martes

No sé si pasó a manos extranjeras o en algún rincón de cantina halló su hogar, o si finalmente el destino le tenía preparado un final sin carbón, sin letras. Era un lápiz solitario. Andaba de contrabando con una lapicera ridícula. Se vestía de color rosa, a veces. Lo que se puede hacer cuando se ama, decía Don Lápiz. En cualquiera de los sentidos, su pasión lo llevó a perder la punta. Lleno de fuerzas extrañas, fuerzas irracionales. Así Doña sacapuntas tuvo por primera vez, en el desamor, la justificante donde ella sería el hombro, o el vientre que acude al llanto. Cuán herido estaba Don Lápiz que, en los días mozos, su cabeza borraba recuerdos desinidentificandose. Escribió poemas de amor, muy melosos; cuentos más melosos; novelas mucho más melosas. Tanto fue su lastre que por las noches dormía con un ojo abierto. Pobre de él. Cuando aún andaba con esta susodicha lapicera, frecuentemente se enfrentaba con otros lápices, o con lapiceros, acá, guaruras. Muchas veces quedó jodido, bien madreado.
Recuerdo que lo llevaba dentro de la mochila aquel día veinticuatro de Julio. Noté que su tristeza frotaba su carbón con la misma suave y dulce calma del viento elevando las cortinas de las casa viejas. No dije nada. Recuerdo incluso el poema escrito una noche anterior, el veintitrés, cuando lapicera mamapolla dijo amar a otro lápiz dizque por el número. Don Lápiz era punto fino, pero de familia literata; el otro era punto fino número dos de familia dedicada a la arquitectura: Dios mío, a la arquitectura. Despreciar a Don Lápiz es cometer pecado y mortal. Total, el poema se escribió el veintitrés, los versos melosos con melosa métrica de melosísima verborrea, ¡Oh dadora de orden, tú... en qué orbe tu corazón se tuesta, adónde mi corazón llevará su fuego! Y cosas más o menos así. Estaba pues Don Lápiz en la mochila, todo triste, ojeroso y dramático. Se me ocurrió darle ánimos al transcribir poemas de Hörderlin, o de Lezama, o de José Ángel Leyva pero no, su tristeza era tan grande, que bien pudo haber llenado una página en blanco, sin embargo, no dijo nada. Preferí callar y verle triste. Pasaron las horas en clase y él sin salir de la mochila, ora llorando, ora escribiendo poesía melosa, ora pensando. Brandon Martín me invitó para ir por unas chelas, no quería, me obligó. Acepté. Si Don Lápiz está triste hay que animarlo, bebimos exageradamente y escuchamos Lorenzo de Monteclaro exageradamente, Don Lápiz me hizo recordar el poema de La niña de Guatemala, que se murió de amor. Iba pensando también en Sofía cuando revisé la mochila, Oh cielos, Don Lápiz desapareció. Queda el consuelo del fiel carbón que de vacíos vació mi soledad. Dios lo tenga en santa gloria.

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