martes

Descripciones. A lado mío está la calle algo "amoratada". Llovió hace dos o tres días, la corriente dejó basura. Un grupo de hormigas carga migas de Sabrita. Una solitaria no sabe a dónde ir y se tropieza cada rato contra un mueble de metal colocado frente a la puerta de la casa. El árbol que está detrás del mueble da sombra a la hormiga. Alguien lee sin voz el sueño de los guantes negros, lo sé porque observa la calle y está nostálgico. Precisamente recuerdo ese poema y la casa verde claro de Rosario. Hace dos pisos que no la veo. Frente a la casa aún existe la tienda de Clotilde, a unos pasos el mini super de Mario y en la esquina una lámpara que a veces se enciende y otras dista mucho de acariciar con su luz la oscuridad. Hace tres años que allí precisamente retuve a Rosario.

>> Qué haces.

>> Intento besarte, ¿no ves?

>> Está mi madre en la casa y desde la venta nos puede ver.

>> No importa, deja que te bese.

>> No, además llovió y está fría la pared.

La tomé por la cadera y la atraje hacia mí, luego la blusa de Rosario se manchaba con el cemento del poste y su boca y su lengua se agitaban al par de la mía. Toda ella recorría mi lengua.

>> ¡Ya, Fabián! Nos van a ver.

>> Y qué importa.

Tómese en cuenta que mis manos se posaban en su cadera. Podía oler el perfume Le petit reposado en su cuello. Era de aroma tibio, invitaba al beso y así, cuando estaba desnuda todo su cuerpo olía a Le petit, después yo y todo lo demás.

>> Ya, Fabián, entiende. ¡Por favor!

Su madre nos veía desde la venta del segundo piso. Ella sabía que ya nos acostábamos, en complicidad todo tenía armonía. Dejé que se retirara y fuimos a la cocina a desayunar. Era temprano y las nubes habían dejado sobre las calles un olor húmedo.
Varias veces fui a desayunar con Rosario y su madre. Siempre me ha parecido que la casa donde viven es melancólica, la vista desde las ventanas es terriblemente triste. Una colocada al norte de la cocina da a la calle, la calle es una colina y del otro lado se encuentra un terreno baldío. Al poniente la avenida y la tienda, el poste, etcétera. Arriba, la ventana que está en el cuarto de Rosario tiene una vista de la ciudad y los cerros. En la azotea se ve la catedral, pero siempre el viento que sopla hace detener la vista y agachar la mirada. La Señora cocinó para nosotros unos huevos rancheros con una salsa bastante picosa, terminé bebiéndome la mitad de agua que había en la jarra y Rosario rió como loca. También su madre. Se habló de la escuela, el trabajo: comenté que seguiría con el trabajo del periódico y posiblemente me iría a Cd Victoria. El viaje nunca se realizó. Al verla comer sentí un gozo y una tristeza, varias veces comenté con Rosario nuestra vida, juntos. La Señora decía que todo se normalizaría, se refirió al tema de los pagos atrasados al banco. Hubo un momento en que desaparecí de la conversación y ellas dos comenzaron a hablar de forma normal, percibí el carácter de ambas y la casualidad con que, divertidas o no, dirigían cada una su vida. Ella divertida y la otra amargada. La plática continuó cuando La Señora pregunto:

>> ¡Oye, Fabián, ¿es verdad que te quedarás a dormir esta noche en casa?! Lo digo para preparar el cuarto.

>> Si usted lo permite, ya hablé con Rosario.

En realidad fue ella la de la idea, yo sólo acaté como en todo, la ordenes.

>> Está bien, pero mi hija se quedará a dormir conmigo. Risas.

Lo demás de la plática a la hora del desayuno es trivial. Después salimos a dar vueltas en el coche de Rosario. Llegamos tarde, cuando su madre servía la comida. Asintió con la mirada, de hecho estoy seguro que sus ojos me juzgaron y claro, estaba en su derecho. Comimos. Vuelta a la calle y nada interesante, excepto una parte del trayecto. Íbamos pasando la cuadra que va de la catedral a los portales cuando ella viró a la izquierda, no dijo nada. La observé, el semáforo lo permitía. El cambio de luces fue la duración hacia donde Rosario veía. Estoy seguro: lloró. Comprendí que no debía tocar el tema e inferí que fuéramos a comprar unos cigarros. Aparcó el coche y compré dos cigarros y unas cervezas. Ella no bebió. Regresamos a la casa muy noche. La Señora dormía. Le dije a Rosario que realizaría unas notas para el trabajo y enseguida iría al cuarto a descansar. Bajó a la cocina y subió con dos Cafés en la mano. Entró al cuarto de su madre, se vistió con pijama y salió posándose en el sofá que estaba a lado de la computadora, pude ver su bikini de color negro. Con las cervezas que había tomado me puse un poco mareado y no sabía qué escribía. Terminé la nota. Me vio a los ojos. Al verla supe que debía irme de su casa. Ella y su madre hablaron de mí, no sé qué, jamás confesó Rosario. Antes de irme la besé. La complicidad de su madre había terminado. Acaricié su espalda y su cuello, pronto su boca y su lengua rozaban mi verga. No digas nada, decía. Únicamente la silla crujía. Sé que la Señora nos escuchó. No sé qué tipo de complicidad fue desanudada y atada a la vez. Rosario se sintió húmeda y llena del liquido tibio que brotaba de mi verga. Le dije que eso que había hecho se parecía mucho a la novela de Juan García Ponce, Inmaculada o los placeres de la inocencia. Risas. Después sentenció algo ininteligible. Risas, mías por supuesto. Me acompañó hasta la puerta de entrada, la abrí y al salir a la calle recalqué lo melancólica que me parecía su casa. Ella intentó reír. Tomé un taxi. Ya abordo pensé en el llanto de Rosario. Más tarde comprendí. La nota que escribía para el periódico trataba la actancia de dos personajes en un cuento.

No hay comentarios: