lunes

VIII

Los nervios se me adhieren
al barro,

Oliverio Girondo

Y aquí descubro todo:
en la voz ungida al polvo.
En la hora y el título de mar
que estos días tienen, como si destilaran
fechas con los dientes de una sierra.
En la vereda del portón y la isla
crepuscular del picaporte, cada cual
consciente de no ser nada.
En la inocencia de la rama
y la premura del viento que de noche
descubre el labio de la hoja.
En la imagen transparente de las cartas y
su luz finísima de sombra que asecha.
En la vieja herencia de ser solemne
como el muro desdentado de la carne,
en ella más que en la tierra y la lengua.
Mas aquí qué ha de quedar
sino el grito. El grito y nada más.

VII

A, D.T por la canción.

Después –ya por la tarde– los que guían
van horadando el tiempo,
recogen la escafandra del sitio
y piel en mano juntan polvo y mármol.

Así es que nada queda;
la voz incendiada de la edad,
la sombra del gusano que persigue,
las mil veces traicionada herida
y el caparazón del ojo, son los únicos
sobre el camino.

Así se va el rastro, en el pulso
de la aguja que cose el cuerpo;
en los pasos que han sido andados,
en la boca que prorrumpió en el agua
cuando todo era siniestro mar ajeno,
en la nuca del mugido
que otros vistieron cuando el suelo
lloró carne magra: así se fue yendo.

Ahora, en el retrato de las calles
van siguiendo el pueblo en un sólo hombre;
así, viendo la soledad de los pájaros
que, inmarcesibles, decidieron andar
al lado de los huesos la desventura
de caer en nada.