sábado

De los viejos blueses

Uno no puede olvidar así como así aquellos blueses que se escuchaban desde Morro, en los bares que por particular sentido y gracia, se hallaban en las esquinas. De cuando se subía al Metro o al Camión y se usaba los muy sencillos y útiles Walkman, mientras se oía el blues el Camión, Metro o lo que fuera en que se andaba, pasaba las esquinas y se veía por la ventana las mujeres dilatándose el peinado, apalabrando el labio inferior con el superior y la rola se escuchaba lenta, profunda, casi metafóricamente. De cuando alguien nos decía no puedes olvidar esos blueses escuchados cuando se anda por calles solas, por el barrio, observando el techado viejo, los murales agridulces y siempre culturales del Banda que nos quiso compartir su arte; la colonia, la coloñia y el empedrado y sus ofrendas delegadas a saber de qué olvido u olvidado. Las fachadas enmohecidas, todas corridas, así, como negligé a media pantorrilla. Uno no puede olvidar esos blueses con la Morra cubierta de besos y sueños; le dice, te quiero nena, te quiero; la mano en tanto baja hasta la cadera y el latido se apresura y aquel que decía te quiero ahora, o en ese entonces, ya la deseaba, acá, con su tanguita rosa y su top de color negro, con el piercing en el ombligo, así a pura natal primavera. Yo recuerdo uno de esos blueses, allá por los años cultos de la chaqueta y la caries del corazón. Ella subió las gradas del cantón envuelta en perfumes de sándalo y canela; cabello recogido, aquellos tops de lujo que le hinchaba tantito los pezones y su arrítmico caminar, uno, dos, dos uno, con la cadera siempre dispuesta a divulgar heraldos cuasiextraños de quien la tomó por la cintura mientras viajaba en el Bus. Abrí la puerta y apenas cruzó el umbral, la madera crujió con todo y el tono de los perfumes que enseguida envolvieron el corredor por donde caminó, el umbral y la cama. Se fue directa a las sábanas desvistiéndose para que la mirara, coloqué el bluesesito; de los viejos, de las cintas que el Chema me roló. Daba vueltas y vueltas, con las sábanas corriéndose de su piel, eructando la impenetrable franqueza de su piel acanelada; baila y baila, luego su desnudez, la falsedad de las paredes cubriendo su encanto de féminas sombras y el por supuesto inescrutable ballet del closet para los adagios de cuando ella necesitaba vestirse de Gata. Me acerqué, no mucho, poco cicatrizado por los nervios. Toqué su piel, su curva ininterrumpible de cadera y las suaves y dulces, también acaneladas nalguitas suyas. Ella me pidió que la tocara más abajo –yo escuchando el blues y atendiéndola–: llegué a los muslos y poco a poco al coñito agridulce de sus diez y seis años de edad. Su edad, por cierto, era innecesaria si al caso se quería sospechar cuántas veces se había acostado con alguien; todo su cuerpo despertaba besos al ser besado una vez más. Sus vellitos, el camuflaje de su garganta y la diadema que se le formaba en los hombros eran justos, de hecho implicaba querer amansar la índole de venirse en seco. Me fui a la cama, más bien, me llevó a la cama, con toda esa parsimonia de quien a esa edad sabe que el disturbio sólo se halla en la naturaleza del celo del macho. Me recosté y nada más sentí el calor chiquito de su vagina y toda la corriente de labios semiabiertos, el flote de olor a sándalo y canela penetraron a son de blues los poros de la habitación. Así, rico, me la cogí. El blues sonó horas y horas, con el coñito desnudo, casi sin vellos de Sofía y una semiverguita palpando el escroto en tanto que la cinta titubeaba en cambiar del lado A al B, simplificando cada vez más las cosas que nos rodeaban. Los blueses del cuarto y el misterio de las cosas.

Leí en.

Uno se hace a la idea de pertenecer a “algo” que, por antonomasia, también nos pertenece. Pero realmente es innecesario creerlo. No pertenecemos ni, mucho menos, nos pertenece. Este estado de pertenencia (valga la reiteración) sólo se adquiere por adhesiones sexuales, y con adhesión, no quiero decir que se “pega”, sino que, por motivos creados, ahora sí, necesarios para el hombre y la mujer, nos son regidores de cada uno de los estímulos por los cuales obramos de tal manera; es decir, sentimos esos estados de pertenencia. Hace un rato leía una reseña que Erotómana escribió en su página y respecta a la evolución del hombre y la mujer. En sí, dice ella;

"Explica por qué nos quedamos sin pelo, por qué los pechos de las mujeres han crecido tanto, por qué las mucosas de nuestros labios se han dado vuelta y la respuesta es que todas estas mutaciones se produjeron por y para el sexo".
Más abajo reitera:

"Morris, zoólogo, asegura que nos fuimos haciendo lascivos por necesidad de adaptación: cuando el mono se hizo cazador se vio en la necesidad de actuar en grupo, debía cooperar y desterrar la rivalidad que suponía la existencia un macho dominante, jodedor de todas las hembras. Para favorecer esta cooperación de machos, nada más efectivo que el que cada uno dispusiese de su hembra: un modo de evitar líos. Para que esta relación se mantuviese más allá de la época de celo y cría comenzaron a copular cara a cara y con ello apareció el enamoramiento, y el gran lazo afectivo que nos une a nuestra pareja".

Si esto es cierto, creo que me he salvado, ¿ustedes, no? La regla que sistematiza al humano–humana –si la existe– es aquella que fue directamente implantada por “nosotros mismos”, y vuelvo al tema arriba comentado, la pertenencia. Díganme quien de ustedes después de haberse cogido, rapidín –hecho el amor– no siente que esa mujer ya es parte natural, y quiero decir está hecha para nosotros exclusivamente, es más sencillo y más complicado que esto. Sencillamente por haberse acostado con uno ya tiene la sensación de que puede poseerla cuando uno guste, por supuesto existen excepciones. Y esto va más allá. Llámese “Machismo” o patriarcado, que para el caso es lo mismo, el hombre ha conjugado el sexo a la sumisión de la mujer, y se ve envuelto en un dilema, pues realmente quien envuelve es “Ella”. Kristeva nos habla del “Kora o Chora”, y no es más que la vagina. Pues bien, nosotros “salimos” de ese “lugar” oscuro y penetramos dicho lugar. El sexo es pues, no la eyaculación o el hacer el amor o el rapidín, es, simplemente, volver. Y por supuesto habrá quien debata lo que digo, y es justo que así sea. Cuando se habla del Kora, se habla del comienzo, en sí, de nuestra labor de creados, desde allí “nosotros” empezamos y comprendemos el mundo, o “nuestro” mundo. Cuando se nos es arrojado –en este caso diría Sartre, a la nada– no sólo nos arrojan, sino que nos despojan de todo “contenido” –y esta idea de contenido viene de la existencia prenatal– y es pues que nos volvemos seres inservibles, excepto para cagar, hacer orín, vomitar, etcétera, y, desde luego, para coger… etc. Sin el sexo el hombre se consumaría en una civilización totalmente patriarcal (o debería decir “Mampal”) y eso, ustedes saben bien que no es sano. La mujer viene a tomar el poder, dicho por Kile Millet, con todo el orden del mundo, es decir, en su estado catastrófico.