miércoles

Nicandro Juárez

Reticencia

Salí del baño envuelto hasta la cadera con una tolla, luego me la quite y comencé a sacudirme el cabello para secarlo, con los movimientos mojé mi ropa que estaba sobre la cama; desnudo y con la piel húmeda aún, recordé la llamada que le hice a Maribe una hora antes. En realidad no deseaba nada, incluso en que así hubiera sido, estuve a punto de decirle alguna estupidez para volver a verla. Lo único sano de toda la plática telefónica fue la contundente demostración de amor que el viento y la tarde, por interrupción de palabras, provocó en mí. ¿Me ama o me odia? No lo dudo, respondí. Y qué no dudaba, de cualquier forma no esperaba algo cierto dentro de todas mis verdades, son tantas vacilaciones y no creo que una de ellas tenga sentido o figure como algo extremadamente contundente para resolver mi vida. En todo caso había salido del baño pensando en ella y no quería demostrar que la necesitaba. Por lo tanto no debía preocuparme. Estaba por enjugarme los hombros cuando escuché la voz de Maribe afuera, en la calle. Qué haría un tipo como yo, desnudo y escuchando la voz de Maribe siempre tan sensual del otro lado de la pared del cuarto; y es que es algo de su voz lo que no deja salirme de su cuerpo. Tomé la tolla, la coloqué de nuevo sobre mi cadera y así salí a abrirle la puerta del patio. No es una buena forma de recibirte, le dije, y ella volteó el rostro que veía hacia la avenida para observarme. Reclinada sobre la pared, con las manos detrás de sus nalgas y su pierna izquierda cruzada con la derecha, estaba diáfana, como si al darse cuenta de mi vestimenta hubiera encogido su mirada en señal de ternura y devota pasión.

Pensé que no estabas en casa, imaginé que estarías con Roberto o Carlos en alguno de esos bares que frecuentas; no es que te diga alcohólico, pero eso no importa, o ¿sí?

>> No. No importa. Anda pasa. Perdona que te reciba de esta forma, pero acabo de bañarme.

Me di cuenta. Loco.

Cruzó la puerta y detrás de ella caminé hasta llegar al cuarto. Su espalda ha sido la parte más sutil de todo su cuerpo, después de su boca, por supuesto; y mientras caminaba quise acariciársela, de algún modo lo hice, mis ojos se llenaron de luz reflejada en ella como si el sol clavara sus colmillos intentando vampirizarla.

>> Pasa, está un poco desarreglado, anoche tomé unas cervezas y hoy no pude recoger el tiradero.

¿Sabes? Estoy loca.

>> Por qué

Le dije a Josué que era el cumpleaños de Matilde, para que cuidara de Georgina y así pudiera venir a verte.

>> Eso no es estar loca, todo lo contrario. Perdona, tengo que vestirme, no te incomoda si lo hago frente a ti, ¿cierto?

No, pero prefiero voltear la cara mientras lo haces.

Descolgué la toalla de mi cadera que para entonces ya no la necesitaba porque mi cuerpo se había secado. Me vestí pronto, no sin la intención de que me viera desnudo. Maribe de espaldas a mí, su pelo cayéndose a los lados y el rubor nada despreciable de su cuello, qué debía hacer, tal vez sólo abrazarla probablemente. En ningún instante giro la cabeza, ni siquiera por morbo absoluto y puro, únicamente extrajo de su bolso una caja de cigarros Benson & Hedges y de ella tomó uno con la intención de fumárselo. En tanto me vestía no dijo palabra alguna, no esperaba que lo hiciera como tampoco yo lo hubiera hecho. Dónde está tu encendedor, preguntó. No sé… sobre la mesa, junto a los libros, respondí. No lo encuentro. Tengo una caja de cerillos por aquí, deja la busco, agregué. El humo que expelía su boca, redondo como la redondez de su “o” labial, hizo que pensará aún más en la radicalidad del encuentro, más que menos, inesperado.

Qué sucederá con nosotros. Tú qué quieres. Creo que nos han visto juntos.

>> Estar contigo, supongo.

Al escucharme decir “supongo” esnifó toda palabra de aliento mío, sabía que no diría nada al respecto, es más, al esnifar declaró la total comprensión del aire que ambos respirábamos, un acto litúrgico que nos sumía en las espesas curvas del humo.

Queda demostrado qué siento por ti al haber venido, qué más puedo decir ahora. En cambio tú.

Yo no sabía decir nada, sólo veía su rostro, incluso el rostro que veía en mí a través del suyo; deforme, intranquilo y sobre todo, incierto.

>> Cómo te llaman, eh. Cómo te pronuncian en lo sonoro.

A qué vienen esas preguntas. De qué te sirven. Pero qué más da, tengo congelado el vientre y no puedo, no sé como calentármelo.

Hubiera confesado la verdad de que esas preguntas no son mías sino de un cuento de Saúl Ibargoyen llamado “una musa”, de no ser por la constante inspiración que Maribe obtuvo al escucharlas; no quise desanimarla y preferí que continuara hablando.

Creo que no deseo nada a cambio; mi matrimonio es un asco, tu eres un asco, sin embargo heme aquí, por lo tanto soy una aversión igual o peor…

Estuve escuchando poco más de diez minutos el desprecio que se tenía a sí misma; el ridículo que hacía al estar de pie frente a una mujer que lo único que esperaba era ser besada. Tomé uno de sus cigarros y ya los dos sentados sobre la cama, fumábamos al compás de saber que especie de viento sobre la azotea del cuarto. Un viento fino que arrastraba consigo el temblor de nuestros cuerpos sujetos a una soledad compartida. Lo que continuó después de haberme sentado a lado suyo no es cierto, ahora mismo inventaría que hablamos de su hija y el respeto que le tendría, o de mi ex esposa y lo dilatado del trámite que resultó dejarla, o tal vez algo mejor, de que su visita explícitamente era para hablar sin tocarla.

>>Hace días que pienso en ti, tengo una imagen tuya estructurada que varias veces, por su estructura tan compleja no cabe en mi memoria y expresamente necesito tu cuerpo para volver a dibujarla, por eso te hablé, pero ahora que estás es completamente diferente; fue la imagen de los dos aquella tarde en que nos vio Roberto agarrados de la mano, que realmente inició el proceso de este diario construir tu cuerpo junto al mío.

Maribe dejó caerse sobre la cama e igual su cabello se tendió sobre la almohada dejando sus senos al descubierto y algo más que incluso ella no percibió sino hasta retirarse de la habitación. Nos besamos.

Debo irme, es tarde y Josué sigue enviando mensajes, está molesto y es probable que sepa dónde estoy.

Recogió su bolso y se dispuso a salir; antes la besé y con mis manos rodeando su cadera la apreté hacia mí. Le besé el cuello, los hombros e intenté recorrer su espalda forzándola a voltearse, deteniendo cada intento con un No rotundo y absoluto. Probablemente deseaba tanto como yo volver a la imagen desnuda de los dos, sin embargo, invadida por la inseguridad no se permitió el verdadero deseo de su visita. Al salir del cuarto observé su columna llena de huesitos, como si escarbaran dentro de ella un lugar oculto que ya su cuerpo no permitiera encontrar.
No quise detenerla y así sin más rumor que el sonido de su bolso estrellándose contra su muslo derecho, dejó verse por última vez; dijo algo más al momento de cruzar la puerta de salida a la calle: sí, de este modo andamos por las tales vidas, pasando y repasando…Comprendí que no era el único que había leído a Saúl Ibargoyen y cerré la puerta.

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