miércoles

... aguamar

A Gilda


Parecía que el viento era mar y su cabello espuma mecida entre las rocas o sus hombros. Yo la veía de lejos, recostado al lado suyo, en el abrazo del muelle y el crujido de la madera. El musgo entraba a la corteza desparecida de las vigas que sostenían mi cuerpo y el suyo. Gilda rodeaba su cuello empuñando sus manos, y el mar que era viento, realizaba lo mismo apretando las patas de los cangrejos en la playa. El ocaso delineó los labios del aguamar, previo al romance de la noche. Yo la veía. No vendría la noche pronto. Acaso confundidos por el olor a sal, nuestros ojos se anegaron. Gilda dejó caer la manta que la cubría y la tarde igualó su cuerpo; desnudos los dos, en silencio, bronceados, confundidos el uno y el otro, penetrados sin luz por las sombras radiantes del aire. El aire escanciaba su piel y yo la veía desde el fondo de sus ojos, y sus ojos eran el mar, y el viento. Y yo era algo dentro de sus ojos, el óleo de unos labios que esperan lamer el aire amarillo, la línea amarilla que dibuja el pálpito del mar.

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