viernes

Porque conversando me odio más

Ayer tuve una plática, de ésta surgió la siguiente pregunta: ¿por qué tengo que responder a las preguntas? ¿Por qué tener la necesidad de responder a las preguntas? La plática fue más o menos así: Hablamos de algunos autores que nos atraen; si alguno de los dos individuos decía u opinaba algo acerca del autor “x” tenía que fundamentar lo dicho. Creo que yo únicamente dije o proferí una vez la pregunta, ¿por qué? Me pareció prudente hacerla porque no entendí un carajo de lo que me estaban comunicando. Después, la respuesta fue o la supuesta respuesta fue, ejemplos y ejemplos y ejemplos y ejemplos, y, jamás pude ubicar la respuesta. Por un momento pensé en la osadía de volver a preguntar, sin embargo, reprimí toda acción de duda por lo que ustedes ya pueden imaginar. Entonces me tocó hablar. Hablé del hombre civilizado. Cuando supuse que se entendía el término se deja venir la horrible cuestión, ¿por qué?, más bien; fundamenta por qué dices esto del hombre civilizado. Lo simpático del asunto es la sensación de risa que me vino a la mente. Quise reír y no lo hice. Hable poco para “fundamentar” mi “hombre civilizado”. A cada palabra mía era una cuestión más. Me aburrí terriblemente; preocupante debido a la buena compañía: una cerveza y los cigarros. Hablamos más, es decir, ejemplos más y mientras sucedía la tarde sobre las tejas de aquel lugar, sentí la necesidad de abrir las puertas y salir a caminar. Inmediatamente después de esta sensación me pregunté, ¿por qué tenía que responder a las preguntas? Me decía, con toda la humildad posible, si hablamos de aquél quiere decir que nos entendemos. Yo digo Milan Kundera, y, si me dijeran: claro, Milan Kundera: La insoportable levedad del ser, comprendería que estamos en la misma sintonía. Entonces por qué la necesidad de especificar, digamos; si dijera —una vez más—, Milan cree en la casualidad; ¿tendría que fundamentar lo dicho? Supongo que existe la gran contradicción y sí tendría que. Ustedes ya sabrán para donde va mi conversación, ¿cierto? Recuerdo una ocasión en que, conversando con dos amigos y un tercero —quien no recuerdo casi nada de él, excepto que estaba con nosotros tres—: hablábamos de libros, licores y revistas; una que otra vez de problemas personales. El tercero en diálogo decía, oh sí Kant, oh sí Cioran, etcéra. Yo no sé si comprendía realmente lo que se planteaba, al parecer sus aseveraciones no hacían pensar que sí, todo un intelectual; nosotros intelectuales y poco más que pendejos, de cualquier modo creo que El tercero se salva de este pendejismo. Ahora que lo veo de este modo, él era el único sensato. Pues hablamos y las preguntas en aquella charla eran tales como, ¿por qué decir de la Filosofía contemporánea y hacerla ver como parásita? Pensamos poco más de tres vasos de cerveza hasta la respuesta más lógica dada por El tercero: ¡ya no se piensa, creo yo! Injuriamos su respuesta por dos tragos más, al final la aceptamos. Me parece curioso que ninguno de nosotros exceptuando al “respondón”, dijera lo que se dijo. Quizás estábamos en la búsqueda de la respuesta mejor explicada, la más certera, la contundente, la que implica una duda más, etcétera. Desde ese día dejé de responder a lo que me preguntaban.

Considero aquí dos asuntos muy particulares. El primero: muy a mi interés converso con personas que me agradan, por demás está decir que las considero amistades o personas interesantes que, con posibilidad, podrían llegar a ser, si ellos lo permiten, mis amigos. La amistad —hasta donde la considero— es inmensamente prodigiosa e igualmente difícil de llegar a ese estado mutuo de aceptación, tolerancia y comprensión del uno para el otro. El segundo: hablo y callo. Cuando converso me explayo dos o tres líneas. Esto sucede con aquellas personas que no me provocan ni el mínimo para entablar una conversación. Y suele suceder que estas últimas personas son las que más cuestionan mis opiniones. Podrán desde aquí entender bien mi preocupación hacia las preguntas y lo mucho que las detesto. Decía pues que me expreso tres líneas a lo máximo y callo. Me suceden muchos pensamientos a la vez, en realidad, uno dentro de todos aquellos “malos pensamientos”, y le pongo atención a lo que pienso. Repito la cuestión para mí y comienzo a odiarme con un odio tan mutuo como si fuera el peor de mis enemigos.