viernes

El fuego de los lapidantes

A Josefina
De qué manera comenzar este relato si lo que pretendo decir no va más allá de una coincidencia y que ésta por parecer tan relativa a todo lo que me rodea, guarda en sí misma un peso que ni yo puedo o si quiera deseo comprender. Sólo sé que algo se deriva e incluso intentando descifrar qué se deriva de ello, vuelvo al comienzo de la historia.

(Sentado frente a una tienda de discos me dispuse a leer el libro que unos minutos antes había comprado. El libro es poco familiar, de hecho es el primero que compro de este autor. Estaba a punto de comenzar la lectura cuando la vi pasar. Frente a mí la aparición; fantasma y a la vez carne. De la mano izquierda iba tomada su hija. Podría decir que comprendí el por qué de aquel último beso al verlas juntas; realmente no sé quién de las dos más indefensa. Pensaría de hecho que la madre se sostenía de la pequeña mano que se alzaba hasta la amplitud de su cadera. Ni la una ni la otra sintiéndose dueñas de sí mismas. Las vi, eso es todo.

Leí algunas líneas del primer cuento y decidí dejar la lectura hasta que me pasara el sobresalto. Ellas jamás dirigieron su mirada al lugar donde yo me encontraba. Supongo que la madre sí, pero al sentir yo el impulso de levantarme del asiento e ir, conmovido por la sorpresa, a abrazarla y no hacerlo tal cual, decidió que sólo la figura de aquel hombre que era yo simplemente se parecía a mí y que desde luego no debería de ser Agustín quien leía en silencio aquellos cuentos de Élmer.

Así pues las perdí de vista entre la gente que visitaba las demás tiendas de aquella plaza sin razón de existir, sólo como la presencia de un circuito cerrado, donde los transeúntes son pequeñas lanzas apuntando hacia cualquier lugar menos ellos mismos.

Desde luego y al verla (creo que he repetido muchas veces el verbo) recordé cuando, sentados en un café de la universidad, dijo sentirse llena de vida al conocerme. Ustedes pensarán la verdad, si acaso la hay y les daré, con toda certeza mi aprobación: simplemente se sentía atraída y con la necesidad de pertenecer y crear pertenencia a algo o alguien.

Fueron varias veces las que salimos juntos después de aquel café de la universidad. Supe que de algún modo también me atraía. Deseaba que fuera así. Luego de vernos la tercera vez en el café de la quinta avenida, rumbo a los portales y el amplio parque, ingrávido por la belleza mutilante de los adolescentes en pleno enamoramiento, decidimos comenzar una relación que sabíamos perdida desde el inicio por el deseo de sentir sin sentir el deseo. En la cafetería, la cual tiene un nombre bastante sugerente El fuego de los lapidantes, hablamos de los trabajos que aún faltaban para terminar el semestre y en mi caso la carrera profesional. La observé con atención mientras ella hablaba de literatura griega y filosofía. Tenía puesta una blusa que combinaba a la perfección con el color del traje oscuro y su cabello castaño tendido sobre sus hombros. Dejé que hablara y hablara sin interesarme en su plática, a excepción de cuando pedía mi opinión en esto o aquello y no me queda más remedio que decir “ah claro”, “por supuesto”, “por qué piensas de tal forma”. Y ella se explayaba una vez más y yo la seguía con la vista una y otra vez hasta llegar al punto en que su blusa se trasparentaba. Sus senos eran redondo y muy blancos; cuando nos desnudamos la primera vez, me pidió que la dejara desnudarse sola y sólo así pude entender la combinación del color entre la blancura y la negritud de sus pechos. Después recorrí por completo su cuerpo. Al enterarse de que no había ni la más mínima intención de comprender lo que decía, sus ojos me vieron inquisitorios. No dije una sola palabra al entender que mi actitud era, por desgracia, la menos aceptable en una cita de noviazgo. Salimos de la cafetería y nos dirigimos directo a su casa. Pasamos frente al parque y como si se hubiera olvidado de mi desdén, nos reímos al ver cómo los enamorados se involucraban mutuamente. Extraje la caja de cigarros que estaba en la bolsa del pantalón y tomé uno, prendí el cigarrillo y una larga línea blanca decoró el siguiente paso al frente. Callamos por un momento y después escuché o más bien sentí como aquella risa entre los dos era por pura desdicha. Llegamos a la habitación del quinto piso del edificio entre la novena y decima de la calle central. En el trayecto, en cuanto el momento de silencio pasó, nos besamos muchas veces mientras la gente transitaba la acera, incluso llegué a tocarle la entrepierna en uno de esos besos, de aquí que nos apresuramos hasta el departamento.

>>Quieres escuchar música.

>>Sí. Está bien.

>>Te gusta Prokofiev.

>>Un poco, no realmente.

En realidad no me agradaba del todo tal como había dicho, pero eso no importó y colocó en el estéreo el disco especial para Romeo y Julieta. Conocía el ballet y la belleza cómo era interpretada la melodía, a veces suave y otras con una gravedad que me resultaba enfermiza. El departamento era acogedor, tenía todo lo que a mi parecer debían tener todos los departamentos. Una sala, libros y por supuesto whisky. Me dirigí al mini bar y me serví una copa que bebí de un solo trago. Volví a servirme una más y al instante apareció ella, con una bata que le daba hasta los pies.

>>Siéntate.

En el sofá estuve escuchando a Prokofiev hasta el punto en que decidí invocar Moonlight de Beethoven y con todo eliminar a Prokofiev y sólo así observar cómo Susana se desnudaba. Su piel era pálida, hermosamente pálida. Con cuanto más invocaba Moonlight, más me sentía atraído a su cuerpo. Poco a poco se dirigió hacia mí y así como fue lento su llegar, besé desde el sereno de sus labios hasta la parte más sencilla y sutil de sus piernas. Al penetrarla sentí vibrar todo mi cuerpo y el suyo dentro del mío, intentando que hablaran el uno penetrado y el otro enfundado, entrando como hijo al vientre para hablar desde allí todas las palabras que supiera decir el silencio.

Nos vimos algunas veces más e hicimos el amor muchas veces. Después nos dejamos de ver por lo que ambos sabíamos y ninguno tenía intención de decirlo. Así callamos. De momento recuerdo aquella tarde. El cielo era claro, un azul infinito. Las hojas abundaban sobre la acera y el viento corría de oriente a poniente. Pocas personas circulaban por la avenida. Susana me besó en los labios y así con media vuelta dejé de verla hasta hoy, cuatro años más tarde...)

Cuando la vi no sabía si era ella o no, de hecho al saber que era Susana no recordaba el nombre, es decir; sabía de ella y su cuerpo, pero no la metáfora que es Susana como nombre. La seguí con la vista como ya he dicho y sin querer recordar su nombre lo recordé, supe que era Susana y entonces desapareció entre la gente y así la paz que tenía al no pensar que Susana había sido sin duda, el nombre menos adecuado para pronunciar mientras leía los cuentos de Élmer.

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