miércoles

El Opus surrealista de Prokofiev

Hoy hace tres años este blog: amo de caza. Tenía preparado escribir algo más sensato que: HOY HACE TRES AÑOS ESTE BLOG, pero no. Ya no se me ocurre nada, por tal motivo sólo agradezco a los lectores, a los no muchos pero bienintencionados lectores del blog. Les dejo un abrazo enorme, con mucho afecto y mis mejores deseos para su bien. En ahora buena queridos amigos, desconocidos y de tales gremios.


Para Azul.
Ya tendrás tiempo de morir en vano, queridísima Azul. Hoy recordamos, donde quiera que estés, aquel viaje juntos. Descansa, por favor.




Roberto me envió, de manera oficial, la invitación para acudir al décimo aniversario del periódico, en el cual laboramos desde hace años. Durante el festejo se otorgarían “premios” a los autores de tres de los reportajes más “aventurados”; Roberto y yo participamos en uno de ellos.


Le pedí a Azul que me acompañara, ella condujo hasta Mazatán mientras yo le confesaba que la quería y que nuestra relación había terminado a causa de “malos entendidos”. Pero Azul era otra; el tiempo que estuve fuera de la ciudad para realizar el reportaje en compañía de Roberto, fue suficiente y cambió. Ahora ya no es la mujer dócil o maleable de antes, sino todo lo contrario.
— ¡No seas tonto, Manuel, y mejor háblame del reportaje que realizaron tú y Roberto!


Esas fueron sus palabras para dar quiebre a la plática que había preparado dos días atrás, cuando la invité a Mazatán. Al saber realmente el motivo de la invitación, frunció el entrecejo como aquellas veces que me negué a ir al pueblo donde vivían sus padres. Recuerdo que Azul deseaba, ansiosamente, que conociera a Joaquín y Alba, porque de ese modo nuestro noviazgo se “formalizaría”. Siempre antepuse mi trabajo. Azul criticaba los horarios y días de asueto del periódico; intentó en muchas ocasiones convérseme de viajar a Zapaluta a través de manipulaciones. Expuso, tal cual, el hecho de que sino me decidía a ponerle fecha al viaje, se iría del departamento.


— Está bien. Iremos un día de estos.


Sólo así, al decirle, “iremos un día de estos”, lograba apaciguar su coraje, y entonces Azul preparaba algo para cenar o simplemente dejábamos que el tiempo pasara mientras veíamos la repetición de los noticieros sentados en el sofá. Aquel año reanudé mi adicción al cigarro; yo fumaba y Azul se recostaba sobre mis piernas colocando su cabeza en una de ellas. Su posición “favortia” y la cual le ayudaba a soportar el sueño, era encogiéndose hasta llegar a la postura de un feto, sólo que con veintisiete años de estar en la placenta. Era, también, la imagen del feto pasada en décadas, una de las manifestaciones de descontrol por parte de Azul. Sólo soportando el peso de su cabeza y quizás de sus pensamientos sobre mi pierna, entendía, sin que me dijera una palabra, que me necesitaba y que por supuesto había un reclamo entre paréntesis.


Cuando la conocí intentaba averiguar qué le sucedía, cuestionaba el por qué de su silencio e incluso llegué a mimarla de forma tan ridícula, que el resultado fue el empeoramiento de las “cosas”. Yo no sabía que lo único que ella necesitaba era estar sola para entenderse a sí misma, de modo que la expresión de necesidad se convertía en una discusión donde el príncipe dejaba de serlo y sufría algo parecido a una zoomorfosis; una especie de ogro con cara de perro, panza de sapo, culo de marrano y pies y manos de lagartija, para el caso fueron patas. Así que con el paso de esas experiencias llegué a la conclusión solícita de sólo, como acto solemne, colocar cualquiera de mis brazos sobre su cuerpo y acariciarle con la mano su vientre o el declive de su cadera. Azul decía sentirse “chiquita” cuando la tocaba de esa manera.


Aún no entiendo por qué me excusaba a viajar, pretextando la llamada de Roberto. Decía que en cualquier momento él llamaría e iríamos a la frontera a realizar el reportaje de los migrantes. Yo sabía perfectamente que dicho reportaje no existía y que era poco verosímil en las intenciones de Roberto y las mías, confieso que la idea surgió una noche que Azul discutía conmigo por el mentado viaje. Le pedí, incluso, a mi compañero que me apoyara con la mentira, si acaso por casualidad Azul llegara a preguntárselo directamente. Azul permanecía enojada el resto de la noche, entonces le proponía una fecha irregular como puede ser un día de estos. Sin embargo, la discusión se encarecía cuando ella me solicitaba el día exacto. Fue así que algo tan sencillo como ir y presentarme ante sus padres, poco a poco tomaba rumbos inquisitorios y ya el viaje se derogaba y el asunto a discutir era la soledad en la que vivía a lado mío. Mencionaba una fecha que fuera inaccesible para ella, tal como los días que debía presentarse a laborar en la universidad o el mes que fijó para cursar el seminario de música en Puebla. Azul intentaba darme de puñetazos en el pecho, y al ver su intento fallido optaba por llorar. Así se dirigía a la recamara soltando maldiciones por doquier.


— ¡Eres un imbécil, Manuel!


Estoy seguro de que ella comprendía todo, yo no quería “formalizar nada”.


Preferí callar ante la negativa por parte suya.


Comencé balbuceando generalidades acerca del viaje a la frontera. Mencioné algunas ciudades que Roberto y yo visitamos para hacer más “elocuente” el reportaje, precaviendo alterar la realidad de modo que Azul no se diera cuenta de que al principio el trabajo que realizaría era una completa farsa. No me explicaba cómo es que Roberto decidió apoyarme en la mentira a tal punto que una madrugada telefoneó al departamento y así, sin más, dijo estar dispuesto a realizar el viaje para escribir el reportaje de los migrantes mexicanos: título que se le puso a la investigación. Al escuchar decir: “prepárate, en dos días nos vamos a la frontera”. Me pareció un disparate, sólo cuando estuve ya en el periódico noté que no era un disparate y que Roberto, por influencias, consiguió los viáticos necesarios para una estadía, por lo menos, de unos doce meses, viajando por los estados de la frontera y algunos de Estados Unidos. En un santiamén hice mis maletas y dejé una nota de despedida para Azul: “regreso en un par de meses”. Por supuesto yo no sabía que al regresar a la capital el departamento estaría desocupado y que debajo de aquella nota que no dejaba en claro absolutamente nada, encontraría dos palabras que más parecían un eufemismo: “no volveré”.


Azul y yo ya habíamos viajado a Mazatán otras veces, “cuando éramos novios”. La primera vez que me acompañó a uno de los tantos aniversarios del periódico, dijo haberle gustado el pueblo, la segunda vez le pareció aburrido, y esta última no sabía por qué exactamente aceptó la invitación.


Mazatán es un pueblo callado y su silencio parece llegar de los árboles. Al dar las seis de la tarde las campanas de la iglesia repican seis veces y la gente acumulada en el parque roe los últimos claros de luz que atraviesan entre las ramas de los abetos. Las conversaciones quedan pendientes y sólo los enamorados conjuran el parque buscando las bancas más alejadas del centro, y la oscuridad que empieza a caerles, los instala en una tenue declaración de afecto. El ocaso les permite darse besos y jugar a hacerse cosquillas con caricias relativas entre la inocencia y el morbo. Los días de lluvia en Mazatán son días secos, de hastío. Por las calles circulan corrientes de agua que desgastan las lajas del pavimento: se ve como el lugar más viejo y reumático. Sólo aquellos desesperados por el abandono del consuelo se rehúsan a permanecer en casa y vuelven al parque y se sientan en la banca húmeda donde ocurrió la cita del día anterior, y especulan el drama del cortejo si su “queridísima” estuviera allí, bajo la inclemencia. Estos personajes que no sólo existen en este pueblo pertenecen al ocio y son de los más conscientes en cuanto al tiempo. No soportan sentir las horas no pasar, porque el mutismo del reloj les causa graves infecciones a sus anémicas vidas de manecillas, como si estar conscientes los hiciera vivir dentro y fuera del tiempo, siendo los únicos miserables en los días de lluvia.


Quise reanudar la conversación sobre nosotros, Azul y yo, pero fue en vano. Azul frenó bruscamente y aparcó el coche a un lado de la cuneta de la carretera. Estuvo en silencio un momento, con el motor en marcha. Transcurrido el lapso sin decir nada, hizo un cambio de velocidad y continuó el recorrido. Los árboles de aquellas fechas lucían opacos y muy pocas veces pudimos ver cruzar los carriles de la autopista alguno que otro animal desaforado por el sol incesante. Yo aproveché esos segundos para observarla, después del tiempo de no verla me parecía divina portando ese vestido oscuro de escote pronunciado en la espalda. Para mí Azul siempre ha estado desnuda ante los ojos de cualquier hombre. Pensé en decirle esa “aseveración” que maquinaba lujuriosamente mientras extraía un cigarro más de la cajetilla. Pero no. Su silencio una vez más decía sin decir un nuevo eufemismo. Encendí el cigarrillo y me dispuse a fumar. Azul colocó en el estéreo el disco que le regaló un “amigo” del conservatorio de música. A ella le encantó el obsequio porque “simulaba las influencias surrealistas en la sinfonía de Prokofiev”, además de recalcar que era el disco inédito y que dado el caso lo estimaba aún más. A mí me pareció aburrido e intangible como “surrealista”: demasiado pretencioso el concepto en el cual lo tenía. Sin embargo es absurdo hablar de música con Azul. Permanecimos en silencio hasta dar por terminado el Opus de Prokofiev. Azul se percató de lo aburrido que estaba escuchando su música y optó por conversar dejando de fondo el sonido de unos violines que asemejaban nuestro silencio anterior. Me dijo que Roberto le había dicho la razón del reportaje, yo asentí porque no tenía sentido intentar convencerla de una verdad que no existía, aunque sentí rencor hacia Roberto. Me dijo también que ahora vivía en un departamento rentado por ella y una amiga suya. De pronto se asentó en la charla sobre música y yo preferí callar sin escucharla, hasta el punto en que confesó haber “viajado” con Roberto a Puebla el mes de junio de hace tres años. Por alguna razón que aún en este momento no comprendo, después de aquella confesión, simplemente extraje un cigarro más de la caja, como si el cigarro encarnizara mi desprecio hacia ellos, al no alterarme. O sólo como el estúpido vicio que me caracteriza desde que vivíamos juntos. No decía nada —el cigarro. Yo no lo confesé, sin embargo, en el viaje a la frontera le fui infiel un par de veces. Conocí a una mujer morena y me acosté con ella.


Cuando Azul habló sobre Roberto alejó su mano derecha del volante para tomar una de las mías en señal de… ¿justificación, consuelo?, nunca lo supe, era más un silogismo esa señal.


Al llegar a Mazatán el pueblo tenía un olor a húmedo y no era precisamente los meses de lluvia. Ya estaba por anochecer y sólo unos vagos recorrían las aceras del parque. Los barrenderos actuaban su labor sostenidos de unas escobas rubias y desdentadas. Uno de los semáforos nos hizo detener el coche y así fue como escuché que Don Eusebio ser iría al norte, “a probar suerte”. Azul escuchó lo mismo y por fin se decidió a preguntar el motivo del reportaje, aunque la mayor parte de la respuesta la sabía por los fines lucrativos de Roberto, dijo interesarle aún más mi respuesta. Yo parafraseé la última parte de lo que había escrito para el periódico y dije, sin que fueran mías aquellas palabras, que lo realizado era causa de las incertidumbre. Vivir así ridiculizaba cualquier virtud del hombre, pues no se hacía cargo de un bien o un mal y que el sino desnudaba el aspecto miserable…


Estuve a punto de terminar el parafraseo cuando llegó Roberto y lo vimos parado frente al coche, y aquella redundancia me pareció más absurda que el Opus surrealista de Prokofiev

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Julio 2010