miércoles

Gioconda Belli

El infinito en la palma de la mano

Capítulo 8


Eva despertó. No quería despertar del todo porque se había soñado de regreso en el Jardín y todavía su conciencia no distinguía con claridad la realidad de la imaginación, pero por la curiosidad de saber si las terribles cosas que recordaba habían sucedido o no, entreabrió los ojos. No vio nada. Los abrió tanto como pudo y tampoco logró ver. Pensó en los cuervos. El color de sus alas lo inundaba todo. Extendió las manos para tocar la densa oscuridad. Se sentó de golpe. Sus dedos se hundían en el aire negro y ciego. De nada le servían los ojos. Se tocó la cara para cerciorarse de que estaba despierta. Manoteó presa de pánico.

—¡Adán! ¡Adán! ¡¡¡Adán!!! —gritó.
Lo sintió moverse, despertar, gruñir. Luego un silencio y un grito.
—¿Dónde estás, Eva? ¿Dónde estás?
—¿No puedes verme?
—No. No veo nada. Sólo negrura.
—Creo que estamos muertos —gimió ella—. ¿Qué otra cosa puede ser esto?

Tanteó cerca de ella hasta sentirla. Él percibió sus dedos fríos. No podía entender que ella desapareciera. No poder verla. Un graznido le salió del pecho.

—No me gusta la muerte, Eva. Sácame de aquí.

Págs. 71, 72.



Capítulo 9


—Pero tú piensas que yo soy culpable de cuanto ha acontecido porque te di a comer la fruta del Árbol del Conocimiento. Podrías haberte negado a comerla.
—Es cierto. Pero ya una vez que tú la habías comido, yo no podía hacer otra cosa. Pensé que dejarías de existir. No quería quedarme solo. Si yo no hubiese comido de la fruta y el Otro te hubiese echado del Jardín, yo habría salido a buscarte.
A Eva se le llenaron los ojos de agua.
—Yo no dudé que comerías —dijo ella.
—Y ese día te vi como si nunca antes te hubiera conocido. Tu piel lucía tan suave y brillante. Y tú me miraste como si de pronto recordaras el sitio exacto donde existías dentro de mí antes de que el Otro nos separara.
—Tus piernas me impresionaron. Y tu pecho. Tan ancho. Sí que sentí deseo de estar allí dentro otra vez. Te he visto en sueños. Tienes cuerpo de árbol. Me proteges que el sol no me queme.

Pág. 79.


Capítulo 11

Caminaron hasta que las gaviotas y el olor a salitre les salieron al paso.
Ante sus ojos, insondable, apareció el enorme cuenco transparente y azul. El perro entró al agua sin miedo. Saltó ladrando sin cesar. El gato, indiferente, se echó sobre la arena a contemplarlo. Adán narró a Eva sus exploraciones. Quería llevarla a ver lo que él había visto. Entraron al agua. Ella avanzó con cautela. El esfuerzo que debía hacer para caminar en medio de la masa líquida la hizo sentir limitada, torpe.

—Ahora, Eva —dijo Adán cuando ya el agua les llegaba a la barbilla—. Ahora húndete, abre los brazos, empújate hacia el fondo.

Fue inútil. Por más que lo intentó, se lo impidió el ahogo en la nariz, en la boca, en la garganta y el agua empujándola hacia la superficie. Con brazos y piernas, desesperada, trató de salir hacia la playa. Se percató de que Adán la seguía, confuso y abochornado. Ya no era como antes, le dijo. El cuerpo no le respondía, no descendía más allá de unas brazadas y el agua entraba por todas partes y no podía respirar. El mar era para mirarlo, le dijo Eva, ya cuando regresaron a tierra firme y terminaron de reponerse del agua salda que tragaron. El intento los dejó maltrechos y descompuestos, sobre todo a Adán. Tanto había empeñado su palabra describiéndole el mundo submarino. Ahora dudaba de haberlo visto alguna vez. Sería un sueño como últimamente se le antojaba gran parte de su vida.

—Pero el mar no es sólo para mirarlo —dijo con certeza.

Eva se tendió en la playa y cerró los ojos. El sonido de las olas arañando la orilla sin descanso era como el ruido constante de la interrogantes que no cesaban de hacerse y deshacerse en su mente.

Poco tiempo después, él regresó. Se sentó a su lado.

—Mira que he traído algo para tu hambre —dijo.
Eran conchas, ásperas y ovaladas. Al abrirlas, estaban llenas de una sustancia densa, blanca y temblorosa que dejaba la boca limpia, como si el agua se hubiese hecho carne delicada y salobre. Sobre una roca, Adán las golpeaba con una piedra hasta que revelaban la fruta de su interior. Ostras, dijo él. Ostras, repitió ella, riendo.

—¿Cómo supiste que tenían algo dentro, que podíamos comerlas?
—Igual que sabía su nombre. Así mismo.

(...)

—Adán, ¿crees que los animales saben que son animales?
—Al menos no piensan que son algo distinto. No se confunden como nosotros.
—Además de animales, ¿qué crees que somos nosotros?
—Adán y Eva.
—No es una respuesta.
—Eva, Eva, nunca te cansarás de hacer preguntas.
—Si se me ocurren preguntas es porque hay respuestas. Y deberíamos saberlas. Comimos de la fruta, perdimos el Jardín y apenas sabemos algo más de lo que sabíamos.

Págs. 93, 94, 95


BELLI, Gioconda. El infinito en la palma de la mano. México. Seix Barral Premio Biblioteca Breve 2008.

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