jueves

De cómo llegué a cuentista

Un poco menos enfermo de ocio vuelvo a escribir. Hacía tiempo ya de haber dejado este “hábito” —si es que alguna vez lo tuve—, y puesto que ahora tengo la atención puesta en no menos de tres o cuatro asuntos, decidí, mejor, intentar relajarme a través del lenguaje. No dudo ni un momento en pensar que esto del lenguaje deja insatisfecho a más de una persona. Es tan difícil decir algo, por menos sugerente que sea. Ayer, por ejemplo, estuve dando vueltas alrededor de las librerías cercanas al centro. Sí, pensaba comprar algún ejemplar, de… filosofía. Me ha interesado la filosofía china desde hace mucho tiempo, sin embargo, no he tenido la osadía de adentrarme en ella. Nunca he sido bueno para cumplir mis propósitos, eso quiere decir que leer filosofía china era uno de ellos y uno más incumplido. Esto de andar proponiéndome leer, viajar, cambiar de vivienda, etcétera me frustra. Aun así he aprendido a vivir de ése o de otro modo. El resultado es el mismo, ¿no? Poco a poco me he dado cuenta de cuán complicado es convertir lo necesario e innecesario. Quiero decir, y tomo la impresión que tiene Pitol acerca del hombre civilizado, que mis actos no tengan que justificarse para alguien más. No es necesario: está admitido que no tienen la menor importancia y a pesar de esto, todo el tiempo vengo justificando los motivos por los cuales realizo tal y tal perjurio contra mi rol social. Ahora, si tomo en cuenta el hecho de justificarse ante la vida es peor aún. Vivir, en el concepto más amplio, es rechazar la libertar y cárcel. Ambas partes son opresoras, por supuesto, en diferentes medidas.

El primer libro que se me ocurrió comprar —mientras caminaba—, pensé: ¿por qué no algo de poesía? Hace tiempo que no leo poesía. Que no escribo poesía. Me pregunto si realmente escribí poesía una vez de aquellas, cuando el entusiasmo se desbordaba. No recuerdo quién me dijo eso de los “efluvios juveniles”. Bien pudo ser uno de ellos los que me motivaron un día a escribir poemas, o sus equivalentes. Y me olvidé de ellos así como vinieron. Nunca creí llegar a escribir un buen poema, o al menos uno no muy malo. Luego vino la relación de los libros que fui comprando de cuentos y eso me hizo desinteresarme por completo de la poesía, bueno, al menos de leer lo que exactamente es poemas. Es curioso; en mis inicios como lector nunca pensé en los cuentos, más en las novelas y libros de ensayos filosóficos. Incluso lo estrictamente poético quedó relegado. Mi emoción eran los estantes repletos de filosofía griega, las antologías del Maestro Gaos, de Ortega, de Schopenhauer, de Nietzsche. El marxismo incluso —en todo lo que los llamados marxistas pudieron abarcar— me interesó en algún momento; nunca así los cuentos o los poemas. Pasaron los años, quiero decir los libros y pronto me descubrí como el adolescente que escribía poemas para bajarles el calzón a mis compañeras de contaduría en el bachiller. Escribía cartas para que mis compañeros conquistaran a la “niña” que les gustaba. Escribía poemas a los 13 años, cuando me gustó por primera vez mi supuesto amor de secundaria. Yo no sabía qué era escribir un poema, y a lo más que pude haber llegado fue, tal vez, a decir que me parecía bonita o que tenía los ojos del color del valle; porque ella tenía los ojos verde esmeralda. Tiempo después, ya en el bachiller, me enteré de que se había casado. Ella no quiso seguir estudiando o no lo permitieron sus padres, no estoy seguro. Sin embargo, yo no me iba permitir dejar pasar el tiempo y no besarla jamás o tratar de conquistar esos ojitos verdes. Así que con nuevas estrategias de ataque y ya con más idea de qué era un poema —el bachiller sirvió de mucho para entender el proceso por el cual pasa un poema, tema para otra conversación—, me propuse buscar dónde trabajaba aquella mujer alta, delgada, cabello castaño claro y, repito, ojos verdes. La encontré en una de las tiendas del centro, allá en mi pueblo. Era encargada del departamento de lencería. Me vi obligado a acercarme sigilosamente y con las ganas que tenía. El resultado es obvio, fracasé al primer intento. Luego vino el segundo y el tercero. Ya para este último yo la acompañaba hasta su trabajo y la besaba en el autobús todo el tiempo. A estas alturas del partido —no es que se viejo o menos que adulto— me parece ridículo haber intentado escribirle poemas a mi amor de secundaria. Ella No sabía ni un picte de filosofía y yo hablaba —porque estaba emocionado de la “realidad del ser”—y hablaba todo el tiempo de Nietzsche, de Miguel Unamuno, de Caso, de Vasconcelos, de Reyes; y mi acompañante en el autobús terminaba diciendo que una de sus compañeras de trabajo se había comprado una tanga de vicki form. Me reía y disfrutaba de la posible imagen de su amiga con aquella tanga del catálogo primavera-verano. Cuando conocí a la susodicha compradora me infarté. Tenía un culo de “aquellos”. Estuve a punto de mandar al carajo a mi supuesta conquista —porque en mis pensamientos, al ver a la amiga, fueron de, No es mi novia, salgo con ella pero no es mi novia. ¿Ustedes qué suponen que sucedió?

Hubo entonces el tiempo que las lecturas de poesía aumentaron y la filosofía dejó de ser importante, sin embargo, no menos interesante. Creo haber tenido cierta iluminación y por eso desistí y dejé de leerla. No tenía caso seguir leyendo de ese modo absurdo, libro tras libro. Sabía que deseaba estudiar Filosofía, mas no sabía que terminaría por estudiar otra licenciatura similar, nada más. Ahora es menos creíble lo acontecido. Me veo a través de los libros que he comprado últimamente y diría que soy cuentista, por supuesto, así como fui poeta.

1 comentario:

quherida dijo...

Te diría algo, pero no sé qué.
No estoy segura de que uno sea lo que escribe o lo que lee o lo que come o lo que no hace o lo que piensa...