en
pequeña ceremonia de muerte, pequeña muerte y fuego atizado por el pregonar del
hombre siniestro que se reclama no haber olvidado, no haber dicho palabra
exacta para pronunciar cielo o infierno… y Helena ahí, tal vez bajo lluvia
superficial, acariciada, soñada, penetrada por el alud de espejos que rodeaban
su rostro…
—¿Imaginas…? —Escuché
decir a Helena.
Si imagino, concluí
socarronamente. ¿Qué he de imaginar?, ¿el cuerpo del hombre ante la vigilia?,
¿a Helena y su piel ya no aquí, no en el brazo, en mi boca? ¿Qué debo imaginar?
Hace tanto que no responde el hogar a la caricia tibia o burlona. ¿Qué es
Helena ahora, madre de quien ha muerto, mujer de quien venera temblores, hija
de quien duerme el sueño de los inmortales?
A juicio único y mío,
Helena es recuerdo e ignorancia. Palabra y silencio.
Helena y Ashkenazy en
ritual de noche, en trofeo de quienes cabalgan sobre yegua negra el medio día.
Alguna vez dijo
Helena que moriría, y sería yo quien le llevaría flores; alguna vez le prometí
llevarlas, antes del glacial suspiro.
Helena cortó las
astas; yo preferí el ruedo.
¿En qué rincón se
esconde el hombre que fui para Helena, y quién es el hombre que mira desde la
honda ventana al que usted lee?
miércoles
Como si nadara
Conoces el mar —le pregunté—; y él dijo:
no, no conozco el mar.
Yo dije: es enorme, y
comencé a relatarle la historia de Mario, mientras su mejilla reposaba sobre
mis senos.
—Papá
y mamá no se querían…
—Eso
lo has dicho…
— Mamá
y papá no se querían,
— …
— y
en un arranque de desesperado orgullo decidieron viajar a la casa en la playa…
— ¿Dónde
quedas tú?, has dicho…
— He
dicho decidieron.
Mamá
llevaba puesto un sombrero horrible, ridículo, de paja (creo), y papá las gafas
de siempre; además de la típica vestimenta playera. Yo, como no decidía nada —aún—
me puse el traje de natación de la preparatoria, y en la maleta algunos
bikinis.
Literal,
viajamos dentro y fuera del coche. Mamá decía: “debemos hacer esto con más
frecuencia”, y papá respondía: “claro, debemos salir en familia. Disfrutar”. Y
yo en el asiento de atrás —pensando— debemos,
debemos, debemos: lo único que deberían hacer es pensionarme de por vida y
alejarse de inmediato el uno del otro. “Claro”, afirmaba, al ver los ojos
de mis padres a través del retrovisor.
Mamá
le pedía a papá detenerse. Yo —desde mi lugar— refunfuñaba de manera discreta.
Media hora después, mamá disculpándose: “lo siento, mi vejiga, ustedes saben”.
Papá prendía el coche y de nuevo a la carretera.
— ¿Tú
qué hacías cuando Gloria pedía estacionar el auto?, ¿cuántas veces dices que
frenaron?
— No
te lo he dicho.
— ¿Cuántas?
— No
lo sé. Sólo recuerdo haber visto a papá tragarse kilos y kilos de mentadas de
madre. Yo me dedicaba a escuchar música o leer a Walter Mosley.
Llegamos —al fin— al anochecer. La playa estaba
encendida por las fogatas, y los sonidos, en la oscuridad, parecían brotar de lo más profundo, como si
entre corrientes el mar olvidara, tal vez.
Mamá y papá se dispusieron a sacudir los muebles
y la cocina. Yo subí a mi recámara para dormir y despertar por la mañana.
Al bajar las escaleras el desayuno olía
familiar, incluso, un tercero merendaba en casa.
— Era
Mario, ¿no?
— Primero
saludé a mis padres y en seguida al desconocido. Mamá dijo: “el es Mario, amigo
nuestro, de la universidad”. Entonces pensé: de cincuenta años y de nombre Mario, puff. Papá se limitó a asentir
y bebió el resto de café…
— ¿Café?
— …
el resto de café servido en su taza. Mario dijo: “hola nena. Gloria y Andrés me
han hablado mucho te ti, ¿es cierto que eres una gran nadadora?”. Pensé: Mario, cincuenta años, estúpido, doble puff.
“Ellos exageran”, respondí. La mañana pasó sin problemas, mis padres y Mario se
acomodaron en el zaguán y se dispusieron a beber. Yo preferí dar una vuelta por
la playa dejando a los mayores
recordar sus tropiezos de comunistas ofendidos.
Recorrí la orilla del mar hasta llegar a las rocas,
donde unos bañistas se sorprendían por las olas. Allí me senté en una de las
piedras, esperé a que alguno de los hombres me viera, para —al final— darme
cuenta de que no les importaba.
Eso fue suficiente y decidí…
— ¿Esa
fue tu primera decisión?
— Sí,
decidí recogerme el cabello, levantar el busto y ajustarme el bikini a la
cintura; después me lancé y nadé un poco, sin arriesgarme a lo profundo.
Más tarde, recostada en la arena, me sentí estúpida
y lloré. No entendí, sino al regresar a casa, por qué había decidido gustarle a
cualquier hombre.
En el zaguán mamá y papá discutían, y Mario
intentaba calmarlos. Papá decía: “puta, eres una puta”; y mamá respondía: “qué
te crees, pendejo”; y Mario: “cálmense, por favor”. Yo no comprendía por qué
papá llamaba puta a mamá, aun ahora no lo comprendo… ahora que tú estás sobre
mis senos.
—
¿Fue Mario?
— Ambos
se habían hecho daño: el germen de la verdad terminó por arrebatarles el poco
respeto que se tenían, y todo lo real resultó cinismo.
Mamá lloraba y papá intentaba golpearla, Mario se
entrometía y terminaba por recibir el golpe. Después papá se disculpaba, y en
un instante volvía contra mi madre. Dos o tres veces logró su cometido y el
puño de mi padre tocó el rostro de Gloria. “Basta, basta”, decía mamá, y papá
insistía en mentarle la madre…
Mario, al verme parada frente a ellos, tomó con
fuerza a mi padre, haciéndolo caer de espaldas. En ese momento mamá se recluyó
en una de las esquinas del sofá que habían colocado en el zaguán para sentarse
y beber. Papá desde el suelo dijo: “¿Estás pendejo o qué?”, y Mario respondió:
“cálmate Andrés, ella está aquí, los está mirando”. Papá sólo enmudeció, como
otras veces enmudecía.
Yo quise correr y Mario me detuvo, él dijo: “quédate
con Gloria, iré a ver a
tu padre”, cuando éste se condujo a su habitación envuelto en miseria y
reclamos.
Mamá, desde el sofá, lloraba. Me dirigí hacia ella
con ternura caníbal y Gloria sólo pronunció mi nombre para dejarme sola.
De pronto apareció Mario en el umbral de la puerta:
“no quiere hablar con nadie”, dijo.
— ¿Fue Mario, cierto?
— Le
pedí quedarse a mi lado…
— ¿El
primero?
— Hablamos
toda la noche, hasta el amanecer. Papá y mamá habían llamado a Mario, ese era
el acuerdo: Mario el protector.
Después, por
la mañana, algo del sino del día anterior se encontraba entre mis piernas y mis
nalgas. Mario fue dulce y yo lo dejé ser, como si nadara.
— …
Madrugada del 31 de Octubre/ 2015
Fabián García Gómez
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