jueves

Eva es Cerveza

No era una mujer linda, ni siquiera simpática,
pero había en sus ojos una suerte de faro distante y angustiado.
Xavier Velasco

He sido por varios años un avaro que no sabe pronuncia ésta palabra sin ponerle acento, además, creé, por medio de labia una cantidad enorme de frases que hicieron parecer a quien me pedía un favor, que lo que le decía le beneficiaría más de lo que el tipo(a) solicitaba. No le temo ha ser proletario que trabaje doce horas al día con un sueldo mísero que no sirve, o mejor aún, que no puede utilizarse en las labores donde me desempeño: son vicios comunes y corrientes, eso sí, con beneficios inmensos; eso, si se considera el porcentaje de hombres que se compran un casimir inglés, un par de zapatos carísimo y una corbata que combine con la camisa y a su vez con dichos objetos que nos protegen del suelo y que al final del gasto horroroso no haya servido para nada, ni para ligarse a una meserilla de los bares en donde la prole más baja asiste con frecuencia.

Así que, por naturaleza ávarica, compro cosas, más bien, ropa de segunda mano (y me he puesto a pensar en la segunda mano cada vez que me registro en algún motel, que con engaños parece de Firts class) con la cual me visto y me veo, sino estupendo, lo aparento de forma espectacular, aunque realmente sea un inconforme.

Total, aquella ocasión decidido ha valorar el uso de la servidumbre y lo costoso que es aguantar a un ebrio, que de paso romántiquea con una canción ranchera que suena en la rocola, visité un lugar de ésos donde los obreros van: se llamaba Tino Rey. Por obviedad se sabe que acudí vestido modestamente y conduje el Bocho Rojito llamado Trineo, para no llamar la atención, pero creo que me equivoqué llevando el Rolex que me regaló Susana (no hay por qué hablar de ella); esto lo digo porque varias veces la mesera preguntó por la hora y la plebe de borrachos veía ondularse su minifalda al caminar y sus nalgas y mi Rolex. A decir verdad dudo que se hayan enterado del reloj y yo menos de la hora, pero como buen caballero que soy, le inventaba horas inexactas, claro, es maña. La situación estaba así, o era más inteligente que toda esa bola de nopales, o me bajaban a la nena, pues no, ¿verdad? Y por algún gesto suyo, digo, de Paty, porque así se llama, supuse que era yo el indicado para sacarla de ese antro apestoso y espantoso.

Dos o varias veces la llamé para servirme, sí, sí, todos estábamos embobados, yo más cuando ella tomaba el vaso vacío y volvía a llenarlo de cerveza, se inclinaba lo suficiente para verle el contorno de sus senos, su piel mínibronceada, su cuello delgadito con bellos vellos mecos pequeños, o sea, curvos, sus hombros cortos, firmes, el declive de sus costillas hasta llegarle ha su vientre, asimismo dejarse ver el ombligo redondo que pendía de su abdomen robusto múltiples veces besado a pura mirada mía, y ésta (mi mirada) se dirigía más hacia su cadera danzarina que bailaba mientras servía y tarareaba la canción que sonaba en la rocola; pero menos inconfundibles son sus ojos que me vieron en el preciso instante en que pensaba conquistarla, esos ojos claros, melosos, divinos, que me sonrieron aplaudiéndome en el alma y que también la suya se enorgullecía habiéndose estacionado no sé por cuántos años en aquel lugar. La dueña de tal encanto habló para decirme si estaba bien con lo servido en el vaso, dije que sí con un acento pletórico de baba observando el ademán de su mano izquierda y la caricia dulce y ocurrente que le hizo al cuello de la botella con la otra mano, sí que me enchinó el sexo, supe que eso era amor a primera vista, fast love. Luego un tipejo le gritó y el cantinero le dijo a ella que me dejara de coquetear. Al ver al tipo gordo y de barba me quitó el encanto y el ensueño de la mujer.

Bebí, bebí y bebí por varias horas más, que me resultaban cosa de sacramento y a ella algo de nada. Mala suerte la mía de conocer a la mujer de mis sueños en una cantina, me dije, creyendo que en realidad estaba cuerdo, sin embargo, de beber tanto todos ustedes pensaran que era una p…, pero no, lo juro, sólo es difícil de nombrar su oficio. Bueno pues. Continué bebiendo hasta salir con mis típicas pendejadas: que si son una mierda todos, que si que poca madre del país, pero sin insultos al gobierno, ya que no me ofende que una bola de pendejos trabajen más que yo (¿?) Que si el encule, que si las fiestas, que si las mujeres… total, un asco, que para final de telenovela estrellita tuvo que salir a la defensa el amor de mi vida, interponiéndose entre un pelafustán y yo, por supuesto que soy valiente, en fin… no hubo necesidad de demostrarlo. De ratos me ponía a pensar en ella y luego luego le veía las nalgas, empero, la borrachera fue una hija de la chingada que para nada me dejaba verle bien los muslos y su lunarcito oscuro que se le perfilaba cuando le servía a la mesa de enfrente arqueando las piernas. En ese momento, no sé en cuál, pero en ese momento, me paré, tomé lo último de mi cerveza dejando el Rolex en la mesa y salí a la calle, ya no podía más, estaba enamorado. Al salir yo, la meserilla recogió el reloj, me vio por última vez, sonrió, me envió miles de besos, me dijo que cuidara a no sé quién, y arranqué el bocho. Lejos me revisé la camisa y ninguno de los besos enviados por ella se quedó en la camisa grabado como estampa de corazón. Después de conducir por algún tiempo, perdiéndome en calles y del sentido, regresé a la cantina, entré agitado y gritando, ella salió corriendo de la cocina y se estrechó entre mi tórax y mi boca, nos besamos, la acaricié, le dije cositas al oído y al tomarle sus nalgas con mis manos la gente aplaudió, ellos decían que uno tiene que cuidar lo suyo. La volví a besar y como buen padrote le dije: vámonos, putita mía.