Helena citó a Witold Gombrowicz:
—¿No veis que vuestra madurez exterior es una ficción y que todo lo que
podéis expresar no corresponde a vuestra realidad?
Entonces Helena tomó
las prendas que se hallaban en el piso y se dirigió al baño. Yo había contemplado
que no leía a Gombrowicz y que por determinación no lo leería jamás.
Desde el baño Helena,
y yo en la recámara, escuchábamos Chopin, en la versión de Vladimir Ashkenazy.
Entendía que
Ashkenazy interpretó no sólo a Chopin, sino a Beethoven, también.
—¿No es un lujo
Vladimir? —Preguntó Helena, a punto de gritar.
No lo es, pensé,
envuelto en el misterio de la música y las varias imágenes que produjeron en mí
la cita de Witold Gombrowicz. En algún tiempo, me dije, esto sería otra cosa:
Helena y su desnudez; la habitación y la desnudez de Helena; la música y Helena
desnuda… y pasar por aquí, como quien pasa sin ver y se lleva dentro el espacio
mudo del cuerpo, la tonada fina de la seducción, el flirteo de los muebles y lo
transparente de la luz bajo las sombras…
Y ahora nada,
proseguí. Sólo el dilatado cuerpo entre las brasas; la loca armonía del luto en
pequeña ceremonia de muerte, pequeña muerte y fuego atizado por el pregonar del
hombre siniestro que se reclama no haber olvidado, no haber dicho palabra
exacta para pronunciar cielo o infierno… y Helena ahí, tal vez bajo lluvia
superficial, acariciada, soñada, penetrada por el alud de espejos que rodeaban
su rostro…
—¿Imaginas…? —Escuché
decir a Helena.
Si imagino, concluí
socarronamente. ¿Qué he de imaginar?, ¿el cuerpo del hombre ante la vigilia?,
¿a Helena y su piel ya no aquí, no en el brazo, en mi boca? ¿Qué debo imaginar?
Hace tanto que no responde el hogar a la caricia tibia o burlona. ¿Qué es
Helena ahora, madre de quien ha muerto, mujer de quien venera temblores, hija
de quien duerme el sueño de los inmortales?
A juicio único y mío,
Helena es recuerdo e ignorancia. Palabra y silencio.
Helena y Ashkenazy en
ritual de noche, en trofeo de quienes cabalgan sobre yegua negra el medio día.
Alguna vez dijo
Helena que moriría, y sería yo quien le llevaría flores; alguna vez le prometí
llevarlas, antes del glacial suspiro.
Helena cortó las
astas; yo preferí el ruedo.
¿En qué rincón se
esconde el hombre que fui para Helena, y quién es el hombre que mira desde la
honda ventana al que usted lee?
No hay comentarios:
Publicar un comentario