martes

Italo Calvino

El caballero inexistente

Capítulo I

Bajo las rojas murallas de París se alineaba el ejército de Francia. Carlomagno iba a pasar revista a los paladines. Llevaban allí mas de tres horas; hacía calor; era una tarde de comienzos del verano, algo cubierta, nubosa; dentro de las armaduras se hervía como en sartenes a fuego lento. No hay que descartar que alguno de aquella inmóvil fila de caballeros no hubiera perdido ya el sentido o se hubiera adormilado, pero la armadura los mantenía erguidos en la silla, todos de la misma manera. De pronto, tres toques de trompeta: las plumas de las cimeras se sobresaltaron en el aire inmóvil como ante una ráfaga de viento, y enmudeció de inmediato aquella especie de bramido marino que se había oído hasta entonces, y que era, está visto, un roncar de guerreros oscurecido por las golas metálicas de los yelmos. Y por fin helo aquí, lo descubrieron que avanzaba allá al fondo, Carlomagno, en un caballo que parecía mayor de lo natural, con la barba sobre el pecho, las manos en el pomo de la silla. Reina y guerrea, guerrea y reina, dale que dale, parecía algo aviejado, desde la última vez que lo habían visto aquellos guerreros.
Paraba el caballo ante cada oficial y se volvía a mirarlo de arriba abajo:

(...)

—Y vos ahí, con tan pulido atavío... —dijo Carlomagno, que cuanto más duraba la guerra menos respeto por la limpieza veía en los paladines.
—¡Yo soy —la voz llegaba metálica desde dentro del yelmo cerrado, como si no fuera una garganta, sino la propia chapa de la armadura que vibrase, y con un leve retumbar de eco— Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y Fez!
—Aaah... —dijo Carlomagno, y del labio inferior, algo salido, le brotó un pequeño trompeteo, como diciendo: “Si tuviera que acordarme del nombre de todos ¡estaría aviado!”. Pero de inmediato frunció el ceño—. ¿Y por qué no alzáis la celda y mostráis vuestro rostro?
El caballero no hizo ningún gesto; su diestra enguantada con una férrea y bien engrasada manopla apretó más fuerte el arzón, mientras que el otro brazo, que sostenía el escudo, pareció sacudido por un escalofrío.
—¡Os hablo a vos, paladín! —insistió Carlomagno—. ¿Cómo es que no mostráis la cara a vuestro rey?
La voz salió neta de la mentonera:
—Porque yo no existo, sire.
—¡Ésta sí que es buena! —exclamó el emperador—. ¡Ahora tenemos entre nuestras fuerzas un caballero que no existe! Dejadme ver.
Agilulfo pareció vacilar un momento, y después, con mano firme pero lenta, levantó la celada. El yelmo estaba vacío. Dentro de la armadura blanca de iridiscente cimera no había nadie.
—¡Vaya, vaya! ¡Lo que hay que ver! —dijo Carlomagno—. ¿Y cómo os la arregláis para prestar servicio, si no existís?
—¡Con fuerza de voluntad —dijo Agilulfo— y fe en nuestra santa causa!
—Claro, claro, muy bien dicho, así es como se cumple con el deber. Bueno, para ser alguien que no existe, sois estupendo.

Págs. 15, 17, 18.

Capítulo III

Había una charca. Las ánades volaron a posarse allí a ras de agua y, ligeras, con las alas cerradas, escaparon nadando. El hombre, en la charca, se tiró al agua de barriga, levantó enormes salpicaduras, se agitó con ademanes descompuestos, intentó un nuevo “cuá, cuá” que acabó en un borboteo porque se estaba yendo al fondo otra vez, trató de nadar, volvió a hundirse.
—¿Es el guardián de las ánades ése? —preguntaron los guerreros a una campesinota que se acercaba con una caña en la mano.
—No, las ánades las guardo yo, son mías, él no tiene nada que ver, es Gurdulú... —dijo la campesinota.
—¿Y qué hacía con tus ánades?
—Oh, nada, de vez en cuando le da por ahí, se equivoca, cree ser él...
—¿Cree ser un ánade él?
—Cree ser él las ánades... Ya saben cómo es Gurdulú: no sé fija...

Págs. 34 – 35.

Capítulo IV

Todavía confuso era el estado de las cosas del mundo, en la Edad en que esta historia se desarrolla. No era raro toparse con nombres y pensamientos y formas e instituciones a los que no correspondía nada existente. Y por otra parte el mundo pululaba de objetos y facultades y personas que no tenían nombre ni distinción de los demás. Era una época en la que la voluntad y la obstinación de ser, de marcar una impronta, de rozarse con todo lo que es, no era usada enteramente, dado que muchos nada tenían que ver con ella —por miseria o ignorancia, o porque en cambio todo les salía bien lo mismo— y por lo tanto cierta cantidad se perdía en el vacío. También podía darse entonces que en determinado momento esa voluntad y conciencia de sí, tan diluida, se condensase, formase grumo, como el imperceptible pulvísculo acuoso se condensa en vedijas de nubes, y que este núcleo, por azar o por instinto, se topase con un nombre o un linaje vacantes, como entonces existían a menudo, con un grado del escalafón militar, con un conjunto de tareas que desplegar y de reglas establecidas, y, sobre todo, con una armadura vacía, que sin ella, con los tiempos que corrían, incluso un hombre que existe se arriesgaba a desaparecer, con que figurémonos uno que no existe... Así había empezado a operar Agilulfo de los Guildivernos y a granjearse gloria.

Pág. 41

Capítulo V

Gurdulú arrastra un muerto y piensa: “Te tiras unos pedos más hediondos que los míos, cadáver. No sé por qué todos te compadecen. ¿Qué te falta? Antes te movías, ahora tu movimiento pasa a los gusanos que alimentas. Te crecían uñas y cabellos; ahora chorrearás un alpechín que hará crecer más altas al sol las hierbas del prado. Te convertirás en hierba, luego en leche de las vacas que coman la hierba, sangre de niño que beba la leche, y así sucesivamente. ¿Ves cómo eres mejor para vivir tú que yo, cadáver?”.

Rambaldo arrastra un muerto y piensa: “Oh, muerto, yo corro y corro para llegar a esto como tú, a que me tiren por los talones. ¿Qué es esta furia que me empuja, esta manía de batallas y de amores, vista desde el punto del que me miran tus ojos muy abiertos, tu cabeza caída que golpea en las piedras? Lo pienso, oh muerto, me haces pensar en eso; pero ¿qué cambia? Nada. No hay más días que estos días antes de la tumba, para nosotros los vivos y también para vosotros los muertos. Que se me conceda no desperdiciarlos, no desperdiciar nada de lo que soy ni de lo que podría ser. Realizar acciones egregias para el ejército franco. Abrazar, abrazado, a la fiera Bradamante. Espero que hayas gastado tus días no peor, oh muerto. En cualquier caso, para ti los dados ya han agotado los números. Para mí aún giran en el cubilete. Y yo amo, oh muerto, mi ansia, y no tu paz”.

Pág. 59.


CALVINO, Italo. El caballero inexistente. Traducción de Esther Benítez. España. Ediciones Siruela. 1990.

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