martes

Nicandro Juárez

Los arrayanes
Don Jerónimo era el encargado de lanzar los cohetes después de la pizca de maíz, en las milpas de la hacienda Los arrayanes, propiedad de Jacinto Palma.

En aquel año la cosecha había sido abundante, las trojes estaban repletas y un tramo del corredor de la casa principal, brillaba color amarillo por las mazorcas que no cupieron en los costales de pergamino. Para cuando la pizca terminó se prepararon tinas llenas de comida, que para la hora de servirse, los jornaleros estaban hasta el hartazgo de alcohol y música; unos cuantos espigaron la carne servida en los platos, carne de unos cerdos que don Hilario había sacrificado para el festejo.

Jacinto brindó con todos los presentes, era el único vestido con otro color que no fuera el blanco percudido por la tierra canela de las milpas. La vestimenta de aquellos trabajadores, ya por el sudor o el mezcal derramado de sus bocas, les corría surcos cafés desde la barbilla hasta la parte en que se enfalda la camisa en los pantalones. El sol les curtió la piel arrugando las facciones de sus rostros, igual de áspera que la caña. Muy pocos resultaron con lastimaduras, sólo el puvac les picaba la espalda.

La música sonó al ritmo de tambora y, tal cual fueran un acorde, los cohetes marcaban el ritmo al tronar y golpearse los platillos. Aquellas fiestas duraban dos días completos.

>>Don Jacinto, vengase pá ca. Dijo Hilario, quien embadurnado por el alcohol, bailaba muy cerca, casi durmiendo sobre los senos de Hortensia Medina. Jacinto no respondió a las peticiones de su capataz y simplemente se dedicó a observar el panorama, para esa hora, noctívago de la hacienda.

>>Vengase pá ca. Repitió Hilario López.

Para la media noche del segundo día, el alcohol y la música a punto de finalizar, continuaron. Hilario no soportó el desvelo y decidió recostarse sobra las mazorcas tendidas en el corredor. La mayoría durmió en el suelo o en alguna banca. Hortensia, que vio a Hilario tendido, lo abofeteó con ternura. Los músicos, cansados también, decidieron retirarse llevando consigo sus instrumentos, uno más pesado que otro.
Los cohetes dejaron de escucharse desde la tarde del día anterior, debido a que don Jerónimo se había quemado las manos por su borrachera.

A las cinco de la mañana, todos ebrios se sacudieron el frío del alba caído en sus cuerpos con muecas de la boca. Hortensia, vencida por el sueño, amaneció recostada a lado de su marido; su falda arrejuntada y sus labios rojos, impávida su respiración, parecía que dormía felizmente.

Ella tenía el nombre cabal para un cuerpo hermoso.

Jacinto despertó al sentir el ligero y entibiado filo del viento. Menos ebrio que los otros, recogió el jorongo que utilizó para dormir, tirado a un lado suyo. La primera luz del día cruzó las hojas de los árboles y calentó el cenizo color de las tejas; los rostro de los jornaleros que pasaron la noche a plena sábana de luna, sintieron los rayos de luz como un desamor que el cielo les propiciaba.

Jacinto de pie frente al portal, a la izquierda de Hortensia, vio cómo ella arrejuntaba cada vez más su falda para guarecerse del frío que el piso exhalaba. La observó por un momento dándose cuenta de sus muslos finamente torneados y de sus nalgas morenas que se cubrían la una a la otra en esa espaciada soledad de su sexo.

Aunque los cohetes hubieran sido lanzados al aire otra vez, Hilario jamás hubiera despertado, seguiría manoteando los moscos que le rondaban la cara y roncando con mugidos que estremecerían a los mismos bueyes.

Aquella celebración, para el pueblo, tenía dos significados: la recoleta; el empleo durante un mes y una semana más de los hombres, y el servicio prestado por las mujeres en la cocina; una de ellas con menos reserva que las otras.

Cuando uno de los jornaleros, sentado junto a los otros bebía un poco de mezcal, con la sensación amarga de que todo tendría que seguir de la misma manera; algunas mujeres les recorría un escalofrío desde la punta de los pies hasta la cabeza, a muy pocas, ese escalofrío, después de haberles recorrido hasta los huesos pasando a través del tuétano, y ese congelado rumor de poros se situaba en algún espacio libre de sus cuerpos, inmediatamente, al sentirlo, envolvían las partes que el vestido no cubría con el rebozo que llevaban puesto al rededor del cuello; sus miradas eran cubiertas, incluso apretaban fuerte sus vientres impidiendo que el aire entre cortado les llegara a la garganta y suspiraran.

Jacinto envolvió con el jorongo el cuerpo de Hortensia, cargándola hasta su habitación. Al llegar a la cama él la depositó sobre ésta y antes de caer encima de las sábanas almidonadas, Hortensia acarició el rostro de Jacinto de tal manera que ya se sabía que ella iba a ser una de esas mujeres apretándose el vientre para no recordar.

Recostada sobre las sábanas, su cabello cubrió parte de sus hombros dejando que sus senos se hincharan por la salpicadura leve de viento que provocaba al mover la cabeza. Muy pronto la desnudez de Hortensia brillo en los ojos de Jacinto, más aún, el color canelo de sus pezones que duros torneaban al rededor de su tórax dos soles absolutamente morenos.

Ella bajó a beber de la boca de Jacinto depositando sus nalgas en las manos de él, hasta sentir el nado de su lengua en la levadura de una boca extraña, sintió cómo se abría y se desgranaba dentro de ella el fuego que le endureció el vientre.

Había caído la mañana en todo su esplendor sobre la hacienda, los jornaleros se despertaron recogiendo sus cuerpos con un temblor parecido al movimiento de los pinos al ser sacudidas sus ramas por el peso del viento.

Las esposas que permanecieron a lado de sus hombres rumiaban el aire esperando aclarar el sabor del día.
Jacinto y Hortensia dormían, ella de espalda a él, mientras afuera, en el corredor, las mesas eran colocadas en línea recta para ser servido el resto de comida y alcohol sobrantes de los dos días de celebración.

Hilario despertó con dolor en las costillas. Reunidos los jornaleros al rededor de las mesas, desayunaron con mucha hambre, interrumpían su masticar de carne para beber alcohol o para planear el arado de las tierras, especulando cuánto podría recolectarse en la siguiente cosecha. Las mujeres participaban únicamente para servir y sólo se les permitía hablar al momento de pasar más carne y más tortillas.

Martina fue quien a lado de su marido sintió el brote entre sus piernas de un aire congelado, pronto tocó su vientre apretándolo, pero ya el aire había llegado hasta su garganta, al ver salir por la puerta principal a Hortensia, que a la vez suspiró desde dentro observando el arado de la luz sobre el patio. Hilario, al verla, únicamente bebió un poco de mezcal que Francisco, el marido de Martina, le había servido.

1 comentario:

oirasor dijo...

Humildemente sólo puedo decir que este cuento está muy bien logrado. Leerlo es un deleite.