miércoles

Biombo

Conocí a Gilda en invierno. Mis padres al divorciarse decidieron que el primer año de separación lo pasaría al lado de mi madre. Julia —mi madre— eligió el estado de Sonora dentro de los otros cinco que le propusieron para desempeñarse como secretaria en una de las empresas que mi padre dirigía. Era invierno y era Gilda. Yo estaba por cursar el último año de secundaria. Gilda entró dos meses después de habernos instalado —Julia y yo— en el departamento que mi padre —Roberto— compró para nosotros en Sonora. La calle donde vivía daba a un parque poco frecuentado. Sus árboles estaban secos casi todo el tiempo; algunas personas, ancianos regularmente, impartían clases prácticas de Ajedrez bajo el quiosco frío del lugar. Los observadores, guiados por el movimiento de alguna pieza, parpadeaban o suspiraban en aprobación o desaprobación del juego. Acudí al parque una vez únicamente. Para Gilda era absurdo pasar el tiempo viendo cómo unos viejos movían piezas del Ajedrez sin tener secuencia de la misma, o por lo menos el porqué de la jugada. Podría pensarse lo mismo en cuanto a Julia y Roberto.

Mi madre era dulce y alegre conmigo, me complacía en todo. Se debe a esa complacencia el hecho de haberme quedado con ella hasta cuando decidí estudiar en el extranjero. Lo único que hacía era gastar, no recuerdo exactamente en qué; compraba lo que deseara, con frecuencia vino y cigarros. Debo a esto mi afición hacia el licor. Cuando le pedí a Julia me comprara un auto y se negó, abandoné la casa toda una semana. Julia pensó que sería un berrinche como los otros, sin embargo, marcó nuestra relación los últimos cuatro años que viví al lado suyo.

Gilda me llevó en su coche al departamento de mi madre. La semana que estuve en el cuarto que arrendaba Gilda poco a poco se ha ido diluyendo.

El lunes Gilda se levantó de la cama horas después de amanecer, yo había puesto el desayuno sobre la mesa para cuando ella despertara y tomáramos juntos el jugo y las frutas que serví. Gilda era parca. Habló poco. Nunca sentí tanta desesperación como en aquel desayuno. Intenté hablar, decir algo relevante, fue inútil. La respuesta a cualquier tema propuesto quedaba definido por un sí o no, rotundo. ¿Qué podía hacer un adolescente como lo era yo, ante una mujer como ella? Gilda estudiaba medicina en la universidad del estado. Dejó letras hispánicas porque decía estar enamorada de Javier, que estudió cardiología. Habló poco, ya dije. Terminó el jugo, se puso de pie frente a mí, dejando caer la bata que tenía puesta. Estuve enamorado de Gilda por lo menos un momento. Su cuerpo moreno, su sexo con el pequeño triángulo de bellos, sus pechos que cupieron en mis manos, con los pezones duros, palpitantes. La quise, estoy seguro. Le pedí me dejara acariciarla y no se negó. La besé. Era irremediable. Sus labios habrían paso a mi lengua sin haber correspondencia. Gilda colocó sus manos alrededor de mi pene, haciendo que me agitara. El semen llegó a sus muslos. Las manos de Gilda blanqueaban. Ella dijo que “esto” lo hacía con todos, o aquellos pretendientes de su cuerpo, para que de este modo comprendiéramos nuestro fracaso si deseábamos conquistarla.

Julia quería a Roberto pero Julia tenía coincidencias con Gilda. A Julia la vi desnuda muchas veces. La vi desnuda en la sala, en su recamara, en el baño. Aquel lunes que Gilda se desnudó, recordé a Julia porque sus cuerpos tenían la misma complexión. Tal vez Julia con el bello de su sexo más abundante. Quise a Julia. Las ocasiones que su desnudez me permitió tener una erección deseé estar dentro de su cuerpo. Quererla. Gilda me quiso, sus manos me quisieron. Julia se dejaba observar e incluso, las veces de la sala, recogía los objetos de la mesa de centro inclinando más de lo necesario su cadera. A mí me resultaba excitante verla, sentir en imágenes perversas sus nalgas penetradas por mi pene.

Gilda bajó del auto al ver a mi madre. Se gustaron. Yo bajé después de que ellas intercambiaron algunas palabras. Gilda se despidió con un beso en la mejilla.

Era tarde, el árbol frente a la ventana se movía sensualmente acogido por el ritmo del viento. Sus ramas hacían rechinar los cristales y sus hojas caían sobre el balcón, dejando una capa delgada de color seco. Yo veía el azul del cielo. Intentaba concentrarme en la figura desnuda de Gilda. Quería sentir la agitación que me provocó. Sin darme cuenta la ficción del amorío eterno fue proyectándose entre la venta y el cielo. El cuerpo de Gilda era mío. Ahora fueron sus pechos los que blanquearon. Julia entró a mi habitación cuando la palma de mi mano buscaba alguna tela del otro lado de la cama. No supe qué hacer ante la presencia de mi madre. Julia disipó mi entorpecimiento al recostarse al lado mío. Su cuerpo se hundió levemente sobre las sábanas. Le dije que estaba enamorado de Gilda. Mi madre dijo que era bella. No me preocupó estar desnudo, como Julia en la sala. Julia notó que mi pene no dejaba su erección y el semen rodeaba su piel con el punto blanco en el centro de su cabeza. Poco a poco fue desnudándose. Era Gilda y era invierno. Con los pezones de Julia palpitando, besé su cuello y su boca. Mi madre era delgada. Hallé su sexo con mi lengua, lo besé y algo en ella comenzó a agitarse, se movía igual que el árbol, y sus gemidos, como ramas, rechinaban en la ventana de mis ojos. Yo quería entrar en Julia. Aún con el semen cubriendo mi pene, fui sintiendo el calor de los labios de su vagina. El filo del cuchillo penetrando el aire suave de la boca. Julia gimió. Sostuve su aliento en mis labios y dejé vaciarme en ella, sintiendo cómo el líquido de ambos recorría los nervios de mi miembro y la cóncava figura de su sexo. Julia era humedad y la quería.

Gilda frecuentó a mi madre el resto de mi estancia en Sonora. Mantuve relaciones con Julia y vi cómo ellas fueron queriéndose. Roberto se ofreció a llevarme al aeropuerto cuando decidí estudiar letras hispánicas. Mi padre y mi madre devolvieron mi larga mirada al dar la vuelta y entrar a la sala de espera. Julia me quiso. Mi madre quiso a Gilda. Recuerdo la imagen de las ramas rechinando, y la figura de Gilda entre la ventana y el cielo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Y sí hacemos de tus cuentos un libro vos Fabián ¿Cómo ves?

Fausto.